Jamie Cloncurry se le acercó y le miró de cerca, con su rostro pálido y atractivo algo enrojecido.
– Por supuesto que ha oído hablar de ello, ¿verdad? Al fin y al cabo, usted escribió ese libro. Esa obra tan alarmante de historia popular. La ira de los hombres del norte. -Cloncurry hizo una mueca de desprecio-. Todo sobre los ritos y creencias vikingas. Bastante morboso, si me permite decirlo. Pero supongo que es así como consigue mayores ventas… -El joven sostenía un libro en sus manos y leía textualmente de una página-: «Y ahora llegamos a uno de los conceptos más repugnantes en los anales de la crueldad vikinga: el conocido como águila de sangre. Algunos expertos dicen que este espantoso ritual de sacrificio nunca existió, pero hay varias referencias en las epopeyas y en la poesía escáldica que dejan a las mentes abiertas poco espacio para la duda: el rito del águila de sangre existió. Se trataba de una auténtica ceremonia de sacrificio en el norte». -Cloncurry sonrió mirando a De Savary y luego continuó-: «El tristemente célebre rito del águila de sangre se llevó a cabo, según las explicaciones escandinavas, sobre varios personajes eminentes, incluido el rey Ella de Northumbria, Halfdan, el hijo del rey Harfagri de Noruega, y el rey Edmund de Inglaterra».
De Savary sintió que los intestinos se le empezaban a licuar. Se preguntó si iba a hacérselo encima.
Cloncurry pasó la página y continuó leyendo:
– «Todos los relatos del águila de sangre difieren en los detalles, pero sus elementos esenciales siguen siendo los mismos. Primero se le abría la espalda a la víctima hasta llegar a la columna vertebral. A veces, se le desollaba la piel previamente. Después, se rompían las costillas expuestas al aire, puede que con un martillo o un mazo; o quizá se cortaban. Luego se abrían las destrozadas costillas como si se tratara de un pollo listo parn ser asado, dejando ver los grises pulmones por debajo. La víctima permanece completamente consciente y se le arrancan de la cavidad torácica los pulmones aún en movimiento dejándolos encima de los hombros, de forma que la víctima parece un águila con las alas extendidas. A veces, se le espolvorea sal sobre las enormes heridas. La muerte debía llegar antes o después, quizá por asfixia o por pérdida de sangre; o por un simple ataque al corazón a causa del verdadero terror provocado por la crueldad del acto. El poeta irlandés Seamus Heaney cita el águila de sangre en su poema Dublín vikingo: "Con el aplomo del carnicero desparraman tus pulmones y te ponían calientes alas en los hombros"».
Cloncurry cerró el libro de golpe y lo dejó sobre la mesa del comedor. De Savary temblaba de miedo. El joven le dedicó una amplia sonrisa.
– «La muerte llega más pronto que tarde». ¿Vemos si es cierto eso, profesor De Savary?
El profesor cerró los ojos. Pudo oír a los hombres detrás de él. Los intestinos se le habían vaciado; se lo había hecho encima por el terror. Un fuerte olor fecal llegó a sus narices. Hubo algunos murmullos detrás de él. De Savary sintió el primer dolor atroz, cuando le clavaron el cuchillo en la espalda y fueron cortando hacia abajo. La conmoción casi le hizo vomitar. Se removió a un lado y a otro en la silla. Uno de los hombres se reía por detrás de él.
– Voy a cortarle las costillas con unos humildes alicates. Me temo que no tenemos ningún mazo… -dijo Jamie Cloncurry.
Otra carcajada. De Savary escuchó el ruido de algo rompiéndose y sintió un enorme dolor cerca del corazón, como si le hubieran disparado; se dio cuenta de que le estaban cortando las costillas una a una. Notó cómo se doblaban y luego se rompían. Clac. Como si quebraran algo muy tenso. Oyó otra fractura; y luego otra. Vomitó entre la mordaza. Esperaba ahogarse con su propio vómito y morir muy rápido.
