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Rob siguió caminando, sintiéndose como un intruso. Algunos de los excavadores dejaron de trabajar y se giraron para mirarle. En el momento en que se estaba sintiendo más avergonzado, se acercó un simpático europeo de cincuenta y tantos años. Rob reconoció a Franz Breitner.

– Wilkommen -saludó el alemán con alegría, como si ya conociera a Rob-. ¿Es usted el periodista de Inglaterra?

– Sí.

– Tiene usted mucha suerte.

4

El vestíbulo del Hospital de St Thomas estaba tan concurrido como siempre. El inspector jefe de policía Mark Forrester se abría paso entre las bulliciosas enfermeras, los visitantes chismosos y las ancianas que iban en silla de ruedas con sueros colgados de sus soportes de acero, y se preguntó, por tercera vez esa mañana, si podría llevar a cabo lo que estaba obligado a hacer.

Tenía que ir a ver a un hombre mutilado. Era duro. Había visto muchas cosas desagradables -tenía cuarenta y dos años y había sido policía durante diez-, pero algo en este caso le resultaba especialmente inquietante.

Al ver el letrero de la UCI, Forrester subió con brío un tramo de escaleras, fue a recepción, sacó sus credenciales de la Policía Metropolitana de Londres ante una chica de rostro dulce que le pidió que esperara.

Pocos segundos después salió un médico de rasgos chinos quitándose de las manos unos guantes de goma.

– ¿Doctor Sing?

– ¿Inspector Forrester?

Forrester asintió y extendió el brazo para estrechar la mano desnuda del doctor. Había indecisión en el saludo de respuesta, como si el médico estuviera a punto de dar una mala noticia. Forrester sintió algo de pánico.

– ¿Sigue vivo?

– Sí. Por poco.

– ¿Y qué ha pasado?

El doctor miró por encima del hombro de Forrester.

– Glosectomía total.

– ¿Cómo?

El médico soltó un suspiro.

– Le cortaron la lengua entera. Con una especie de podadora…

Forrester miró a través de las puertas de plástico hacia la sala de descanso.

– Dios mío, me habían dicho que era grave, pero… -En algún lugar, detrás de aquellas puertas, estaba su único testigo. Seguía vivo. Pero sin lengua.

El médico negaba con la cabeza.

– La pérdida de sangre ha sido tremenda. Y no sólo de la… lengua. También le hicieron cortes en el pecho. Y le afeitaron la cabeza.

– ¿Entonces cree que…?

– Creo que si no se les llega a interrumpir habría sido peor. -El médico miró a Forrester-. Lo que quiero decir es que si no se hubiera disparado la alarma de aquel coche, probablemente lo habrían matado.

Forrester exhaló.

– Intento de asesinato.

– Usted es el policía. -El médico había adoptado una expresión impaciente.

Forrester asintió.

– ¿Puedo verlo?

– Habitación treinta y siete. Pero sea breve, por favor.

Forrester volvió a estrechar la mano del médico, aunque no estaba seguro de por qué. Después atravesó las puertas de plástico, esquivó una camilla llena de manchas de orina y llamó a la puerta de la habitación treinta y siete. Lo único que pudo oír en el interior fue un gemido. ¿Qué debía hacer? Entonces recordó que al hombre le habían cortado la lengua. El policía suspiró y empujó la puerta. Era una habitación pequeña y sencilla del Servicio Nacional de Salud, con una televisión suspendida de una estructura de metal en un extremo. La televisión estaba apagada. La habitación olía a flores y a algo peor. En la cama yacía un hombre bastante viejo que miraba a Forrester con ojos de loco. Le habían afeitado la cabeza por completo dejando al descubierto sobre el cuero cabelludo un montón de cortes y cicatrices. A Forrester le recordó a un plano de líneas de ferrocarril. La boca del hombre estaba cerrada pero tenía las comisuras de los labios cubiertas de sangre, como la salsa marrón y seca que queda en la parte superior de los viejos botes de salsa; el torso del paciente estaba cubierto con vendas.

– ¿David Lorimer?

El hombre asintió, mirándole fijamente.

