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– Sí. -Sonrió-. Los homosexuales tienen un coeficiente intelectual diez puntos por encima de la media. Está claro que aquí participa un elemento genético. Un grupo de genes. Pero no estamos en absoluto seguros de su mecánica.

Forrester asintió. Echó un vistazo a algunos especímenes animales. Un tarro que contenía lampreas. El estómago gris pálido de un cisne.

– En cuanto al carácter hereditario del instinto homicida, pues… depende de cómo interactúen los genes -continuó Janice Edwards-. Entre sí y con lo que les rodea. Alguien que tenga ese rasgo puede, aun así, llevar una vida perfectamente normal si sus deseos no son catalizados ni provocados de algún modo.

– Pero… -Forrester estaba confuso-. ¿Cree que los instintos asesinos pueden heredarse?

– Pongamos por ejemplo la habilidad musical. Parece que es parcialmente hereditaria. Pensemos en la familia Bach, brillantes compositores a lo largo de varias generaciones. Por supuesto, el entorno desempeñó un papel importante, pero es seguro que los genes también tienen algo que ver. Así pues, si algo tan complejo como la composición musical es hereditario, entonces, sí, ¿por qué no un deseo tan primario como el de asesinar?

– ¿Y qué me dice de los sacrificios humanos? ¿Se puede heredar el deseo de hacer sacrificios humanos?

Ella frunció el ceño.

– No estoy segura de ello. Es un concepto algo extraño. Dígame los antecedentes.

Forrester le contó la historia de los Cloncurry. Una familia aristocrática con un historial de logros marciales, y algunos de sus miembros llevaron la agresividad hasta un morboso punto cercano al sacrificio humano. Y ahora habían engendrado a Jamie Cloncurry, un asesino que cometía sacrificios sin ninguna excusa ni motivo. Y lo que resultaba más extraño, parecía que la familia se sentía atraída por los lugares donde se llevaban a cabo sacrificios humanos. Vivían cerca de la mayor fosa de sacrificados de Francia y de los campos de batalla de la Gran Guerra masacrados por su atroz antepasado, el general Cloncurry.

Janice asentía pensativa.

– Interesante. Supongo que los asesinos regresan a menudo al escenario del crimen, ¿no? -Se encogió de hombros-. Pero es bastante extraño. ¿Por qué vivir allí, cerca de los campos de batalla? Podría ser una coincidencia. Quizá estén, en cierto modo, homenajeando a sus antepasados. Tendría que preguntárselo a un antropólogo.

Caminó a lo largo de la Galería de Cristal. Había dos chicas sentadas en el suelo con las piernas cruzadas y con cuadernos de dibujo en el regazo y pequeñas cajas de pintura a un lado. Estudiantes de arte, conjeturó Forrester. Una de las chicas era china. Miraba con los ojos entrecerrados y una gran concentración a cinco inquietantes fetos en conserva: quintillizos humanos deformados.

Janice Edwards se giró hacia Forrester.

– Lo que de verdad me parece es que se trata de una psicosis heredada y homicida que posiblemente se muestre en forma de sacrificios en ciertas situaciones.

– ¿Qué significa eso?

– Creo que una psicosis que predisponga a la violencia extrema puede ser heredada. ¿Cómo podría sobrevivir un rasgo así en términos darwinianos? Generalmente en la historia puede darse que la tendencia a una violencia monstruosa no sea siempre algo malo. Por ejemplo, si las ansias de matar y la brutalidad se canalizaran, podrían adaptarse.

– ¿Cómo?

– Si, por ejemplo, existiera una tradición militar en la familia. El vástago más violento podría ser enviado al ejército, donde su agresividad y sus ansias de matar serían una ventaja.

Siguieron caminando, dejando atrás a los estudiantes. Más adelante, en la misma galería, había una serie de diminutos fetos que mostraban el desarrollo del embrión desde las cuatro semanas hasta los seis meses. Estaban increíblemente bien conservados, flotando en su espacio de líquido claro como pequeños alienígenas en gravedad cero. Sus expresiones eran humanas desde una primera fase, haciendo muecas de dolor y gritando. En silencio.

Forrester tosió y miró su cuaderno.

– Entonces, Janice, si estos tipos tuvieran los genes del asesinato y el sadismo, ¿podrían haberlos tenido ocultos hasta ahora y ser debidos, por ejemplo, al historial imperialista de Gran Bretaña y a todas las guerras en las que hemos participado?

– Es muy posible. Pero hoy día dicho rasgo sería problemático. La agresividad intensa no tiene salida en una época de prohibiciones de tabaco y bombas inteligentes. A menudo, asesinamos mediante apoderados, si es que lo hacemos. Y ahora tenemos al joven Jamie Clon curry, que puede ser lo que llamamos una «celebridad genética». Lleva los genes sádicos de sus antepasados, pero del modo más monstruoso. ¿Qué puede hacer con ese talento además de asesinar? Comprendo su dilema, sin intención de parecer despiadada.

Forrester se quedó mirando un cerebro humano en conserva. Parecía una coliflor vieja y mustia. Leyó el letrero que lo acompañaba. El cerebro perteneció a Charles Babbage, «inventor de la computadora».

– ¿Y qué hay de la propensión al sacrificio? ¿Está segura de que no se podría, ya sabe, heredar como un rasgo?

– Quizá en tiempos históricos esta agrupación de genes podía conducir a alguien a cometer sacrificios humanos en una sociedad religiosa ya estructurada para acciones semejantes.

Forrester pensó en ello durante un momento. Después sacó un papel del bolsillo, una copia impresa del correo electrónico que habían enviado a Rob Luttrell. Se lo enseñó a Janice, quien le echó un rápido vistazo.

– Antisemitismo. Sí, sí. Este tipo de cosas es un síntoma muy común de la psicosis. Especialmente si la víctima es muy brillante. Los psicóticos más débiles simplemente piensan que hay alienígenas que viven en su tostadora, pero un hombre inteligente que se ha vuelto loco percibirá conductas y conspiraciones más misteriosas. Y el antisemitismo es un rasgo bastante habitual. ¿Recuerda al matemático John Nash?

– ¿El tipo de aquella película…, Una mente maravillosa?

– Uno de los matemáticos más importantes de su tiempo. Ganó el Nobel, creo. Era completamente esquizofrénico a los veinte y a los treinta años y un antisemita obsesivo. Pensaba que los judíos estaban por todas partes, adueñándose del mundo. Un alto índice de inteligencia no evita un grado de locura peligroso. El coeficiente intelectual de los líderes nazis era de alrededor de ciento treinta y ocho. Muy alto.

Forrester volvió a coger el papel y lo dobló, metiéndoselo de nuevo en el bolsillo. Tenía una última pregunta. Una apuesta muy arriesgada. Lo intentó.

– Tal vez pueda ayudarme en un último asunto. Cuando encontramos al pobre De Savary, había escrito una palabra, una única palabra en la primera página de un libro. El papel estaba empapado con manchas de sangre aspirada.

– ¿Cómo dice?

– Escribió con la boca. El bolígrafo lo tenía en la boca y él estaba expulsando sangre mientras escribía.

La doctora hizo un gesto de dolor.

– Es horrible.

Forrester asintió.

– No es de sorprender que la letra sea apenas legible.

– Ya…

– Pero la palabra parece ser «Undish».

– ¿Undish?

– Undish.

– No tengo ni idea de qué significa eso.

El inspector suspiró.

– He estado investigando y hay un grupo polaco de música death metal llamado Undish.

– Ah. Bien… Ahí tiene su respuesta, ¿no? ¿Estos cultos satánicos no están a menudo influenciados por esa horrible música de rock gótico o lo que sea?

– Sí -contestó Forrester. Janice se dirigía a la salida mientras pasaba por antiguos tablones oscuros manchados de venas diseccionadas. Él siguió hablando-: Pero ¿por qué iba a saber alguien como De Savary algo sobre un grupo de música death metal? Y, de todos modos, ¿por qué nos habla de él? Si tenía una última palabra que escribir cuando estaba sintiendo dolor por todo el cuerpo, ¿por qué precisamente ésa?