Pero aún no estaba muerto. Lo cierto es que podía sentir las manos de Cloncurry hurgándole en la cavidad torácica. Tuvo la sensación surrealista de que alguien le tiraba de los pulmones y luego el agonizante éxtasis del dolor cuando fueron sacados al aire. Tenía sus propios pulmones apoyados sobre los hombros, grasientos y calientes. Sus propios pulmones… Un extraño olor invadió el aire. Una mezcla a pescado y a metaclass="underline" el olor de sus propios pulmones. De Savary casi se desmayó.
Pero no. Aquellos sanguinarios habían hecho bien su trabajo: mantenerlo vivo y consciente para que sufriera.
El profesor vio por un espejo cómo la niña y Christine eran sacadas a empujones de la habitación. Se las llevaban. La banda estaba recogiendo sus cosas. Iban a dejar a De Savary allí, para que muriera solo. Con las costillas rotas y abiertas, con sus pulmones cubriéndole los hombros.
La puerta se cerró con un golpe. Se habían ido.
Atado a la silla, De Savary calmó sus gritos de dolor y la angustia de la frustración. Iba a decirle algo a Christine, pero no tuvo tiempo. Y ahora estaba muriéndose. Nadie podía salvarle.
Entonces se fijó en algo. Había un bolígrafo sobre la mesa, muy cerca, junto a su libro sobre los vikingos. La mordaza se había aflojado por el esfuerzo y los ácidos de su vómito, volviéndose blanda y menos apretada en su boca. Podía empujarla hacia abajo y coger el bolígrafo con sus dientes para tratar de escribir alguna cosa; hacer que sus últimos momentos sirvieran para algo.
Las lágrimas de dolor le empañaron los ojos mientras se estiraba y forcejeaba; el título de su libro le devolvía la mirada.
La ira de los hombres del norte, de Hugo De Savary.
38
Rob estaba sentado en el despacho del inspector Forrester en Scot land Yard. Por la ventana abierta entraba una brisa fresca. Era un día demasiado frío, húmedo y nublado para esa época del año. Rob pensó en su hija y contuvo su rabia y desesperación.
Pero la rabia y la desesperación eran demasiado fuertes. Sintió como si estuviera hundido hasta la cintura en mitad de un veloz río desbordado: en cualquier momento lo perdería, perdería su asidero y se dejaría arrastrar por las emociones. Como las personas que quedaron atrapadas en medio del tsunami asiático. Rob tenía que concentrarse para mantenerse erguido.
Les había contado a los agentes de la policía todo lo que sabía sobre los yazidis y el Libro Negro. El ayudante de Forrester, Boijer, había tomado notas mientras aquél miraba a Rob con seriedad. Cuando Rob terminó, el superior suspiró e hizo girar su sillón.
– Pues está bastante claro cómo y cuándo las secuestraron.
Boijer asintió.
– ¿Sí? -respondió Rob sin esperanza.
Rob tenía noticia del secuestro de su hija desde hacía pocas horas, cuando había aterrizado en Heathrow procedente de Estambul. Había ido directamente a casa de su ex mujer y después a reunirse con los policías. Así que, no había tenido tiempo de imaginar cómo había ocurrido.
– Obviamente, Cloncurry leyó su artículo en The Times hace unos días -dijo el policía.
– Ya imagino… -Las palabras parecían mordaces y carentes de sentido en boca de Rob. Todo le parecía mordaz y sin sentido. Recordó algo que Christine le había dicho, el nombre asirio para designar al infierno: el Desierto de la Angustia.
Ahí estaba él. En el Desierto de la Angustia.
El policía seguía hablando.
– Está claro que creen que usted, señor Luttrell, sabe algo del Libro Negro. Por tanto, deben haber rastreado su nombre. Lo habrán buscado en Google. Y habrán sabido la dirección de su ex mujer. Era su antigua casa, ¿no? En la que usted estaba censado.
– Sí. Nunca la cambié.
– Pues así fue. Lo tuvieron fácil. Deben haber estado vigilando esa casa durante unos cuantos días. Esperando y vigilando.
– Y apareció Christine… -murmuró Rob.
– Ella les facilitó las cosas -intervino Boijer-. Las tres salieron para Cambridge seguidas por la banda. No hay duda. Y su novia se llevó a su hija a una casa remota a pasar la tarde. El peor lugar posible.