Fue aquella mirada furiosa la que hizo que Forrester se detuviera. A lo largo de su carrera había visto muchos rostros asustados, pero el auténtico terror que brotaba de los ojos de ese hombre era algo más.

David Lorimer murmuró algo. Entonces comenzó a toser y escupió pequeñas flemas de sangre. Forrester se sintió extremadamente culpable.

– Por favor -dijo, tendiendo una mano-. No quiero molestarle. Sólo… quería comprobar algo…

Al hombre se le llenaron los ojos de lágrimas, como si fuera un niño preocupado.

– Ha sufrido usted una experiencia terrible, señor Lorimer. Nosotros sólo… yo sólo quería decirle que tenemos el firme propósito de atrapar a esas personas.

Aquellas palabras fueron patéticamente inadecuadas. El hombre había sido brutalmente tratado y aterrorizado. Le habían cortado la lengua con unas tijeras de podar. Le habían grabado líneas sobre la piel. Forrester se sintió como un idiota. Lo que deseaba decirle era «vamos a coger a esos cabrones», pero aquella habitación tampoco parecía el lugar idóneo para una declaración tan absurda. Al final, se sentó en una silla de plástico en un extremo de la cama y sonrió afectuosamente a la víctima, tratando de tranquilizarlo.

Pareció funcionar. Al cabo de uno o dos minutos el anciano dejo de tener aquella expresión tan aterrorizada en sus ojos. Lorimer movió una mano temblorosa señalando unos papeles que había sobre la mesilla de noche. Forrester se levantó, se acercó a la mesa y cogió los documentos. Se trataba de un fajo de notas escritas a mano.

– ¿Son suyas?

Lorimer asintió manteniendo los labios firmemente cerrados.

– ¿Descripciones de los atacantes?

Volvió a asentir.

– Muchas gracias, señor Lorimer. -Forrester extendió una mano y le dio una palmadita en el hombro, sintiéndose cohibido al hacerlo. Realmente, el hombre parecía que estaba a punto de echarse a llorar.

Guardándose los papeles en el bolsillo, el policía salió de la habitación lo más deprisa que pudo. Una vez fuera, bajó los escalones y atravesó la puerta giratoria. Cuando percibió el aire lluvioso de finales de la primavera en el arbolado Embankment respiró hondo, aliviado. La atmósfera de terror de la habitación, en la mirada fija de aquel hombre, había sido demasiado intensa.

Mientras caminaba rápidamente hasta el río Támesis y lo cruzaba dejando las góticas Casas del Parlamento a su izquierda, Forrester fue leyendo las notas garabateadas.

David Lorimer era conserje del Museo Benjamín Franklin. Tenía sesenta y cuatro años. Estaba próximo a su jubilación. Vivía solo en un apartamento encima del museo. La noche anterior se había despertado alrededor de las cuatro de la madrugada al oír un ruido sordo de cristales rotos en la planta baja. Su apartamento estaba en un ático reformado y tuvo que bajar hasta el sótano. Allí se encontró a cinco o seis desconocidos, aparentemente jóvenes, que iban ataviados con gorros de esquí o pasamontañas. Los hombres habían forzado la entrada con bastante facilidad y estaban excavando en el suelo del sótano. Uno de ellos tenía «voz elegante».

Y eso era, más o menos, todo lo que decían las notas de Lorimer. Durante el ataque se disparó la alarma de un coche por algún motivo, probablemente por pura y milagrosa casualidad. El conserje tenía suerte de estar vivo. Si el joven, Alan Greening, no hubiera entrado y no lo hubiera encontrado se habría desangrado hasta morir.

La mente de Forrester empezó a especular. Giró a la derecha en el Stand y se dirigió hacia la tranquila calle que llevaba al museo, la casa de Benjamín Franklin. El edificio estaba acordonado con una cinta azul y blanca de plástico. Había dos coches de policía aparcados en el exterior. En la puerta aguardaba un agente uniformado y una pareja de periodistas, sin lugar a dudas, que, con sus grabadoras, se habían resguardado bajo la marquesina de una oficina contigua mientras sostenían vasos de café de plástico.