Aparentemente satisfecho, Cloncurry se giró hacia la cámara.
– Los suecos son únicos, ¿verdad, Rob? Piense en su cocina: sándwiches abiertos, gravadlax, todos esos platos con arenques. ¡Y ahora esto! En fin, ya estamos listos. Espero que aprecie el gasto que hemos hecho, Robert. Esta cacerola costó cincuenta libras. Quizá me la lleve luego y la cambie por una rejilla para tostadas. -Apartó la vista de la cámara-. Bien. Así que… Chicos, ¿alguien tiene el cuchillo? -Lo buscó fuera de cámara-. A ver. ¿Un cuchillo grande para cortar personas? Sí. Ése es. Muchas gracias.
Agarrando el cuchillo que le daba un ayudante invisible, Cloncurry lo inclinó en su mano y pasó un dedo por el filo.
– Perfecto.
Ahora volvía a mirar a la cámara.
– Por supuesto, no estoy hablando de los suecos modernos, Rob. No. No me refiero a las sillas de comedor de Ikea. Ni a los coches Volvo ni a los Saab ni a las pistas de tenis cubiertas. -Cloncurry se rió-. Me refiero a los suecos de antes de que nos volvieran gays a todos. A los suecos de verdad. Los medievales. Los bárbaros de pelo largo que sabían cómo tratar de verdad a sus víctimas, que saben cómo hacer sacrificios… A Odín. Y a Thor. Ya sabe. Porque eso es lo que vamos a hacer de una forma muy especial. Esta mañana todos vamos a ser suecos. Sacrificio sueco a la antigua usanza. El hervido de las tripas. -El cuchillo brillaba en el aire-. Vamos a abrir a tus chicas y a hervirles los órganos vitales, vivos, en este recipiente grande y viejo de aquí. Pero ¿a cuál sacrificamos? ¿Cuál prefiere? -Parpadeó-. ¿A cuál? ¿A la pequeña o a la grande? ¿Eh? Creo que quizá deberíamos dejar lo mejor para el final, ¿no? Y por mucho que usted quiera a la preciosa Christine con esa adorable marca de nacimiento cerca del pezón, sí, ésa, imagino que se siente más unido a su hija. Así que creo que deberíamos dejar a la niña para un ritual diferente, más tarde, quizá mañana, y en lugar de ella cortar a la francesa. Al fin y al cabo, tiene una barriguita muy bonita. ¿Abrimos en dos a su amiga? Sí, creo que sí.
El asesino se acercó a la figura encapuchada de Christine. Estaba retorciéndose y arqueándose para quitarse las ataduras, sin conseguirlo. Rob pudo ver cómo la capucha se inflaba y desinflaba mientras ella jadeaba asustada bajo su sudario.
Cloncurry le levantó el jersey unos cuantos centímetros y Christine se apartó.
– Vaya. No parece muy dispuesta, ¿no? Lo único que voy a hacer es sacarle los intestinos y el estómago y puede que la vejiga para hervirlos lentamente en esta cacerola y muera durante treinta minutos o más. Cualquiera diría que está en el dentista. ¿Qué tiene esto de malo, Christine?
En la fétida tensión del despacho, Forrester se acercó y apagó el vídeo.
Rob dio un grito.
– ¡No! Véalo. Yo he tenido que verlo, joder. ¡Véalo!
Forrester se volvió a sentar. Rob vio un destello de lágrimas en los ojos del policía. No le importó. Tenía que verlo. Ahora tenían que verlo ellos.
Y eso hicieron.
El primer movimiento de corte de Cloncurry fue rápido. Con la facilidad de un profesional, como si fuera un carnicero experimentado, Cloncurry clavó el cuchillo en el estómago desnudo de Christine y rasgó con la hoja hacia el lateral. La sangre se deslizaba por la hoja cayendo sobre el regazo de la arqueóloga. Se oyó un gemido con claridad a pesar de la mordaza y la capucha que amortiguaban la voz. La sangre caía despacio y el color rosado y rojo de los órganos internos comenzaba a rezumar y salir por el tajo horizontal, como las cabezas con manchas rosas de extraños bebés.
– Miren esto -dijo Cloncurry, abriendo con fuerza la enorme herida para tratar de ver el interior-. ¿Quién es esa que empuja hacia delante? ¿La señora útero? Venga, chica, deja paso a los demás.
