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Rob se giró y miró por la otra ventanilla. Ahora sí podía ver Montpellier House: una mole lúgubre y gris en lo alto de las colinas, incluso más oscura y gris que las nubes que había más allá.

Era un infame día de junio. Convenientemente lluvioso y satánico. Rob pensó en su hija, temblando en aquella casa de campo situada en algún lugar cerca de allí. Tenía que controlarse, pensar en positivo, incluso lo menos posible. No había felicitado a Forrester por su golpe.

– Por cierto, bien hecho.

El inspector se encogió de hombros.

– ¿Cómo?

– Por su corazonada, ya sabe. Por encontrar a estos tipos.

Forrester movió la cabeza negando.

– No ha sido nada. Sólo una suposición lógica. Traté de pensar con su mente. La ingenua mente de Cloncurry. Le gusta el reconocimiento histórico. Mire su familia. Dónde viven. Se ocultaría en algún lugar que significara algo para él. Y por supuesto, buscan el Libro Negro, el tesoro de Whaley. De aquí eran Burnchapel Whaley y Jeru salem Whaley. Habrían comenzado a buscar aquí, así que ¿por qué no establecer su base en este lugar?

La furgoneta se detuvo con un fuerte rechinar de las ruedas en el exterior de una granja con una enorme carpa levantada en el patio delantero y todos salieron. Rob entró en la bulliciosa carpa y vio a su ex mujer en el rincón, sentada con una mujer policía de la Gardai, bebiendo una taza de té. Había montones de policías allí con sus gorras de insignias doradas y monitores de televisión.

Dooley agarró a Rob del brazo y le explicó la situación. La casa de campo de la banda estaba a sólo unos cuantos cientos de metros colina abajo. Si se caminaba tres minutos hacia la izquierda desde la puerta de atrás de la granja podría verse, situada en un estrecho valle verde. Montpelier House estaba justo en la cima de la majestuosa colina que había detrás.

– Cloncurry alquiló la pequeña finca hace unos meses -le informó Dooley-. A la mujer del granjero. Ella fue la que nos dio la información cuando empezamos a indagar de puerta en puerta. Dijo que había visto entradas y salidas extrañas. Así que pusimos la casa bajo vigilancia. Los hemos estado observando durante veinte horas. Creo que hemos llegado a contar a cinco hombres en el interior. Apresamos a Marsinelli cuando iba a hacer la compra.

Rob asentía mucho. Se sentía estupefacto. Estaba en un estancamiento mudo y estúpido. Al parecer, había policías con rifles situados por los campos y colinas de alrededor. Las miras de sus armas apuntaban hacia la casa. Dentro había cuatro hombres liderados por un jodido lunático. Rob quería correr colina abajo y… hacer algo. Lo que fuera. En lugar de eso, miraba las pantallas de televisión. Al parecer, la Gardai tenía varias cámaras, una de ellas de infrarrojos, dirigidas a la guarida de la banda. Cualquier movimiento era inspeccionado y anotado, día y noche. Aunque no se había visto nada importante durante horas: las cortinas estaban cerradas y, evidentemente, las puertas también.

Sobre un escritorio delante de los monitores de televisión había un ordenador portátil. Rob imaginó que sería el equipo colocado para recibir las comunicaciones de Cloncurry por medio de la webcam. El ordenador tenía otra.

Sintiendo como si alguien le hubiera llenado los pulmones de proyectiles de plomo congelados, Rob se acercó a Sally. Intercambiaron palabras y un abrazo.

Dooley llamó a Rob para que fuera al otro lado de la carpa.

– ¡Es Cloncurry! Está otra vez en la webcam. Le hemos dicho que usted está aquí. Quiere hablarle.

Rob atravesó la carpa corriendo y se puso delante de la pantalla del ordenador. Allí estaba. Aquel rostro anguloso, casi simpático y, sin embargo, tan completamente escalofriante. Sus ojos inteligentes pero acerados. Detrás de Cloncurry estaba Lizzie, vestida con ropa limpia. Seguía atada a la silla. Esta vez sin capucha.

– ¡Vaya! El caballero de The Times.

Rob miraba la pantalla en silencio. Sintió un codazo proveniente de algún lado. Dooley le hacía gestos y articulaba palabras para que le leyera los labios: «Hable con él, que siga hablando».

– Hola -dijo Rob.

