Fue Rob quien rompió aquel sombrío y aterrador silencio.
– ¿Está aquí mi ex mujer?
Forrester hizo un gesto de asentimiento.
– Llegó en un avión una hora antes que usted. Está en el lugar de los hechos.
– Era el último asiento de ese vuelo -dijo Rob. Sintió la necesidad de explicarse. Ahora se sentía culpable a todas horas. Culpable por la muerte de Christine. Culpable por la inminente suerte de Lizzie. Culpable por su propia estupidez letal-. Así que… -dijo, tratando de controlar sus emociones-. Yo tomé el siguiente vuelo. Dejé que ella viniera primero.
Todos los policías asintieron. Rob no sabía qué más decir. Suspiró y se mordió los nudillos tratando de no pensar en Christine. Entonces levantó la mirada y les habló a Forrester y a Boijer sobre Isobel y sus intentos de encontrar el Libro Negro. Les contó que no había tenido noticias de ella desde hacía algo más de un día y que no conseguía ponerse en contacto con ella por teléfono; pero que ese silencio podía significar que estaba cerca de su objetivo. Allí en el desierto, sin cobertura.
Los policías se encogieron de hombros como si trataran de mostrarse impresionados, pero no lo consiguieron. Rob no podía culparlos. Parecía una posibilidad remota y bastante vaga, y muy lejana, comparada con la realidad de la fría y lluviosa Irlanda, de una banda de asesinos acorralada, un cadáver destripado y una niña a punto de ser descuartizada.
– ¿Y cuáles son las últimas noticias…? -preguntó finalmente.
El oficial superior irlandés se presentó. Tenía el pelo canoso y un rostro serio de mentón firme.
– Detective Liam Dooley.
Se dieron un apretón de manos.
– Hemos estado vigilándolos. Es obvio que no podemos entrar por las buenas. Es un grupo de tipos muy armado. Han asesinado a… la mujer…, su amiga. Lo siento. Pero la niña sigue viva y queremos salvarla. Lo haremos. Pero debemos tener cuidado.
– Sí -contestó Rob. Estaban atascados en el tráfico de las ajetreadas carreteras de circunvalación de Dublín. Miró por las ventanillas salpicadas de lluvia del vehículo.
Dooley se inclinó hacia delante y tocó el hombro del policía que iba conduciendo. Éste encendió la sirena y el monovolumen de la Gardai se abrió camino entre el tráfico, que se apartaba para dejar pasar el vehículo policial.
– Y bien -dijo Dooley, elevando la voz para hacerse oír por encima del ruido de la sirena-, estoy seguro de que el inspector Forrester ya le ha puesto al corriente, pero ahora se trata del escenario de los hechos. Hemos arrestado a uno de ellos, al italiano.
– Marsinelli -interrumpió Forrester.
– Sí, ése. Marsinelli. Lo arrestamos ayer. Por supuesto, eso alertó al resto de la banda. Saben que los estamos rodeando y van fuertemente armados.
Rob asintió y suspiró. Luego sucumbió a sus sentimientos y se dejó caer hacia delante dándose fuerte con la cabeza en el asiento de delante. Pensaba en Christine. En el modo en que debió de oír sus propios órganos hirviendo…
Forrester puso una mano traquilizadora sobre su hombro.
– Los arrestaremos, no se preocupe, Rob. Los de la Gardai saben lo que hacen. Se enfrentaron al terrorismo irlandés durante treinta años. Sacaremos a Lizzie de allí.
Rob emitió un gruñido. No sólo se sentía triste y asustado, también tenía un resentimiento cada vez mayor hacia la policía. Habían arrestado sólo a uno de los miembros de la banda y su hija seguía en el interior de la casa de campo, aún en manos de Cloncurry. Y Christine ya estaba muerta. Los policías irlandeses la estaban fastidiando.
– Entonces, ¿qué me está diciendo? -preguntó-. ¿Que están en un punto muerto? Tienen el lugar rodeado de forma que no pueden salir, pero ustedes tampoco pueden entrar por si le hacen algo a mi hija. ¡Pero él ya ha asesinado a mi novia! Y ya sabemos que ha matado antes. Entonces, ¿cómo sabemos que no está matando a Lizzie ahora mismo? ¿Justo en este jodido momento?
Dooley negó con la cabeza.
