Uno de ellos dio un paso al frente cuando Forrester se acercó.
– Detective, ¿es cierto que a la víctima le han cortado la lengua?
Forrester se giró y le dedicó una sonrisa insípida sin decir nada.
La periodista, una chica joven y guapa, volvió a intentarlo.
– ¿Se trata de alguna especie de caso de neonazis?
Esta vez, Forrester se detuvo. Se dio la vuelta y miró a la chica.
– La rueda de prensa será mañana.
Era mentira, pero serviría. Girándose de nuevo hacia la casa, pnsó por debajo de la cinta y enseñó su placa. El agente uniformado abrió la puerta y Forrester sintió de inmediato el penetrante olor a productos químicos de los forenses que estaban trabajando. Líquidos esparcidos en busca de huellas. Radiofrecuencias emitidas por toda la casa. Silicona y pegamento. Se dirigió hacia el otro extremo del noble vestíbulo decorado al estilo georgiano con sus retratos de Benjamin Franklin, y bajó por la estrecha escalera que conducía al sótano.
La bodega era un escenario lleno de actividad. Dos chicas forenses con trajes de papel y mascarillas estaban trabajando en un rincón. Las manchas de sangre del suelo eran intensas, pegajosas y oscuras. El sargento de policía Boijer lo saludó desde el otro extremo de la habitación. Forrester le sonrió.
– Estaban cavando aquí -le explicó el sargento. Forrester se dio cuenta de que Boijer acababa de cortarse su pelo rubio, y en una peluquería cara.
– ¿Para qué cavaban?
El sargento se encogió de hombros.
– No tengo ni idea, señor. -Pasó una mano por encima de las losas rotas-. Pero estuvieron buscando mucho tiempo. Debieron de tardar un par de horas en quitar toda esa mierda y cavar tan profundamente.
Forrester se inclinó para examinar el desordenado suelo y el profundo y húmedo agujero.
Boijer siguió hablando detrás de éclass="underline"
– ¿Ha visto al conserje?
– Sí. Pobre hombre.
– El médico me dijo que trataron de matarlo. Lentamente.
Forrester contestó sin darse la vuelta.
– Creo que le estaban desangrando vivo. Si no hubiera saltado la alarma del coche y no hubiera tenido la suerte de que aquel joven entrara, habría muerto desangrado.
Boijer asintió.
Forrester se incorporó.
– Así que es un intento de asesinato. Es mejor decírselo a Al dridge. Querrá un agente superior del servicio de inteligencia y todo lo demás. Montar un centro de operaciones.
– ¿Y las cicatrices del pecho?
– ¿Perdón?
Forrester se giró. Boijer hizo una mueca de dolor mientras sostenía una fotografía.
– ¿No ha visto esto? -Le entregó la foto-. El médico sacó una fotografía de las cicatrices en el pecho del tipo. La envió por correo electrónico a la comisaría esta mañana, no he tenido oportunidad de enseñársela antes.
Forrester la miró. El blanquecino pecho del conserje estaba ante la cámara, blando y vulnerable. Grabada en la piel sangrienta había una estrella de David. Era inconfundible. La carne había sido seccionada con crudeza, pero la marca era claramente visible. Dos triángulos yuxtapuestos. Una estrella de David judía. Grabada en la carne viva y en la sangre.
5
¿Así que éstos son los relieves, los nuevos que ha mencionado en el artículo?
– Ja.
Rob estaba en mitad de la excavación, junto a Breitner. Los dos se encontraban al lado de un foso, con la mirada dirigida hacia un círculo de piedras altas en forma de T dentro del recinto que tenían más abajo. Aquéllos eran los megalitos. Alrededor de todos ellos, la excavación iba avanzando con celeridad. Unos trabajadores turcos cepillaban y sacaban paladas de tierra, bajando por las escalerillas y transportando carretillas de escombros por las pasarelas. El sol calentaba.
