Ahora la casa estaba llena de policías preparados para el golpe definitivo. Al parecer, Cloncurry se había atrincherado en el dormitorio de la parte trasera de la planta superior. Había vuelto a encender el ordenador; Lizzie estaba de nuevo atada a una silla. Rob podía ver todo esto a través de la webcam. La habitación en la que la retenían estaba preparada para un tiroteo definitivo.
El periodista miraba fijamente el rostro de mirada lasciva de Cloncurry. Contemplaba su sonrisa fina, educada y desdeñosa; parecía como si alguien le hubiera hecho la boca un poco más grande con un cuchillo. Sus ojos de color verde mineral brillaban en la media luz del dormitorio de la casa de campo.
La policía había estado discutiendo con urgencia qué hacer. Forrester consideraba que simplemente debían entrar volando la puerta. Cada segundo que se retrasaban ponía en mayor peligro a Lizzie. La Gardai era mucho más reticente. Dooley pensaba que debían hablar un poco más. Quizá encontraran el modo de introducirse clandestinamente a través del tejado. Estaba seguro de entender la psicología de Cloncurry. Seguramente el líder de la banda sabía que iba a morir y que no conseguiría el libro, pero quería llevarse a Lizzie con él del modo más desagradable, haciendo que su padre viera morir a la niña. Rob sintió un escalofrío en lo más profundo de su espina dorsal cuando pensó en las formas en que Cloncurry podría asesinar a su hija. Justo ahora. En directo. Delante de la cámara.
Forrester agarró a Rob por el hombro tratando de consolarle. Los oficiales de la Gardai examinaban urgentemente y una vez más los planos de la casa: la chimenea, las ventanas, todo. ¿Podrían lanzar granadas paralizantes a través de las ventanas de la planta de arriba? ¿Podría un tirador disparar a través de la ventana? Sus deliberaciones enfurecieron a Rob. Sin embargo, sabía que en el momento en que ellos trataran de hacer algo, Cloncurry mataría a Lizzie. Con toda probabilidad las puertas de la última habitación estarían fuertemente atrancadas con cerrojo y llave. Había llegado a un punto muerto con un único resultado. Tardarían unos dos o tres minutos en entrar. En el momento en que empezaran a hacerlo, Cloncurry cogería uno de sus resplandecientes cuchillos y le cortaría la lengua. Le rasgaría los ojos. Le cortaría alguna arteria de su cuello pálido y joven…
Rob imaginó la cabeza de su hija separada del cuerpo. Trató de no pensar en ello. Sally lloraba en silencio. Lo mismo hacía su hija, al parecer. En el fondo de la imagen del vídeo, podía ver cómo Lizzie se estremecía.
Sally se limpió la nariz con el dorso de la mano y dijo lo que Rob estaba pensando.
– Esto está en punto muerto. Va a matarla. Oh, Dios mío…
Rob apretó los dientes al oír el lloroso y entrecortado comentario de su ex mujer. Tenía razón.
En la pantalla del ordenador Cloncurry divagaba. Le hablaba a la cámara. Lo había estado haciendo durante veinte minutos. Desde los disparos en la casa en el patio de atrás. Sus comentarios eran extraños.
Esta vez se explayaba sobre el Holocausto.
– ¿No ha pensado nunca en Hitler, Rob? ¿En por qué hizo lo que hizo? Ése sí que fue un gran sacrificio, ¿verdad? Así lo llaman los judíos, ¿lo sabía usted? La Shoah. La ofrenda quemada. Shoah significa «ofrenda quemada», como el sacrificio. Hitler los sacrificó. Fueron ofrendas quemadas, como los niños pequeños que los judíos le entregaban a Moloc. En el tofet. Ben Hinnom. El valle de la Sombra de la Muerte. En el lugar de la hoguera. Sí. Ahí es donde estamos, Rob, en el valle de la Sombra de la Muerte. Donde los niños son quemados.
Clonclurry se pasó la lengua por los labios. Tenía una pistola en una mano y un cuchillo en la otra. El asesino siguió divagando.
– Los grandes hombres siempre sacrifican, ¿no? Napoleón solía desfilar a través de los ríos sobre los cuerpos de sus hombres ahogados. Les ordenaba que se introdujeran en los ríos, que se hundieran, para así poder utilizar sus cadáveres endurecidos como puente. Un verdadero gran hombre. Después está Pol Pot, que asesinó a dos millones de los suyos en Camboya como experimento, Rob. Dos millones.
