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Rob se sentó en su apartamento, sudando.

Cloncurry se acercó a la cámara.

– Por ejemplo, hay un precioso rito que tenían los celtas. Empalaban a sus víctimas. Especialmente a las mujeres jóvenes. Primero las desnudaban y luego las llevaban a un campo, las subían a una afilada estaca de madera y les separaban las piernas, y luego… Bueno, luego simplemente tiraban de ellas hacia abajo, sobre la estaca. Las empalaban. A través de la vagina. O quizá del ano. -Cloncurry bostezó y luego continuó-: De verdad que no quiero hacerle eso a su encantadora novia, Rob. O sea, si le metiera una lanza por el coño, simplemente sangraría por toda la alfombra. Y luego tendríamos que comprar un buen limpiador de alfombras. ¡Ése es un gasto innecesario! -Volvió a sonreír-. Así que, déme el jodido Libro Negro. La mierda de Tom Whaley. Las cosas que usted encontró en Lalesh. Entreguemelas. Ya.

La cámara se tambaleó un poco. Cloncurry alargó la mano y la estabilizó. Luego volvió a dirigirse directamente a él.

– Y en lo que respecta al sacrificio infantil de la pequeña Lizzie que anda por aquí…, veamos…

Se levantó y se acercó a la silla de la niña. Con gestos de mago, Cloncurry le quitó la capucha. Lizzie miró aterrorizada a la cámara, con la mordaza de cuero atada con fuerza alrededor de su boca.

Cloncurry acarició el pelo de la pequeña.

– Hay muchas formas y sólo una pequeña niña. ¿Cuál quiere que elija? Los incas subían a los niños a las montañas y los mataban de frío. Pero eso es muy lento, creo. Bastante… aburrido. Pero ¿qué me dice de los más refinados métodos aztecas? Puede que haya oído hablar, por ejemplo, del dios Tlaloc. -Se movió alrededor de la silla de

Lizzie-. Para ser del todo honestos, el dios Tlaloc era un poco cabrón, Rob. Quería saciar su sed con lágrimas humanas. Así que los sacerdotes aztecas tenían que obligar a los niños a llorar. Y lo hacían arrancándoles las uñas de los dedos. Muy despacio. Una a una.

Cloncurry liberó una de las manos de Lizzie; Rob vio que la mano de su hija temblaba de miedo.

– Sí, Rob, arrancaban las uñas y luego cortaban pequeños dedos como éstos -dijo, acariciando sus dedos-. Y, claro, eso hacía que los niños lloraran, por sus uñas arrancadas. Y después de hacerlo, los aztecas recogían las lágrimas de los llorosos niños y ofrecían el líquido a Tlaloc. Luego los pequeños eran decapitados.

Cloncurry sonrió. Volvió a atar con brusquedad la mano de Lizzie al brazo de la silla.

– Y bien, eso es lo que puede que haga, Rob. Quizá siga el antiguo método azteca. Pero, en realidad, creo que usted debería intentar disuadirme. No me obligue a arrancarle las uñas, a cortarle los dedos y luego la cabeza. Pero si me veo obligado por su obstinación a hacer cualquiera de estas cosas, me aseguraré de enviarle las lágrimas de la niña en un pequeño bote de plástico. Así que manos a la obra. En marcha. A trabajar. -Sonrió-. ¡Zas, zas!

El asesino se inclinó hacia delante buscando el botón. El vídeo se detuvo; la imagen se congeló.

Rob se quedó mirando el silencioso ordenador durante diez minutos después de aquello. A la última imagen congelada de la media sonrisa de Cloncurry. Sus pómulos altos, sus brillantes ojos verdes y su pelo negro. Sentadas en la habitación detrás de él estaban su hija y su novia, atadas a las sillas, esperando ser empaladas, mutiladas y asesinadas. A Rob no le cabía duda alguna de que Cloncurry sería capaz de hacerlo. Había leído el informe del asesinato de De Savary.

Pasó el día siguiente con Sally. Y después recibió otro correo electrónico. Con otro vídeo. Y éste era tan monstruoso que Rob vomitó mientras lo veía.

41

En cuanto recibió el nuevo correo con el vídeo, Rob se dirigió a Scotland Yard, al despacho de Forrester. No se molestó en llamar previamente por teléfono, ni de enviar un mensaje o un correo electrónico. Se limpió el vómito de la boca, se lavó la cara con agua fría y después tomó un taxi.