Aquellas excavaciones eran extrañas, y aun así le resultaban familiares, porque Rob las había visto en las fotografías del periódico. Había una piedra con relieves de leones y unos cuantos pájaros deteriorados; tal vez patos. La siguiente piedra mostraba algo parecido a un escorpión. Casi la mitad de los megalitos tenían relieves similares, muchos de ellos muy erosionados, otros no. Rob sacó algunas fotografías con la cámara de su móvil y después garabateó unas notas en su libreta, dibujando lo mejor que supo la extraña forma de T de los megalitos.
– Pero, por supuesto -dijo Breitner-, eso no es todo. Komm.
Caminaron por un lado del foso hasta otra zona que estaba a un nivel inferior. En ese recinto había tres pilares más de color ocre rodeados por un muro hecho de ladrillos de adobe. Restos de lo que parecían baldosas centelleaban en el suelo entre los pilares. Una chica alemana y rubia saludó a Rob con un Guten Tag al pasar por su lado; llevaba una bolsa pequeña de plástico traslúcido llena de diminutos pedernales.
– Tenemos aquí a muchos estudiantes de Heidelberg.
– ¿Y el resto de los trabajadores?
– Todos kurdos. -Los risueños ojos de Breitner se nublaron por un momento detrás de sus gafas-. Por supuesto, también tengo otros expertos aquí. -Sacó un pañuelo y se secó el sudor de la calva-. Y ésta es Christine…
Rob se giró. Acercándose a él desde la tienda que hacía de oficina había una pequeña pero decidida figura con pantalones de color caqui y una camisa increíblemente blanca y limpia. El resto de las personas de la excavación estaban cubiertas del omnipresente polvo beis de las aparentemente agotadas lomas de Gobekli Tepe. Pero no ésta arqueóloga. Rob se sintió tenso, como siempre que le presentaban a una joven atractiva.
– Christine Meyer. ¡Mi chica de los esqueletos!
La mujer pequeña y de cabello oscuro tendió su mano.
– Osteoarqueóloga. Me dedico a la antropología biológica. Restos humanos y cosas así. Aunque todavía no hayamos encontrado nada de esa naturaleza.
Rob detectó un acento francés. Como si hubiera adivinado los pensamientos de Rob, Breitner intervino.
– Christine estuvo en Cambridge como ayudante de Isobel Previn, aunque es de París. Somos muy internacionales aquí…
– Sí, soy francesa. Pero viví muchos años en Inglaterra.
Rob sonrió.
– Yo soy Rob Luttrell. Compartimos algo. Quiero decir, soy estadounidense, pero he vivido en Londres desde los diez años.
– ¡Está aquí para escribir sobre Gobekli! -se rió Breitner-. Así que voy a enseñarle el lobo.
– El cocodrilo -lo corrigió Christine.
Breitner soltó una carcajada y después se dio la vuelta y siguió caminando. Rob miró a los dos científicos confundido. Breitner le hizo una señal con la mano para que le siguiera.
– Komm. Se lo enseñaré.
Dieron otro paseo alrededor de varias zanjas y montones de escombros. Rob miró a su alrededor. Había megalitos por todas partes. Algunos seguían a medio enterrar. Otros estaban inclinados formando ángulos peligrosos.
– Es mucho más grande de lo que esperaba… -murmuró.
El estrecho camino les obligaba a caminar en fila india. Detrás de Rob, Christine respondió:
– El GPR y el electromagnetismo dan a entender que quizá haya otras doscientas cincuenta piedras enterradas bajo las colinas. Puede que más.
– ¡Vaya!
– Es un lugar increíble.
– Y desde luego, increíblemente antiguo, ¿no?
– Cierto.
Breitner aceleró el paso por delante de ellos. A Rob le pareció como un niño que está deseando enseñar a sus padres su nueva habitación. Christine siguió hablando.
– En realidad, ha sido muy difícil establecer la datación del yacimiento: no hay ningún resto orgánico.