Los policías corrían por la casa de campo, escaleras arriba, pero Rob los adelantó. Embistió a un policía apartándolo de su camino, sintiéndose como si pudiera lanzar a alguien por un acantilado si tuviera que hacerlo. Se sentía más fuerte y más enfadado de lo que jamás se había sentido en su vida: iba a matar a Cloncurry y lo haría ahora.
A los pocos segundos se encontró ante la puerta cerrada herméticamente. Los agentes le gritaron que se quitara de en medio, pero Rob no les hizo caso. Dio patadas en la puerta una y otra vez y, de algún modo, cedió; las cerraduras se doblaron. Lo intentó de nuevo. Le dio la sensación de que casi se rompían los huesos de su tobillo, pero volvió a dar una última patada, la puerta crujió y las bisagras se partieron. Rob estaba dentro.
Estaba en el dormitorio. Y había…
Nada. La habitación estaba… vacía.
No estaba la silla, ni el ordenador portátil ni Cloncurry; no esta Lizzie. El suelo, sembrado de restos de una miserable ocupación. La tas de comida a medio abrir. Alguna ropa y tazas de café sucias. Un o dos periódicos; y allí, en el rincón, la ropa de Christine amonto nada.
Rob sintió que su mente orbitaba acercándose a la locura. Que er empujado hacia un torbellino ilógico. ¿Dónde estaba Cloncurry? ¿Dónde estaba la silla? ¿Y la capucha que habían usado? ¿Dónde es taba su hija?
Aquellas preguntas se arremolinaron en su mente mientras los policías invadían la habitación. Trataron de sacar de allí a Rob, de apartarlo, pero él no quería. Necesitaba resolver aquel rompecabezas oscuro y confuso. Se sintió estúpido, humillado y apesadumbrado. Sintió que rozaba la locura.
Rob miró a uno y otro lado. Vio pequeñas cámaras que enfocaban todo el espacio. ¿Estaba Cloncurry en otro sitio? ¿Viéndolos? ¿Rién* dose de ellos? Rob pudo de algún modo sentir el horrible murmullo de la risa de Cloncurry, en algún sitio, allí afuera, por internet, riéndose de él.
De repente, lo oyó. Un ruido real. Un ruido amortiguado que procedía del armario del rincón de la habitación. Era una voz humana, pero amordazada y apagada; Rob conocía muy bien aquel sonido.
Empujó a un lado a otro policía de la Gardai, fue directo al armario y abrió la puerta.
Dos enormes ojos asustados lo miraban desde la oscuridad. Una voz apagada de súplica y alivio e incluso de amor que gruñía detrás de una mordaza.
Era Christine.
44
Rob estaba sentado en una silla giratoria en el escritorio de Doo ley. El despacho del policía se encontraba en la décima planta de un edificio resplandeciente y nuevo con vistas al Liffey. El panorama desde los ventanales era asombroso, desde la confluencia del río con el mar de Irlanda al este hasta las suaves colinas de Wicklow al otro lado de la ciudad, al sur. Las lomas tenían un aspecto verde e inocente bajo los claros cielos. Si entrecerraba los ojos, Rob podía discernir el contorno siniestro de Montpelier House en la cima de su colina boscosa a casi veinte kilómetros de distancia.
La visión de Montpelier le hizo volver a la cruda realidad. Se giró para mirar la habitación; el despacho estaba lleno de gente. Sólo habían pasado noventa minutos desde el drama terrorífico en la casa de campo bajo el bosque del Fuego del Infierno. Habían recibido un breve mensaje de Cloncurry en el que mostraba que Lizzie estaba viva. Pero ¿dónde? ¿Adónde la había llevado? Rob se mordía una uña del dedo tratando de pensar, intentando con desesperación juntar las piezas del rompecabezas.
Christine hablaba con ánimo y lucidez. Dooley se inclinó hacia ella.
– ¿Está segura de que no necesita un médico para…?
– ¡No! -replicó con brusquedad-. Estoy bien. Ya se lo he dicho. No me hicieron daño.
Boijer interrumpió.
– Entonces, ¿cómo la trajeron hasta Irlanda?