El asesino dejó caer el cuchillo e introdujo las manos en el interior de la raja del estómago de Christine. Rob no pudo evitar ver lo pálido que era el vientre de Christine. Su bronceado había desaparecido durante su encarcelamiento. La piel parecía casi blanca. Pero esa blancura se iba tiñendo por el color de la sangre que caía despacio. Y los gemidos aumentaron convirtiéndose en quejidos de dolor mientras Cloncurry sacaba con suavidad sus intestinos: rollos de color gris pastel y azul grasiento, como obscenas ristras de salchichas crudas.
Con cuidado, Cloncurry extrajo más órganos de Christine aún unidos a su cuerpo por venas, arterias y músculos y ganglios de color gris blanquecino. Luego llevó el enorme puñado de tripas hasta el recipiente y dejó caer los órganos dentro del agua humeante con un sonido sordo.
Christine se retorció.
– Mire lo listos que eran esos suecos. Se pueden extraer los órganos más bajos, pero la víctima sigue viva. Porque continúa unida a los órganos más importantes, así que sigue metabolizando. Así ella también va a hervirse hasta morir. -Cloncurry sonreía de satisfacción-. Oye, ¿echamos un poco de pimienta? Démosle picante. Un estupendo estofado de novia.
La voz amortiguada de Christine era un extraño, insistente y gimoteante quejido de dolor. Suavizado por la mordaza y la capucha, Rob jamás había oído un sonido semejante.
Cloncurry había cogido una enorme cuchara de madera de algún sitio para remover las tripas de Christine en la cacerola. Estuvo removiendo durante unos cuantos tensos minutos interrumpidos por los quejidos angustiados de la víctima. Cloncurry suspiraba de desesperación.
– Dios mío. Es un poco protestona, ¿no? No gemía así cuando me la follaba. ¿Crees que le gusta? ¿Eh? -Sonrió-. Ya sé. ¡Vamos a levantarle el ánimo con una buena canción sueca! -Cloncurry comenzó a tararear y después a cantar-. Mamma mia, no me dejes ir, cariño, ¿cómo podría olvidarte? Sí, me quedé con el corazón destrozado, triste desde el día en que nos separamos9, ¡pero ahora me has metido en una olla a presión!
Dejó de cantar. Los quejidos se convirtieron en un leve murmullo y luego prácticamente en un gimoteo. Cloncurry removió otra vez el interior del recipiente.
– Ánimo, Christine, ya no queda mucho para el final. Creo que la salsa se está espesando. -Sonrió-. Mira, ¿qué es esto de aquí? ¡Mira esto! El señor riñón.
Cloncurry se giró a la cámara y levantó la cuchara de madera. Sostenido en la cuchara estaba uno de los ríñones marrón oscuro de la chica cubierto de venas y arterias, como espaguetis de color rojo sangre.
Forrester bajó la mirada al suelo.
– Eso es todo -dijo Rob-. El vídeo termina más o menos ahí. Christine se desploma. Ella simplemente… muere.
Boijer se acercó y cerró el correo electrónico. Después se giró hacia Rob. No dijo nada, pero sus ojos estaban claramente húmedos.
Durante un rato, los tres hombres se quedaron sentados en aquella habitación. Casi incapaces de articular palabra. Rob se encogió de hombros, desolado, mirando a los policías; y se levantó para irse.
Entonces sonó el teléfono.
Forrester respondió. Sus ojos se cruzaron con los de Rob al otro lado de la habitación mientras hablaba en voz baja por el auricular. Finalmente el detective colgó.
– Puede que sea demasiado tarde para… para Christine. Pero aún podemos salvar a su hija.
Rob le miró fijamente desde la puerta abierta.
Forrester asintió gravemente.
– Era la Gardai. De Irlanda. Han encontrado a la banda.
42
Forrester y Rob se reunieron en el aeropuerto de Dublín. El policía iba acompañado de varios oficiales irlandeses que llevaban gorras con la insignia de una estrella dorada.
Conversaron un poco. Forrester y la policía irlandesa condujeron a Rob a través de la sala de llegadas hasta el ventoso aparcamiento; subieron a un monovolumen sin decir nada.