De camino a Victoria miró a la gente feliz. De compras, paseando, subiendo y bajando de los autobuses. Era difícil conciliar la normalidad de la escena callejera con la obscenidad de lo que Rob acababa de presenciar en el vídeo.

Trató de no pensar en ello. Tenía que controlar su rabia. Todavía podían salvar a su hija; aunque fuera demasiado tarde para Christine. Se sentó en el asiento de atrás del taxi y sintió ganas de lanzarse por la ventanilla del coche, pero no iba a perder el control. Todavía no. Lo que haría, si tenía alguna vez la oportunidad, sería matar salvajemente a Cloncurry. Y no sólo matarle con un cuchillo o un hacha. Rob iba a atizar a Cloncurry en la cabeza, hacerle pedazos la parte posterior del cráneo hasta que el cerebro le saliera por los ojos. No, peor aún, lo quemaría despacio con ácido, le destrozaría esa cara bonita. Lo que fuera. Lo que fuera. Lo que fuera. Lo que fuera. LO QUE FUERA. LO QUE FUERA.

Rob quería devolvérsela por lo que acababa de ver que Cloncurry le hacía a Christine en el vídeo. Quería venganza homicida. Ya.

El taxi se detuvo en el atrio de cristal y acero de New Scotland Yard. Rob pagó al conductor dando un fuerte gruñido y entró por las puertas de cristal. Las chicas de la recepción trataron de detenerlo, pero él las miró con tanta rabia que no supieron qué hacer; después Boijer lo vio en el vestíbulo.

– Hay algo que tienen que ver -le dijo Rob.

El finlandés esbozó una sonrisa, pero Rob no le correspondió. La expresión del policía se ensombreció. A cambio, el periodista frunció el ceño.

El trayecto en el ascensor transcurrió en silencio. Pasaron al corredor de Forrester. Boijer llamó a la puerta de su superior, pero Rob entró empujándola. Forrester, que estaba bebiendo de una taza de té y mirando sus archivos, dio un brinco, sobresaltado, al ver que el periodista se introducía en el despacho y se sentaba en la silla que había junto a la de Forrester.

– Mire este correo. Enviado por Cloncurry -dijo Rob, directamente al grano.

– Pero ¿por qué no nos ha llamado? Podríamos…

– Mírelo.

Con una mirada de preocupación a Boijer, Forrester se acercó a la pantalla y abrió un buscador. Fue al correo electrónico de Rob; éste le dio la contraseña.

– Ahí -le señaló Rob-. No es más que un enlace para un vídeo. Ábralo.

Forrester hizo clic y el vídeo se puso en marcha mostrando la misma escena de antes. Christine y Lizzie atadas a una silla. La misma ropa, las mismas capuchas, una habitación vacía como la última. Difícil de explicar.

– Ya lo he visto -dijo Forrester-. Estamos trabajando en ello, Rob. Creemos que les cubre la cabeza para que no puedan hacerle señas a usted con los ojos ni enviarle mensajes. Hay personas que pueden hacer esas cosas, enviar señales mediante guiños. De todos modos, quería mencionarle algo.

– Inspector.

– He estado haciendo averiguaciones sobre la familia Cloncurry y la familia Whaley, sobre sus antepasados. Es un nuevo punto de vista y…

– ¡Inspector! -Rob estaba lleno de rabia justificada. Y de dolor-. Quiero que cierre el pico. Limítese a ver el vídeo.

A la izquierda de la pantalla apareció una figura. Era Cloncurry. Llevaba una gran cacerola, una enorme sartén gris de metal llena de agua humeante. Dejó en el suelo el recipiente y después desapareció de nuevo de la pantalla. Christine y Lizzie estaban allí sentadas con sus horribles capuchas negras, presumiblemente ajenas a lo que ocurría, sin saber lo que estaba haciendo Cloncurry.

El asesino volvió con una especie de trípode de metal y un hornillo de gas que ya despedía una ardiente llama azul. Colocó el trípode delante de Christine y puso el hornillo entre las patas de la base metálica; luego cogió del suelo el recipiente con agua humeante y lo puso encima. Con la llama ardiendo justo debajo de ella, el agua comenzó a burbujerar, a hervir.