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La doctora Edwards miró su reloj.

– Lo siento. Tengo que irme. Tenemos otra reunión. -Sonrió-. Si lo desea, podemos tener otra sesión la semana que viene. Llame a mi secretaria.

Forrester se despidió y bajó las escaleras, dejando atrás los pedestales con sombríos y severos bustos de célebres hombres de la medicina. Después salió, con cierto alivio, a las calles soleadas de Bloomsbury. Su conversación con Janice le había dado algunas ideas fascinantes. Quería revisarlas. Ahora mismo. La expresión que había utilizado la doctora, «homenajear a sus antepasados», le dio que pensar. Y mucho. Le sonaba a algo que había en el artículo de Rob Luttrell en The Times. Algo sobre los ancestros. Y sobre dónde se elegía vivir.

Se dirigió a la estación de Holborn, tarareó canciones con impaciencia en el vagón del metro y se abrió paso a través de las calles comerciales de Victoria. Cuando llegó a Scotland Yard subió corriendo las escaleras y cerró de golpe la puerta de su despacho. Habría tirado al pasar la fotografía de su hija fallecida si no hubiera estado ya boca abajo sobre el escritorio.

Inmediatamente encendió su ordenador y buscó en Google «casa con antepasados enterrados».

Lo encontró. Había dado en el clavo. Su premio. Lo que él buscaba; lo que recordaba que se había mencionado en el artículo de The Times.

Canoyu y Catalhóyük. Dos antiguos yacimientos turcos cerca del templo de Gobekli Tepe.

El aspecto fundamental de estos lugares, para Forrester, era lo que había ocurrido debajo de las casas y edificios. Porque sus habitantes habían enterrado los huesos humanos de sus víctimas sacrificadas bajo sus casas. Por consiguiente, estas personas vivían, trabajaban, dormían, follaban, comían y hablaban justo encima de sus propias víctimas. Y, al parecer, esto sería así durante siglos; nuevos estratos de huesos y cadáveres humanos, después otro suelo y luego más huesos. Vivir sobre las víctimas sacrificadas de tus antepasados. En la Cámara de la Calavera.

Tomó un trago de agua de una botella de Evian. ¿Por qué querría alguien vivir cerca o incluso encima de sus propias víctimas? ¿Por qué tantos asesinos querían hacerlo? Miró por la ventana hacia el cielo soleado de Londres y pensó en el curioso eco de este hecho en tantos casos actuales de asesinato. Como el de Fred West en Inglaterra, que enterró a sus hijas asesinadas en el patio de atrás. O el de John Wayne Gacy en Indiana, que sepultó a docenas de chicos que había matado justo debajo de su propia casa. Siempre que aparecían asesinatos en serie, el primer lugar en el que se buscaban los cadáveres era en casa del asesino o bajo su suelo. Se trataba de un procedimiento habitual de la policía. Porque los asesinos ocultaban muy a menudo a sus víctimas en las cercanías.

Nunca antes le había dedicado Forrester la suficiente atención a este fenómeno, pero ahora que sí lo hacía se sentía sorprendido por su extrañeza. Existía claramente un profundo y puede que inconsciente deseo de vivir cerca o encima de las víctimas muertas, un deseo que podría decirse que ha existido en la humanidad desde hacía diez mil años. Y puede que fuera eso lo que estaba haciendo la familia Cloncurry, vivir sobre los cuerpos de sus propias víctimas: todos aquellos soldados asesinados por el Carnicero de Albert.

Sí.

Dio otro trago de la tibia Evian. ¿Y qué decir de la fosa? Puede que a la familia Cloncurry le gustara sentir también cierta afinidad por esas víctimas. Al fin y al cabo, las víctimas de la fosa de Ribemont eran célticos. Guerreros galos…

Forrester se incorporó en su asiento. Algo tiraba de sus pensamientos como un clavo suelto que se engancha en un hilo y descose un jersey. Célticos. Celtas. ¿Celtas? ¿De dónde procedían los Cloncurry? Decidió buscar «antepasados de Cloncurry».

En apenas dos minutos lo encontró. La familia Cloncurry descendía, por matrimonio, de una antigua familia irlandesa. Pero no de una familia irlandesa cualquiera. Sus antepasados eran… los Whaley.

La familia Cloncurry descendía de Buck y Burnchapel Whaley. ¡Los fundadores del Club del Fuego del Infierno!