– ¡Hola! -Cloncurry se rió-. Lamento mucho que tuviéramos que cocer a su prometida, pero su hijita permanece completamente ilesa. De hecho, yo prefiero pensar que se encuentra en un estado excelente. Le estamos dando mucha fruta, así que se mantiene fuerte. Por supuesto, no estoy muy seguro de cuánto tiempo podremos mantener esta situación, pero eso lo decide usted.

– Usted… -dijo Rob-. Usted… -Lo intentó de nuevo. Aquello no era bueno; no sabía qué decir. Desesperado, se giró y miró a Dooley, pero en ese momento, se percató de algo. Sí que tenía algo que decir. Tenía un as en la mano y ahora tenía que jugárselo. Miró directamente a la pantalla.

– De acuerdo, Cloncurry, éste es el trato. Si usted me entrega a Lizzie, yo puedo darle el libro. Puedo hacerlo.

Jamie Cloncurry se estremeció. Aquél fue el primer indicio de inseguridad, aunque sutil, que Rob había visto jamás en su rostro. Eso le dio esperanzas.

– Por supuesto -contestó Cloncurry-. Por supuesto que puede. -La sonrisa era sarcástica; no estaba convencido-. Supongo que lo encontró en Lalesh.

– No.

– Entonces, ¿dónde lo consiguió? ¿Qué cojones está diciendo, Luttrell?

– En Irlanda. Está aquí, en Irlanda. Los yazidis me dijeron dónde. Me dijeron en Lalesh dónde encontrarlo.

Fue una apuesta arriesgada y pareció funcionar. Hubo un indicio de preocupación y duda en la cara de Cloncurry, preocupación disfrazada de desprecio.

– Muy bien. Pero por supuesto, no puede decirme dónde está. Aunque pueda hacer pedazos la nariz de su hija con un cortador de puros.

– No importa dónde esté. Yo puedo traérselo aquí. En un día o dos. Después, usted tendrá su libro y me devolverá a mi hija. -Miró fijamente a los ojos de Cloncurry-. Si después usted huye abriéndose camino a tiros, no me importa.

Los dos hombres se miraron. Rob sintió un ansia de curiosidad, la vieja investigación periodística.

– Pero, ¿por qué? ¿Por qué está tan obsesionado con él? ¿Por qué todo… esto?

Cloncurry apartó la mirada de la cámara, como si estuviera pensando. Sus ojos verdes brillaron cuando volvió a mirar.

– Supongo que yo también podría contarle cosas. ¿Cómo lo llaman ustedes, los periodistas? ¿Un rompecabezas?

Rob notó que los policías se movían a su izquierda. Estaba ocurriendo algo. ¿Era ésa la señal? ¿Iba a entrar la policía? ¿La suerte de su hija se iba a decidir justo ahora?

Forrester le hizo una señal con la mano: «Siga hablándole».

Pero fue Cloncurry el que continuó.

– Hace trescientos años, Rob, Jerusalem Whaley, volvió de Tierra Santa con un alijo de materiales traídos de los yazidis. Debía de venir contento porque había encontrado exactamente lo que el Club del Fuego del Infierno había estado buscando, lo que Francis Dashwood persiguió durante todos esos años. Había encontrado la prueba definitiva de que todas las religiones, todas las creencias, el Corán, el Talmud y la Biblia, todas esas bobadas rancias e inventadas eran gilipo lleces. La religión no es más que el viciado tufo de la orina del orfanato del alma humana. Para un ateo, para un anticlerical como mi antepa sado, aquella prueba definitiva era el Santo Grial. La más importante. El Gordo. El premio de la lotería. Dios no sólo está muerto, sino que el muy cabrón nunca vivió. -Cloncurry sonrió-. Y sin embargo, Rob, lo que Whaley encontró iba más allá que eso. Lo que encontró era tan humillante que le rompió el corazón. ¿Cómo es el dicho? Ten cuidado con lo que deseas. ¿No es así?

– ¿Y qué era? ¿Qué es lo que encontró?

– ¡Ah! -Cloncurry se rió-. Le gustaría saberlo, ¿no, Robbie, mi pequeño reportero? Pero no se lo voy a decir. Si de verdad sabe dónde está el libro, léalo usted mismo. Pero si se lo cuenta a alguien haré pedazos a su hija con un juego de cuchillos de carne que he comprado en eBay. Lo único que puedo decir por ahora es que Thomas Buck Whaley escondió el libro. Y le contó a unos cuantos amigos lo que había en él. Y que en determinadas circunstancias, el libro debía ser destruido.