– En el maletero de un coche. En un ferri que transportaba coches. A juzgar por el fuerte olor a gasolina y agua de mar.
– ¿La metieron en un coche?
– Sobreviví. Sólo fueron unas cuantas horas en el coche y luego en el barco. Y, por último, aquí.
Forrester asintió.
– Bueno, eso era lo que imaginábamos. Se movían en coche entre Gran Bretaña e Irlanda, tomaban el ferri y evitaban los controles de aduanas. Señorita Meyer, sé que es traumático pero necesitamos saber lo más posible y cuanto antes.
– Como he dicho, no estoy traumatizada, detective. Pregúnteme lo que sea.
– De acuerdo. ¿Qué es lo que recuerda? ¿Sabe cuándo se separó la banda? Sabemos que las tuvieron a usted y a Lizzie juntas durante uno o dos días en Inglaterra. ¿Alguna idea de dónde fue?
– Lo siento. -Christine hablaba de una forma extraña. Rob se dio cuenta de ello. Rápida y cortante-. No tengo ni idea de dónde me ocultaron, lo siento. Quizá en algún lugar cerca de Cambridge. El primer trayecto no fue rápido, puede que de una hora. Lizzie y yo íbamos en el maletero de un coche. Pero después nos sacaron. Encapuchadas y amordazadas. Hablaban mucho y me imagino que después se separaron. Quizá un día y medio después. Es difícil de saber cuando estás amordazada, encapuchada y bastante asustada.
Forrester sonrió en silencio y disculpándose. Rob podía notar cómo trataba de analizar la lógica.
– Pero todavía no lo entiendo -dijo Boijer-. ¿Para qué tanto teatro? La pobre mujer del vídeo, la estaca en el jardín cuando amenazó con matar a la niña… ¿Qué era todo eso?
– Lo vio como una oportunidad de torturar a Rob. Psicológicamente -contestó Christine-. Ése es el estilo de Cloncurry. Es un psicópata. Extravagante y teatrero. Recuerde que he estado un tiempo con él. No han sido las mejores horas de mi vida. -Rob la observaba; ella le devolvió la mirada-. Nunca me tocó. Me pregunto si será asexual. De todos modos, sí sé que es un exhibicionista, un fanfarrón. Le gusta que la gente vea lo que él hace. Provoca sufrimiento a las víctimas y también a aquellos que las quieren.
Forrester se había puesto de pie y se acercó a la ventana. El suave sol irlandés le daba en la cara. Se dio la vuelta y habló con tranquilidad.
– Y el sacrificio humano se realizaba tradicionalmente delante de un público. De Savary me lo dijo. ¿Cuál fue la palabra que utilizó? El poder expiatorio del sacrificio procede del hecho de que sea observado. Los aztecas arrastraban a la gente hasta la cima de las pirámides para que todo el pueblo pudiera ver cómo les sacaban el corazón. ¿Correcto?
– Sí -admitió Christine-, como los entierros de los barcos vikingos. Ceremonias públicas de sacrificio. Y el empalamiento de los Cárpatos: una vez más, un gran ritual público. El sacrificio está hecho para ser contemplado. Por el pueblo, por los reyes y por los dioses. Un espectáculo de crueldad. Ése es el deseo de Cloncurry. Crueldad prolongada, pública y muy elaborada.
– Y eso es lo que planeaba para usted, Christine -dijo Forrester con suavidad-. Un empalamiento público. En el jardín de la casa de campo. Imagino que la banda de Irlanda lo fastidió.
– ¿Cómo?
– Empezaron a discutir y a disparar -explicó Dooley-. Creo que la banda perdió el control sin él…, sin su líder.
– Pero hay otra cosa -añadió Boijer-. ¿Por qué dejó Cloncurry a la banda en Irlanda si debía de saber que los arrestarían e incluso que los matarían?
Rob se rió amargamente.
– Otro sacrificio. Sacrificó a sus propios hombres. En público. Probablemente él miraba mientras los Gardai los mataban. Tenía aquellas cámaras instaladas por toda la casa. Imagino que disfrutó de todo eso, observándolo en la pantalla de su ordenador.