Llegó la pregunta fundamental. Fue Boijer quien la hizo.
– Entonces, ¿dónde está Cloncurry? ¿Dónde demonios está ahora?
Rob miró a los policías de uno en uno.
– Seguramente está en Inglaterra -dijo Dooley, finalmente.
– O en Irlanda -respondió Boijer.
– Creo que es probable que esté en Francia -sugirió Christine.
Forrester frunció el ceño.
– ¿Perdón?
– Cuando estuve atada y encapuchada le oír hablar una y otra vez sobre Francia y su familia de allí. Detestaba a su familia, los secretos de familia y todas esas cosas. Su terrible legado. Eso es lo que siempre decía. Cuánto odiaba a su familia, sobre todo, a su madre… En su estúpida casa de Francia.
– Me pregunto… -Boijer se quedó mirando a Forrester con una extraña expresión. El inspector asintió sombríamente-. Quizá la mujer del vídeo, a la que mató, fuera su madre.
– Dios mío.
La habitación quedó en silencio.
– Pero la policía francesa está vigilando la casa, ¿no? ¿Vigila a los padres? -dijo Rob.
– Supuestamente -respondió Boijer-. Pero no estamos en contacto con ellos a todas horas. Y no habrían seguido a la madre si hubiera salido.
Sally interrumpió de repente con rabia.
– Pero ¿cómo iba a ir él hasta allí? ¿En avión privado? ¡Ustedes dijeron que estaban investigando eso!
Forrester levantó una mano.
– Hemos rastreado los informes del control del tráfico aéreo. Hemos contactado con todas las pistas de aterrizaje del este de Inglaterra. -Se encogió de hombros-. Sabemos que tenían el dinero para un avión. Sabemos que Marsinelli tenía licencia y, posiblemente, Cloncurry también. El problema de esa línea de investigación es… -Suspiró-. Hay miles de aviones privados en el Reino Unido, decenas de miles en Europa occidental. Si Cloncurry ha conseguido volar bajo un nombre falso durante meses, un año, ¿quién sabe?, nadie le detendría. Ha tenido autorización todo el tiempo. Y otro problema es que todos buscan a una banda de hombres que van en coche o en avión privado. No buscan a un hombre que vuela solo… -Se frotó el mentón pensativo-. Pero, aun así, no creo que los franceses le dejaran escapar. Todos los aeródromos y puertos importantes están en alerta. Pero supongo que es posible.
– Toda esta especulación no nos lleva muy lejos, ¿no? -dijo Rob cortante-. Cloncurry puede estar en Gran Bretaña, Francia o Irlanda. Estupendo. Sólo tres países en los que buscar. Y sigue teniendo a mi hija. Y puede que haya asesinado a su madre. Así que, ¿qué vamos a hacer?
– ¿Y qué hay de su amiga, la que está en Turquía, Isobel Previn? ¿Ha tenido suerte con la búsqueda del Libro Negro? -preguntó Forrester.
Rob sintió una punzada de esperanza mezclada con desesperación.
– Anoche recibí un mensaje de ella. Dice que está cerca. Es lo único que sé.
Sally se incorporó en su asiento y el sol resplandeció en su pelo rubio.
– Pero ¿y Lizzie? Ya está bien con ese Libro Negro. ¿A quién le importa? ¿Qué va a hacer con Lizzie ahora? ¿Con mi hija?
Christine se movió en el sofá y abrazó a Sally.
– Lizzie está a salvo por ahora. Él no me necesita porque no soy más que la novia de Rob. Fui un juguete. Un extra. Algo desechable. -Volvió a abrazar a Sally-. Pero ese tipo no es idiota. Va a hacer uso de Lizzie, a utilizarla en contra de Rob. Hasta que consiga lo que quiere. Y lo que quiere es el Libro Negro. Cree que Rob lo tiene.
– Pero lo cierto es que yo no sé nada -admitió Rob con desaliento-. Le he mentido, le he dicho que sé algo, pero ¿por qué iba a creerme? Como dices, no es ningún estúpido.
– Tú fuiste a Lalesh -respondió Christine-. Le oí hablar de eso también. Lalesh. ¿Cuántos han estado allí que no sean yazidis? ¿Quizá unas cuantas docenas en cien años? Eso es lo que le fastidia. -Christine se recostó-. Está obsesionado con el libro y está seguro de que sabes algo, por lo de Lalesh. Así que creo que Lizzie está relativamente a salvo, por ahora.
Hubo un silencio. Después, la conversación general pasó, inevitablemente, a aviones, aeródromos y ferris durante un par de minutos más. Y, al poco rato, se oyó un sonido en el ordenador.
Cloncurry estaba conectado.
Rob hizo una señal con la mano, sin decir nada, a todos los que se encontraban en la habitación. Se reunieron alrededor de la pantalla del ordenador y miraron fijamente.
Allí, en la webcam, aparecía Cloncurry. La imagen era clara y nítida. El sonido era bueno. El asesino sonreía. Se reía entre dientes.
– ¡Hola otra vez! He pensado que debíamos ponernos al día. Charlar un poco. Así que han conseguido agarrar a mis ayudantes tan cognitivamente deficientes. Mis hermanos de Eire. Menudo fastidio. Había planeado también un bonito empalamiento, como probablemente saben ya. ¿Vieron la gran estaca del jardín?
Dooley asintió.
– La vimos.
– Vaya, detective Doohicke. ¿Cómo está? Qué pena que no llegáramos a descuartizar a la puta francesa. Tanto cuchillo para nada. Debería, al menos, haber torturado a esa furcia como yo quería. Pero tenía otras cosas en mente. No es que importe demasiado porque aún sigo teniendo a mis amigos. De hecho, tengo a uno justo aquí. Saluden a mi pequeño amigo.
Cloncurry acercó la cámara y enfocó algo.
Era una cabeza humana cortada.
Para ser exactos, era la cabeza de Isobel Previn, blanca y algo podrida. Los nervios grises y las arterias verdosas colgaban nacidamente del cuello.
– ¡Isobel! Di algo. Saluda a todos éstos. -Con un movimiento de la mano hizo que la cabeza asintiera.
Christine comenzó a llorar. Rob miraba aterrado a la pantalla.
Cloncurry sonreía con orgullo sardónico.
– Ahí tienen. Dice que hola. Pero creo que ahora quiere irse a su lugar especial. He construido un lugar especial para la cabeza, por respeto a sus logros arqueológicos. -Cloncurry se puso de pie, cruzó la habitación y pateó la cabeza con pericia. La cabeza voló hacia una papelera que había en un rincón, aterrizando limpiamente dentro de ella con gran estrépito-. ¡Un mate cojonudo! -Se giró de nuevo a la cámara-. He estado practicándolo durante horas. Y bien, ¿dónde estaba? Ah, sí. Robert, el periodista. Así se le conoce. Hola. Estoy encantado de que haya podido estar con nosotros. No se preocupe. Como he dicho antes, su hija sigue a salvo. Mire… -Se inclinó hacia delante y giró la cámara hasta que se vio a Lizzie. Seguía atada a una silla, pero viva y sana, al parecer. La cámara volvió a girar.
– Ya ve, Rob. Está bien. Jodidamente rebosante de salud. No como Isobel Previn. Siento mucho mi pequeño chiste con sus órganos vitales. Pero no pude resistirme. Creo que debe de haber dentro de mí algo de director. Y aquella era una oportunidad bastante única. Allí estaba yo, caminando por esas calles turcas llenas de pis. ¡Y allí estaba Isobel Previn! ¡La gran arqueóloga! ¡Sola! ¡Con sus gafas antiguas! ¿Quién coño lleva esas gafas? Así que pensé un poco, durante un segundo, más o menos. Conozco a mis arqueólogos. Sé que era compañera de De Savary. Sé que era profesora de la premiada Christine Meyer. Sé que es experta en Asiría y, en particular, en los yazidis. Pero se supone que está retirada con sus consoladores en Estambul. -Cloncurry se rió-. Sí, está bien. Demasiadas coincidencias. Así que la atrapamos, lo siento, y la abofeteamos un poco. Y nos dijo muchas cosas, Robbie. Muchos detalles interesantes. Y de pronto, tuve un destello, si puedo llamarlo así, de percepción estética. Se me ocurrió nuestra pequeña obra de teatro. Con las capuchas y la cacerola. Y su pequeño intestino. ¿Le gustó? Esperaba que pensara que Christine se moría delante de usted, bajo esa capucha, con el útero hirviéndole en su jugo, y luego, esto es lo más bonito, usted llegaría a Irlanda y vería a Christine morir otra vez, de la forma más grotesca, empalada en una estaca, en Irlanda. ¿Qué le parece? ¿Cuánta gente ve a sus seres queridos siendo torturados hasta la muerte dos veces, primero convertidos en sopa y luego empalados? Los productores del West End pagarían millones por ese tipo de cosas. ¡Menudo golpe de efecto! -dijo con excitación-. Y eso no es más que la mitad. ¿Qué me dice de la absoluta belleza en la dirección de todo este drama sangriento que transcurre en Irlanda? ¿No merezco algún aplauso por mi guión digno de ganar un Oscar?