– Sabemos que su hija está bien porque estamos hablando con Cloncurry en todo momento.
– ¿Cómo?
– Por la webcam. Tiene otra instalada que es transmisora y receptora. Hemos visto a su hija y está bien. No ha sido herida. Está atada. Igual que antes.
Rob miró a Forrester buscando confirmación. El inspector asintió.
– Cloncurry divaga mucho. Puede que esté drogado.
– Pero ¿qué pasa si se espabila de repente?
Hubo un pesado silencio en el automóvil. Habían apagado la sirena. Nadie dijo nada.
– Por alguna razón parece decidido a sacar algo de usted -dijo Dooley-. Quiere ese Libro Negro o lo que quiera que sea. Insiste mucho en ello. Creemos que está convencido de que usted lo tiene. No matará a su hija mientras lo crea.
Rob no podía entender esa lógica. No podía entender nada.
Salieron de la autovía dejando atrás los últimos suburbios de Du blín y avanzaron a toda velocidad por carreteras comarcales dirigiéndose hacia las verdes y frondosas colinas. Granjas pintadas de blanco salpicaban los campos. En una señal se leía: montañas de WICKLOW. CINCO KM. Seguía lloviznando.
– Y por supuesto, si detectamos alguna señal de que vaya a hacer daño a su hija -continuó Dooley con calma-, entraremos, sea cual sea el riesgo. Tenemos policías de la Gardai armados por todos los alrededores. Lo prometo.
Rob cerró los ojos. Pudo imaginarse la escena: la policía entrando rápidamente, el tumulto y el caos. Y Cloncurry sonriendo en silencio mientras degollaba a su hija con un cuchillo de cocina o le disparaba en la sien justo antes de la que policía tire abajo la puerta. ¿Qué iba a detenerlo? ¿Por qué un lunático como Jamie Cloncurry iba a mantener con vida a su hija? Pero quizá la policía tuviera razón. Cloncurry debía estar desesperado por encontrar el Libro Negro. Eso es lo que Isobel había conjeturado. Y aquel asesino debía de haber creído a Rob ruando dijo que podría encontrarlo. De otro modo, ya habría matado a Lizzie igual que a Christine.
El problema era que Rob no tenía ni idea de dónde estaba el libro. Y a menos que Isobel apareciera con algo, rápidamente, este hecho quedaría pronto patente. ¿Y entonces qué? Cuando Cloncurry supiera que Rob no tenía nada, ¿qué pasaría? No necesitaba imaginárselo. Cuando eso ocurriera, Cloncurry haría lo que ha hecho tantas veces: matar a su víctima. Conseguir esa lúgubre y macabra satisfacción y acallar esa voz ansiosa de sangre que gritaba en su interior. Aplacaría sus demonios de Whaley y mataría con enorme crueldad.
Rob miró hacia el paisaje verde y empapado. Vio otra señal se mioculta por las ramas de un roble. BOSQUE del FUEGO DEL INFIERNO.
PROPIEDAD DEL CONSEJO FORESTAL IRLANDÉS, COILLTE. Casi habían llegado.
Había estudiado la historia del lugar en el tren hasta el aeropuerto de Stansted, simplemente por hacer algo, para distraerse de sus horribles pensamientos. En la cima de una colina cerca de allí había un antiguo refugio de caza de piedra: Montpelier House. Construido sobre una cumbre también adornada por un círculo de piedra del Neolítico. Montpelier era conocido por estar embrujado. Se trataba de un lugar celebrado por ocultistas, chicos que iban allí a beber sidra e historiadores de la zona. El refugio era uno de los principales lugares donde los miembros del Fuego del Infierno irlandés se reunían para beber su scultheen , quemar gatos negros y jugar al whist con el diablo.
Mucho de lo que ocurrió en aquella casa era, por lo que Rob sabía, leyenda y mito. Pero los rumores de asesinato no fueron del todo refutados. Una casa en el valle debajo de Montpelier había sido también utilizada, según la leyenda, por los miembros del Club del Fuego del Infierno: Buck Egan, Jerusalem Whaley, Jack St Leger y el resto de los sádicos del siglo XVIII.
La llamaban Killakee House. Y durante las obras de rehabilitación del edificio, hacía varias décadas, habían desenterrado el esqueleto de un niño o un enano junto a una pequeña estatua de latón de un demonio.