Sally hizo un gesto de súplica.
– Entonces, ¿qué hacemos?
– Buscar aquí. Buscar en Irlanda -respondió Christine.
– ¿Perdón?
– El Libro Negro. No está en Urfa. Creo que la pobre Isobel se equivocaba. Creo que el libro sigue aquí.
Los policías intercambiaron miradas. Rob frunció el ceño.
– ¿Cómo es eso?
– Pasé varios días en un armario pensando en el Libro Negro.
Y conozco la historia de Layard. Pero mi opinión es que Layard se limitó a pagar a los yazidis por su silencio y por eso fue por lo que volvió. Creo que es un callejón sin salida.
– Entonces, ¿dónde está?
– Salgamos -dijo-. Necesito aire fresco para pensar. Denme sólo unos cuantos minutos.
Obedeciendo, abandonaron el despacho, bajaron en el ascensor de acero hasta la planta baja y salieron al suave aire del verano. El cielo de Dublín era azulado y pálido. Del río venía una brisa suave. Los turistas miraban un viejo barco amarrado en los muelles. Un extraño desfile de demacradas estatuas de bronce bloqueaban la mitad de la acera. El grupo caminaba despacio por el muelle.
Dooley señaló a las estatuas.
– Monumento a la hambruna. Los muertos de hambre hacían cola en estos muelles esperando a los barcos que iban a Nueva York. -Se dio la vuelta e hizo un gesto hacia los nuevos edificios de oficinas y al atrio de cristal reluciente que corrían en paralelo a los muelles-.
Y todo aquello solían ser burdeles, embarcaderos y barriadas horribles. El antiguo barrio chino. El Monto. Donde James Joyce iba de putas. -Hizo una pausa y luego añadió-: Ahora son todo restaurantes de fusión.
– Todo ha cambiado, por completo… -murmuró Christine. Después se quedó muy callada.
Rob la miró y supo de inmediato que ella sabía algo. Su mente precisa estaba en marcha.
Se detuvieron en un bonito puente peatonal y observaron las aguas grises del río avanzando letárgicas hacia el mar de Irlanda.
Entonces, Christine le pidió a Forrester que le volviera a decir cuál fue la extraña palabra que De Savary había escrito justo antes de morir.
– Undish.
– ¿Undish? -repitió Rob desconcertado.
– Sí. Se escribe como suena. U-N-D-I-S-H.
El grupo guardó silencio. Unas gaviotas graznaron. Sally hizo la pregunta que rondaba a todos ellos:
– ¿Qué demonios significa Undish?
– No tenemos ni idea -contestó Forrester-. Tiene una conexión con la música, pero no parece importante.
Rob observó a Christine y vio su media sonrisa.
– ¡James Joyce! -exclamó ella-. Eso es. James Joyce. Ésa es la respuesta.
Rob frunció el ceño.
– No veo qué tiene de relevante.
– De eso es de lo que me estaba hablando Hugo. Eso fue lo último que me dijo antes de que llegara la banda. En Cambridgeshire. -Hablaba rápido y caminaba igual de rápido, hacia el puente peatonal-. La última vez que le vi, De Savary me dijo que tenía una teoría nueva sobre las pruebas de Whaley y el Libro Negro. Y mencionó a Joyce. -Miró a Rob-. Y sabía que yo estaba intentando que tú leyeras el Ulises o Retrato…
– ¡Sin mucha suerte!
– Sí. Pero aun así. Pensé en ello mientras estuve encerrada. Y ahora… Undish. -Buscó un bolígrafo en su bolso y escribió la palabra en un cuaderno.
UNDISH.
Miró lo que había escrito.
– Undish, undish, undish. Esa palabra no existe. Pero eso es porque De Savary estaba intentando despistar a los asesinos.
– ¿Cómo?
– Si hubiera escrito la palabra completa, ellos la podrían haber visto y Cloncurry lo habría sabido. Él no podía saber si iban a volver. Así que, en lugar de ello, escribió una palabra sin sentido. Pero una palabra sin sentido que suponía que alguien podría resolver. Quizá tú, Rob. Si es que la has oído alguna vez.
Rob se encogió de hombros.
– Sigo sin entenderla.
– Por supuesto que no. ¡Nunca llegaste a leer a Joyce a pesar de mi insistencia! Y tendrías que conocerte bien esos libros. A Hugo y a mí nos encantaba hablar sobre Joyce. Conversaciones sin fin.
Dooley interrupió con impaciencia.
– Muy bien. Entonces, ¿qué significa undish?
– No significa nada. Pero sólo necesita una letra más para completarse. La letra T. Así se convierte en… -Escribió la letra junto a la palabra en su cuaderno y se la mostró a los demás-. ¡Tundish!
Rob suspiró.
– Estupendo, Christine. Pero ¿qué o quién es un envás? ¿Cómo demonios ayuda eso a Lizzie?
– No es una palabra común. Por lo que sé, sólo aparece una vez en la literatura inglesa. Y ahí está la cuestión. Porque el pasaje en el que aparece es en la primera obra maestra de Joyce. Retrato del artista adolescente. Creo que ahí puede haber una verdadera pista que nos ayude. -Miró los rostros que la rodeaban-. Recuerden que Joyce sabía más sobre Dublín que ningún otro. Los sabía todo: cada leyenda, cada noticia, cada pequeña anécdota, y las incluía en sus libros.
– De acuerdo -admitió Rob con reservas.
– Joyce conocía todos los secretos y mitos sobre los miembros del Fuego del Infierno en Irlanda. Y lo que hacían. -Christine cerró su libro de notas de golpe-. Así que imagino que ese pasaje podría decirnos dónde encontrar lo que necesitamos para salvar a Lizzie. -Miró hacia el otro lado del río-. Y creo que allí hay una librería.
Rob se giró. Justo al otro lado de la nueva y delgada pasarela, al otro lado del aletargado río Liffey, había una franquicia de la librería Eason.
Los cinco cruzaron el río y entraron en la tienda en masa ante un sorprendido y joven vendedor. Inmediatamente, Christine se dirigió a la sección de clásicos irlandeses.
– Aquí. -Se abalanzó sobre un ejemplar de Retrato del artista adolescente y pasó las páginas febrilmente-. Y aquí… están… las páginas del envás.
– Lee.
– El pasaje del envás está casi a mitad del libro. Stephen Dedalus, el héroe, el artista del título, ha ido a ver a su tutor, un jesuíta decano de inglés en el University College de Dublín. Mantienen una conversación sobre filología. Y ahí es donde entramos nosotros. Esto es lo que dice: «Para volver a la lámpara, el alimentarla es también un lindo problema. Tiene usted que escoger aceite limpio… usando el embudo». -Lenvantó la vista hacia las caras expectantes y juntas-. Aquí estoy dialogando. No esperen que hable con acento. -Regresó al libro y leyó en voz alta-: «¿Qué embudo?, preguntó Stephen. El embudo por el cual vierte usted el aceite en la lámpara. ¿Sí? ¿Eso se llama embudo? ¿No se llama envás?». -Christine dejó de leer.
Rob asintió lentamente.
– ¿Dónde habla del Fuego del Infierno?
– El pasaje exacto que buscamos está una o dos páginas antes. -Christine pasó las páginas y miró atentamente-. Aquí está: «Los árboles del Stephen's Green estaban fragantes y cargados de lluvia y la tierra empapada exhalaba su olor mortal, como un incienso vago que ascendiera a través del mantillo de muchos corazones… Comprendió que en cuanto entrara en el sombrío edificio del colegio notaría la sensación de otra podredumbre bien distinta a la de Buck Egan y Burnchapel Whaley».
Rob asintió ahora con fuerza.
– Espera, hay más. -Pasó otra página y leyó con calma-: «Era demasiado tarde para subir a clase de francés. Cruzó el vestíbulo y tomó el corredor a mano derecha que conducía al anfiteatro de física. El corredor estaba oscuro y silencioso, pero una presencia invisible parecía espiar en él. ¿Por qué sentía esta sensación? ¿Era porque sabía que en tiempos de Buck Whaley había habido allí una escalera secreta?» 15. -Cerró el libro.