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– Puede que ya supieran quién era De Savary -añadió Forrester-. Se trataba de un escritor famoso, con libros sobre sacrificios y el Club del Fuego del Infierno escritos por él. Seguramente Cloncurry los ha leído. O lo ha visto por televisión.

– Entonces… -Rob seguía tambaleándose en el río desbordado. Se esforzó por mantener la mente centrada-. Entonces esperaron fuera de la casa. Sabían que podían atrapar a Christine y a mi hija inmediatamente.

– Sí -respondió Boijer-. Suponemos que esperarían durante varias horas. Y después entraron corriendo en la casa.

El periodista miró enfurecido a Forrester.

– Va a morir, ¿verdad? Mi hija. ¿No? Han matado a todos los demás.

Forrester se estremeció. Y negó con la cabeza.

– No… En absoluto. No tenemos conocimiento de nada de eso…

– ¡Venga ya!

– Por favor.

– ¡No! -Rob casi estaba gritando. Se puso de pie y miró al policía-. ¿Cómo puede decir eso? «¿No tenemos conocimiento de nada de esa mierda?». No saben cómo es, detective. No saben cómo coño es. Mi hija ha sido secuestrada por unos jodidos asesinos. Voy a perder a mi única hija.

Boijer se acercó a Rob.

– Tranquilo. Siéntese. Tranquilo.

Rob respiró hondo y exhaló, pausadamente y despacio. Sabía que estaba montando un escándalo, pero no le importaba. Tenía que descargar sus emociones. No podía reprimirlas. Durante unos momentos, Rob se limitó a quedarse allí de pie, con los ojos inundados de rabia. Finalmente, se volvió a sentar.

El inspector Forrester continuó hablando con mucha calma.

– Sé que es muy difícil que usted se dé cuenta de esto ahora, pero lo cierto es que la banda, por lo que sabemos, no le hizo daño a su hija Lizzie ni a Christine Meyer.

Rob asintió apesadumbrado y no dijo nada. No se fiaba de lo que él mismo pudiera decir.

El policía insistió en su teoría.

– No hemos encontrado sangre, aparte de la de De Savary, en la escena del crimen. Como usted dice, el resto de las ocasiones en las que la banda ha actuado, no ha mostrado escrúpulos para asesinar. Pero esta vez no es así. Han secuestrado. ¿Por qué? Porque quieren llegar a usted.

Las aguas que se arremolinaban alrededor de Rob parecieron debilitarse. Miró a Forrester con atención e incluso con esperanza. Había una cierta lógica en lo que decía, cierta lucidez. Rob quería creerle. Realmente deseaba confiar en ese hombre.

– ¿Daba usted una dirección de correo electrónico al final de su artículo? -le preguntó Forrester.

– Sí -contestó Rob-. Es una práctica habitual. Una dirección de correo de The Times.

Boijer tomaba notas en su cuaderno. Forrester terminó.

– Estoy seguro de que Jamie Cloncurry se pondrá en contacto con usted. Muy pronto. Quiere el Libro Negro. Con desesperación.

– ¿Y si lo hace? ¿Qué coño hago entonces?

– Me llama inmediatamente. Aquí tiene mi móvil. -Le dio una tarjeta-. Tenemos que darle falsas esperanzas. Convenza a la banda de que usted tiene el libro. Los objetos de los yazidis.

Rob estaba confuso.

– ¿Aunque no tenga nada?

– Ellos no lo saben. Si les dejamos claro que usted tiene lo que ellos desean, ganaremos tiempo. Un tiempo precioso para que podamos atrapar a Cloncurry.

Rob miró por encima del hombro de Forrester hacia la pared de cristal que había detrás. Pensó en los cientos de policías que estaban trabajando ahora en aquel edificio. Docenas de ellos en este caso. ¿Seguro que podrían encontrar a una banda de asesinos? El rastro de sangre y crueldad estaba ahora en todos aquellos papeles. Rob quería salir de esa oficina y gritarles a todos: «¡Atrápenlos! Cumplan con su deber. ¡Atrapen a esa jodida gente! ¿Tan difícil es?».

– ¿Dónde cree que están? -dijo en lugar de ello.