Eso es lo que hicieron los Jemeres Rojos. Y eran haute bourgeoisie: la clase media alta. Los educados e iluminados.
Rob sacudió la cabeza y apartó la mirada del ordenador.
Cloncurry hizo una mueca de desprecio.
– Vaya, no quiere hablar de ello. Qué oportuno. Pero va a tener que hacerlo, Rob. Afronte los hechos. Todos los líderes políticos del mundo tienen ansia de violencia. Son una especie de sádicos. Hemos luchado en la guerra de Iraq en busca de libertad, ¿verdad? Pero ¿a cuántos hemos matado con nuestras bombas de racimo ¿A doscientos mil? ¿A medio millón? No podemos evitar ser como somos, ¿no? Aunque las sociedades sean más avanzadas, siguen matando. Pero lo hacen de una forma más eficaz. En eso somos buenos los humanos, porque siempre estamos liderados por asesinos. Siempre. ¿Qué les pasa a nuestros líderes, Rob? ¿Por qué siempre matan? ¿Por qué esa necesidad? Parecen estar locos pero ¿son de verdad tan distintos a usted y a mí? ¿Qué deseos ha tenido con respecto a mí, Rob? ¿Ha imaginado cómo podría matarme? ¿Friéndome en aceite? ¿Cortándome con cuchillas de afeitar? Le apuesto a que sí. Todas las personas inteligentes, todos los tipos listos son asesinos. Todos lo somos. ¿Y qué nos pasa, Rob? ¿Cree que hay algo… enterrado en nosotros? ¿Eh? -Volvió a pasarse la lengua por los labios. Cloncurry dejó de sonreír-. Pero ya estoy cansado de esto, Rob. No he creído ni por un momento que usted consiga el libro ni que sepa dónde está. Creo que ya es hora de terminar con este estúpido melodrama.
Se puso de pie, le dio la espalda a la cámara y se aproximó a la niña. Dejando que se viera por la cámara, desató las cuerdas que sujetaban a Lizzie a la silla.
Rob vio cómo su hija se retorcía en brazos de Cloncurry. Seguía amordazada. El asesino acercó la niña al portátil y la sentó en sus rodillas; luego volvió a dirigirse a la cámara.
– ¿Ha oído hablar alguna vez de los escitas, Rob? Tenían unas costumbres extrañas. Sacrificaban a sus caballos. Los subían a barcos en llamas. Luego los quemaban vivos. De lo más divertido. Eran igual de crueles con los marineros de los naufragios. Si conseguías sobrevivir a un desastre en el mar, los escitas bajaban corriendo a la playa, te agarraban de los brazos, luego te llevaban a un acantilado y te volvían a lanzar. Un pueblo admirable.
Lizzie se retorció entre los brazos de Cloncurry. Sus ojos buscaban los de su padre en la pantalla. Sally sollozaba mientras veía a su hija luchar por su vida.
– Pues ahora voy a asar su cabeza viva. Es una costumbre escita. Era el modo en que sacrificaban a su primer hijo. Ella es su primera hija, ¿no? De hecho, es la única que tienen, ¿verdad? Así que, voy a encender una pequeña hoguera y luego…
Rob gritó.
– ¡Que te follen, Cloncurry! Que te follen.
Cloncurry se rió.
– Ah, ¿sí?
– Que te follen. Si te atreves a tocarla, yo…
– ¿Qué, Robbie? ¿Qué me va a hacer? ¿Usted qué? ¿Va a golpear la puerta como un gatito mientras yo le rebano el cuello? ¿Gritarme palabras feas por la rendija del buzón mientras me la follo y luego le pego un tiro? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué va a hacer, mujercita llorona? Patético marica. Vamos. ¡Eh! Venga corriendo hasta aquí y atrápeme, estúpido transexual. Venga, Robbie. Le estoy esperando.
Rob sintió cómo le inundaba la rabia. Saltó de su silla y salió corriendo de la carpa. Un policía irlandés fue a detenerle, pero Rob le dio un puñetazo apartándolo de su camino. Bajó corriendo por la verde, húmeda y resbaladiza colina irlandesa para salvar a su hija. Corría lo más rápido que podía. Los latidos de su corazón eran como un tambor enloquecido que le golpeaba las orejas. Corrió todo lo que pudo, estuvo a punto de caerse sobre el césped empapado, luego se volvió a incorporar y se lanzó colina abajo mientras empujaba a más policías con pistolas y gorras negras que trataban de detenerlo a su paso, pero él les gritaba, dándoles empellones hasta que, por fin, Rob llegó a la puerta de la casa y entró.