Sonrió a la pantalla. Estaba en racha, eufórico. Sintió que sería capaz de descifrarlo todo. Había dado en el clavo y marcado todos los goles. Ahora podría resolver aquel maldito asunto. Allí y ahora. Justo allí, en su mesa.

Entonces, ¿dónde podría estar la banda? ¿Dónde podrían esconderse? Durante mucho tiempo, Boijer y él junto con el resto de la brigada habían supuesto que aquellos asesinos estaban saliendo y entrando de Gran Bretaña sin ser vistos, yéndose a Italia o Francia, en un avión privado o quizá en barco. Pero puede que él y Boijer estuvieran buscando en el lugar equivocado. El hecho de que algunos miembros de la banda fueran italianos o franceses no significaba que viajaran a esos países. Quizá estuvieran en otro, pero podrían encontrarse en el único sitio donde no se necesitara pasaporte para salir de Gran Bretaña. Forrester levantó la vista. Boijer estaba entrando por la puerta.

– ¡Amigo finlandés!

– ¿Señor?

– Creo que ya lo sé.

– ¿Qué?

– Dónde se esconden, Boijer. Creo que sé dónde se esconden.

40

Rob estaba sentado en su apartamento mirando el vídeo de forma obsesiva. Cloncurry se lo había enviado tres días antes por correo electrónico.

Las imágenes mostraban a su hija y a Christine en una pequeña habitación vacía. La boca de Lizzie estaba amordazada. Y también la de Christine. Estaban atadas con fuerza a unas sillas de madera.

Y eso es todo lo que mostraban de ellas. Llevaban ropa limpia. No parecían estar heridas. Pero las fuertes mordazas de cuero alrededor de sus bocas y el terror reflejado en sus ojos hacía que el vídeo fuera para Rob casi imposible de mirar fijamente.

Lo veía cada diez o quince minutos. Lo miraba una y otra vez y luego caminaba por el apartamento, en ropa interior, sin afeitar, sin ducharse, aturdido por la desesperación. Parecía un viejo y desquiciado eremita en el Desierto de la Angustia. Trató de comerse una tostada y la dejó. No había tomado una comida decente desde hacía tiempo, aparte del desayuno que su mujer le había preparado unos días atrás.

Había ido a casa de Sally para hablar del destino de su hija y Sally, generosa, le había preparado unos huevos con beicon y, por primera vez en mucho tiempo, Rob había sentido hambre y se había comido la mitad de aquel plato, pero entonces Sally comenzó a llorar. Así que Rob se levantó para consolarla con un abrazo. Pero fue todavía peor. Ella se apartó y le dijo que todo aquello era culpa de él. Le gritó, le chilló y le dio una bofetada y luego un puñetazo en el estómago mientras se agitaba a uno y otro lado. Él recibió los golpes con tranquilidad porque pensaba que ella estaba en lo cierto. Tenía razón al estar enfadada. Él las había conducido a esa situación. Su incesante búsqueda de la historia, su deseo egoísta de fama periodística, su absurda negación del peligro cada vez mayor. El simple hecho de que él no estuviera en el país para proteger a Lizzie. Todo eso.

El torrente de culpa y el odio que Rob sentía por sí mismo casi le hizo sentirse bien en aquel momento. Al menos, aquello era real; una emoción auténtica y mordaz. Algo que atravesara la desesperación extrañamente insensible que notaba casi todo el tiempo.

Su única conexión con la lucidez era el teléfono. Rob se pasaba horas mirándolo taciturno, deseando que sonara. Y el teléfono sonó muchas veces. Algunas de ellas recibió llamadas de amigos, otras de compañeros de trabajo, y también de Isobel desde Turquía. Todos los que llamaban trataban de ayudar, pero Rob estaba impaciente por la única llamada que esperaba: la de la policía.

Él ya sabía que tenían una pista prometedora. Forrester le había llamado hacía cuatro días para decirle que ahora creían que la banda estaba posiblemente en algún lugar cerca de Montpelier House, al sur de Dublín. El origen del Club del Fuego del Infierno. El detective le había explicado el camino que había llevado a Scotland Yard a esa conclusión: cómo seguramente los asesinos salían y entraban del país gracias a su destreza para desaparecer por completo sin que fueran localizados por la policía de aduanas ni por los controles de pasaportes. Eso significaba que debían de huir a un país extranjero para el que no se necesitara pasar por esos controles al salir del Reino Unido.