– Tenemos unas cuantas pistas -respondió Boijer-. El italiano, Luca Marsinelli, tiene licencia de piloto. Puede que estén utilizando aviones para entrar y salir del país, aviones privados.

– Pero si no son más que unos crios…

El inspector hizo un gesto de negación con la cabeza.

– No son unos simples crios. En todo caso, no unos crios normales. Éstos son niños ricos. Marsinelli es huérfano, pero heredó una fortuna procedente de negocios textiles en Milán. Es inmensamente rico. Otro miembro de la banda, según creemos, es el hijo del director de unos fondos de inversión de Connecticut. Estos chicos tienen fondos fiduciarios, fortunas privadas y cuentas en el banco de Jersey. Pueden comprarse un coche nuevo simplemente haciendo así. -Chasqueó los dedos-. Hay muchos aeródromos privados en East Anglia, antiguas pistas de aterrizaje americanas de la guerra. Puede que se llevaran a su hija fuera del país; creemos que Italia es el lugar más obvio, dadas las conexiones de Marsinelli. Tiene una propiedad cerca de los lagos italianos. Después está la familia de Cloncurry, en Picardía. También están siendo vigilados. La policía francesa y la italiana están al corriente de todo esto.

Rob bostezó. Se trataba de un bostezo de frustración y amargura, no de cansancio, que procedía de un exceso de adrenalina. Se sintió sediento y cansado, tenso y furioso. Las dos mujeres a las que más quería, Lizzie y Christine, secuestradas; llorando, sufriendo; perdidas en el Desierto de la Angustia. No podía soportar pensar en ello.

Se levantó.

– De acuerdo, inspector, miraré mis correos electrónicos.

– Bien. Y puede llamarme en cualquier momento, señor Luttrell. A las cinco de la mañana. No me importa. -Los ojos del policía parecieron nublarse un momento-. Rob, comprendo de verdad por lo que está pasando. Créame. -Tosió y después continuó-. Cloncurry es un joven arrogante y un psicópata. Cree que es más listo que los demás. La gente como él no puede resistirse a burlarse de la policía con su inteligencia. Y así es como se les atrapa.

Apretó la mano del periodista. Había una determinación en el saludo del policía que, por lo que Rob pudo percibir, iba más allá del consuelo profesional, una cierta empatia. Y también pudo apreciar algo en su mirada: una clara pena, incluso dolor, en aquellos ojos de detective.

Rob le dio las gracias, luego se dio la vuelta y salió del edificio, caminando como un zombi hacia la parada. Fue en autobús hasta su casa, un diminuto apartamento do Islington. El trayecto fue extenuante. Mirara hacia donde mirara, veía niños: niñas pequeñas jugando con amigos, dando saltos por la acera, de compras con sus madres. Quiso seguir mirándolas por si acaso alguna de ellas era Lizzie. El olor de su pelo después de bañarla cuando era un bebé. Sus ojos azules y confiados. Volvió a sentir un maremoto de agonía por todo su cuerpo, enorme y aplastante.

Cuando llegó al apartamento, no hizo caso de sus maletas sin deshacer ni de la leche que se echaba a perder sobre la mesa de la cocina y fue directo a su ordenador portátil, lo enchufó a la pared, lo encendió y consultó su correo electrónico.

Nada. Volvió a mirar actualizando la pantalla. Aún nada.

Se dio una ducha, después empezó a vestirse y se detuvo. Deshizo una maleta, pero la dejó a medias. Trataba de no pensar en Lizzie y no lo consiguió; estaba muy enfadado y tenso. Pero lo único que podía hacer era seguir consultando su correo de forma ridicula e insistente.

Sin camisa y descalzo, volvió al ordenador y le dio al botón del ratón. Se estremeció. Allí estaba, enviado hacía diez minutos. Un correo de Jamie Cloncurry.

Rob leyó el título con miedo y esperanza. «Su hija».

¿Iba a ser una espantosa imagen de su cadáver? ¿Enterrada y muerta? ¿O iba a decir que estaba bien?

La tensión y la ansiedad le resultaron insoportables. Con fuertes sudores, Rob abrió el correo. No había fotografía; sólo texto. Comenzaba bastante lacónico: