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Rob corrió escaleras arriba y Christine le siguió. Era cierto que la escalera giraba. Subía hasta una pared recubierta con paneles y luego giraban abruptamente hacia la izquierda. Rob se quedó mirando la pared y la golpeó. Parecía hueca.

Todos se miraron. Matthewson estaba claramente exaltado.

– ¡Extraordinario! Imagino que tenemos que abrir y echar un vistazo. Tenemos un escoplo y una linterna en el sótano. Voy a por ellos…

– No se preocupe.

Metiendo la mano en el bolsillo, Rob sacó una navaja del ejército suizo y abrió la hoja más fuerte.

Christine, Dooley, Forrester y Matthewson se quedaron en silencio mientras Rob golpeaba la navaja contra el panel. La madera se rompió con facilidad. Era delgada, como un panel falso. Rob giró la navaja para hacer palanca, después fue cortando y el panel comenzó a ceder. Forrester metió la mano y agarró el extremo de un tablón de madera y entre los dos sacaron toda la tabla de casi un metro de ancho de su marco.

Detrás había un hueco oscuro que desprendía un olor a humedad. Rob se inclinó hacia el interior y hurgó.

– Dios mío, está oscuro. Está demasiado oscuro… No puedo ver…

Christine sacó el teléfono móvil, encendió la luz y la enfocó hacia el espacio oculto por encima del hombro de Rob.

Rob y Forrester miraron atentamente; Dooley soltó una palabrota y Christine, sorprendida, se llevó una mano a la boca.

Justo en la parte de atrás de la hornacina, envuelta en telarañas y polvo, había una caja de piel enorme y muy maltrecha.

46

Extendiendo la mano hacia la oscuridad y soltando un pequeño resoplido por el esfuerzo, Rob tiró de la caja a lo largo de los tablones arrastrándola hasta la escalera.

La caja era redonda, tenía una tapa plana y estaba hecha de piel antigua, una piel negra agrietada, desgastada y ajada. Tenía el aspecto típico de un objeto del siglo XVIII, con cierto aire aristocrático. Como el equipaje de un lord que hiciera el Grand Tour. La caja parecía hacer juego con el estilo arquitectónico de la casa en la que había permanecido secretamente oculta durante tanto tiempo.

Estaba también cubierta de un polvo denso lleno de telarañas. Christine limpió las capas superiores de grasa y suciedad y en la tapa aparecieron una serie de letras y palabras escritas con caracteres dorados, finos y delicados.

TW, ANNO DOMINI 1791.

Los amantes se miraron el uno al otro.

– Thomas Whaley -dijo Christine.

– Antes de ir a Israel y convertirse en Jerusalem Whaley…

El director del colegio universitario miraba con nerviosismo, descargado el peso de su cuerpo de un pie a otro.

– Miren, señores. Lo siento pero, ¿les importaría que nos lleváramos esto a otro sitio? Hay estudiantes que suben y bajan estas escaleras todo el tiempo y… No estoy seguro de querer tanto… alboroto.

Forrester y Dooley lo comprendieron; todos acordaron ir a otro lugar. Rob cogió la caja de nuevo, agarrándola delante de él, como si fuera un tambor. No era muy pesada, pero sí poco manejable. Había algo bastante grande que traqueteaba en el interior. Trató de mantenerla lo más recta posible mientras caminaban. Cada segundo que pasaba, casa segundo que malgastaban, pensaba en Lizzie. Cada segundo la acercaba más a la muerte.

A Rob le costaba no gritar a sus acompañantes. Apretando la mandíbula en un decidido silencio, siguió al director Matthewson subiendo el resto de las escaleras y después por un corto pasillo. Y luego, por fin, llegaron a un despacho elegante e impecable: el estudio del director, desde donde se divisaban los árboles y los jardines de St Stephen Green iluminados por el sol.

Forrester vio por las ventanas a Sally y a Boijer sentados en un banco del jardín, esperando.

– Sólo un momento -dijo, sacando su móvil.

La caja fue colocada sobre el escritorio de Matthewson dejando caer una nube de polvo de la maleta de venerable piel.

– Muy bien -dijo Dooley-. Abrámosla.

Christine ya estaba examinando la caja.

– Estas correas y hebillas viejas… -murmuró, tratando de abrir una-. No se abren.

Dooley se esforzó por abrir otra hebilla.

– Está totalmente oxidada.

Rob se acercó navaja en mano.

– ¡Mi hija está esperando! -Se arrodilló y arrancó las correas. La última de ellas fue la más difícil de todas. Tardó un rato en cortarla. Con fuerza. Después se deshizo por fin y se dejó caer.

Él se volvió a poner de pie. Forrester estaba subiendo la tapa de piel negra con las letras doradas impresas. Todos miraron el fondo de la antigua caja y se descubrieron mirando el Libro Negro. La primera vez que era visto en doscientos cincuenta años.

Salvo que no era un libro lo que les devolvía la mirada, sino una cara.

– ¡Dios mío! -exclamó Dooley.

En el fondo de la caja había un cráneo.

Se trataba de un cráneo muy extraño. Claramente era humano, pero no muy humano. Tenía unos pómulos angulosos y casi parecidos a los de un pájaro, ojos de serpiente, atractivos y asiáticos, pero curiosamente grandes, y una sonrisa cruel.

Rob lo reconoció de inmediato.

– Es exactamente igual al que vi en Lalesh. El mismo tipo de cráneo. Una especie de mitad humano… mitad pájaro. ¿Qué demonios es?

Con confiada destreza, Christine metió una mano en la caja de piel negra y sacó el cráneo.

– Está muy bien conservado -comentó, examinando el cráneo y la mandíbula inferior-. Alguien lo ha tratado para evitar que se deteriorara.

– Pero ¿cuántos años tiene? ¿Qué es? ¿Es humano? ¿Qué tiene en los ojos?

Christine se acercó a la luz de las grandes ventanas de guillotina.

– Definitivamente, es un homínido. Pero híbrido.

La puerta del despacho se abrió. Eran Sally y Boijer. Se quedaron mirando con sorpresa al cráneo que estaba en las manos de Christine.

– ¿Es eso? -preguntó Boijer-. ¿Eso es el Libro Negro? ¿Una calavera humana?

Rob asintió.

– Sí.

– No es muy humana. -Christine giró el objeto entre sus manos-. Es un homínido, pero hay fuertes diferencias entre este cráneo y el de un Homo sapiens normal. Aquí, miren. El gran tamaño de la cavidad craneal. La forma vertical y las órbitas son muy interesantes…

– Entonces, es un cruce entre humanos y… ¿y qué? -preguntó Rob.

– Ni idea. No es neandertal. Ni Homo habilis. Parece ser una especie humana desconocida; una especie con una cavidad para el cerebro muy grande.

Rob seguía sin comprender.

– Pero yo creía que los humanos no podían reproducirse con otras especies. Pensaba que las especies diferentes no podían reproducirse juntas.

Christine negó con la cabeza.

– No es necesariamente así. Algunas especies pueden reproducirse entre sí. Los tigres y los leones, por ejemplo. Es extraño, pero ocurre. Y este tipo de híbrido no es conocido en la evolución humana. Muchos expertos creen que nos cruzamos con los neanderta les. -Dejó el cráneo sobre la mesa. Sus dientes blancos brillaban a la luz de la lámpara. El cráneo era de un color cremoso amarillento y muy grande.

Dooley siguió mirando el interior de la caja de cuero húmeda.

– Hay algo más. -Metió la mano y sacó un documento doblado. Rob observaba, paralizado, mientras el detective irlandés llevaba el documento hasta el escritorio del director y lo dejaba al lado del cráneo.

El documento estaba desgastado y arrugado. Parecía hecho de alguna especie de pergamino grueso. Amarillento y viejo. Quizá tenía cientos de años.

Con mucho cuidado, Rob lo desdobló. Mientras lo hacía, el pergamino crujió y despidió una fuerte fragancia que no era desagradable. Olía a tristeza, a tiempo y a flores funerarias.

Se acercaron al documento mientras el periodista lo alisaba. Christine miró extrañada. Estaba escrito con tinta muy oscura y mostraba un plano esquemático y unas pocas líneas escritas de una forma arcaica.