– El monte del ombligo. ¿No lo recuerdas?
Rob negó con la cabeza sintiéndose estúpido.
– El «monte del ombligo» es la traducción de un nombre turco, Gobekli Tepe.
En la mente de Rob se encendió una luz.
Por el jardín, los policías estaban terminando su discusión y se daban la mano.
– Entonces, según este pergamino -continuó Christine-, un día de camino desde Gobekli Tepe, en dirección al oeste alejándonos del sol, está el valle de la Masacre. Y de ahí es de donde viene este cráneo. Y sospecho que es allí donde encontraremos muchos otros como él. Tenemos que ser previsores. Pensar unos cuantos pasos por delante. Podemos hacer que Cloncurry venga a nosotros. Necesitamos tener algo tan poderoso que haga que nos devuelva a Lizzie sana y salva. Si desenterramos el secreto al que se refiere el Libro Negro que contiene el cráneo y el mapa, si excavamos el valle de la Masacre y descubrimos la verdad que se esconde detrás de todo esto, él acudirá a nosotros suplicándonos. Porque es en ese valle donde se oculta el secreto. Ese secreto que él tanto busca. El que fue revelado a Jerusa lem Wahley y que arruinó su vida. El secreto que Cloncurry quiere que permanezca oculto para siempre. Si queremos tener poder sobre Cloncurry, tendremos que adelantarnos a él, excavar el valle, encontrar el secreto y amenazarle con revelar el misterio a menos que entregue a Lizzie. Así es como ganaremos.
Los policías se estaban acercando a ellos. Al parecer, su discusión había terminado.
Rob apretó la mano de Sally y la de Cristine también.
– De acuerdo. Hagámoslo -les susurró a las dos-. Christine y yo nos iremos inmediatamente a Sanliurfa. Lo haremos solos. Y excavaremos el secreto.
– Y no se lo diremos a la policía -añadió Christine.
Rob se giró hacia Sally.
– ¿Estás segura de esto, Sally? Necesito tu aprobación.
Ella miró a Rob fijamente.
– Yo… voy a confiar en ti, Rob Luttrell. -Sus ojos se llenaron de lágrimas y trató de reprimirlas-. Voy a confiar en que me traigas a nuestra hija. Así que, sí. Por favor, hazlo. Por favor, por favor, por favor. Trae a Lizzie de vuelta.
Forrester se frotaba las manos mientras se acercaba a ellos.
– Está haciendo frío. ¿Vamos hacia el aeropuerto? Tenemos que informar al Ministerio del Interior. Les presionaremos mucho, lo prometo.
Rob asintió. Tras el inspector se cernían las sombrías y grises elevaciones de Newman House. Por un segundo, Rob se imaginó la casa tal y como sería cuando Buck Egan y Buck Whaley celebraban sus fiestas a la tenue luz de las lámparas georgianas; aquellos jóvenes riéndose a carcajadas mientras prendían fuego a gatos negros bañados en whisky.
47
Christine y Rob fueron hasta Turquía en un vuelo directo desde Londres esa misma tarde tras mentir descaradamente a Forrester y Boijer.
Decidieron llevarse con ellos el Libro Negro. A Christine la obligaron a enseñar sus credenciales como arqueóloga en Heathrow y a mostrar su sonrisa más encantadora para conseguir que un cráneo extraño y discutiblemente humano pasara la aduana de Londres. Volaron hasta Dyarbakir, vía Estambul, y luego hicieron un largo y polvoriento viaje de seis horas en taxi hasta Sanliurfa durante toda la noche y el amanecer. No quisieron avisar de su llegada a Kiribali apareciendo en el aeropuerto de Sanliurfa, llamando la atención por ser occidentales y no deseados. De hecho, no querían que Kiribali supiera que estaban en lugar alguno cerca de Turquía.
El simple hecho de encontrarse allí, en el Kurdistán, era ya bastante arriesgado.
En el vibrante corazón de la achicharrante Urfa, se dirigieron al hotel Harán. Justo en el exterior del vestíbulo Rob encontró a su hombre, Radevan, resguardándose del ardiente sol de la mañana, discutiendo ruidosamente sobre fútbol con los otros taxistas y actuando como un gruñón. Pero su malhumor se debía al Ramadán: todos gruñían, estaban hambrientos y tenían sed durante las horas de luz del día.
Rob fue directo a él y le preguntó si podría encontrar a algunos amigos que le ayudaran a excavar el valle de la Masacre. También le pidió en voz baja que le consiguiera armas. Rob quería estar preparado para cualquier cosa.
Al principio, Radevan se mostró malhumorado e inseguro. Fue a «consultar» a sus innumerables primos. Pero una hora después volvió con siete amigos y parientes, todos ellos kurdos sonrientes. Mientras tanto, Rob fue a comprar palas de segunda mano y a alquilar un par de Land Rovers muy viejos.
Aquélla iba a ser probablemente la excavación arqueológica más improvisada de los últimos doscientos años, pero no tenían elección. Sólo contaban con dos días para desenterrar la respuesta definitiva a todas sus preguntas. Dos días para desenterrar el valle de la Masacre y atraer a Cloncurry hasta una situación en la que tendría que liberar a Lizzie. Y Radevan había cumplido con las armas. Estaban ocultas en un viejo saco raído: dos escopetas y un revólver alemán. Radevan guiñó un ojo a Rob mientras hacían la transacción.
– Ya ve que le ayudo, señor Robbie. Me gustan ingleses. Ayudan a los kurdos. -Sonrió abiertamente mientras Rob le entregaba el fajo de dólares.
En cuanto todo estuvo cargado en los vehículos, Rob subió al asiento del conductor y puso en marcha el motor. Su impaciencia era casi insoportable. El simple hecho de estar en la misma ciudad que Lizzie, pero no saber dónde se encontraba ni si estaba sufriendo, le hacía sentir como si tuviera un fuerte ataque al corazón. Tenía dolores que recorrían el brazo y palpitaciones de angustia. Le dolía la mandíbula. Pensaba en su hija, atada a una silla, mientras los últimos suburbios de Urfa se convertían en una bruma de polvo y sombra por el espejo retrovisor.
Christine iba en el asiento del copiloto. Detrás había tres kurdos. Radevan conducía el segundo Land Rover, justo detrás de ellos. Las armas iban ocultas en su saco, bajo el asiento de Rob. El Libro Negro, en su caja de piel desgastada, estaba firmemente encajado en el maletero.
Mientras avanzaban traqueteando, la habitual locuacidad de los kurdos se convirtió en susurros y, después, en silencio, que parecía corresponderse con la ausencia de vida del paisaje mientras salían a la enormidad del desierto. Aquellas inmensidades amarillas y desoladas.
El calor era increíble, pleno verano en los límites del desierto sirio. Rob notó la cercanía de Gobekli mientras se dirigían al sur. Pero esta vez pasaron de largo por la salida del yacimiento y atravesaron va rios puestos de control del ejército alejándose por la calurosa carre tera de Damasco. Christine había comprado un mapa detallado. Creía saber exactamente dónde se encontraba el valle.
– Aquí -señaló en una curva con gran autoridad. Giraron a la derecha y se balancearon durante media hora por caminos llenos da polvo y sin asfaltar. Y después, por fin, llegaron a la cima de una pendiente. Los dos coches se detuvieron y todos bajaron. Los kurdos parecían sucios, sudados y algo amotinados. Descargaron las palas y dejaron las paletas, las cuerdas y las mochilas sobre la arenosa colina.
A su izquierda había un valle desnudo y angosto.
– Eso es -dijo Christine-. El valle de la Masacre. Todavía lo llaman el valle de las Matanzas. De hecho, está señalado en el mapa.
Rob miraba y escuchaba. Podía oír… la nada. Nada aparte del lastimero viento del desierto. Aquel lugar, toda la región, era extrañamente silencioso, demasiado incluso para los desiertos cercanos a Gobekli.
– ¿Dónde están todos? -preguntó.
– Se fueron. Evacuados. El gobierno les obligó a trasladarse -respondió Christine.
– ¿Cómo?
– Por eso. -Ella señaló hacia la izquierda, donde una extensión plana y plateada brillaba en la distancia-. Aquélla es el agua del Gran Proyecto Anatolia. El Éufrates. Están inundando toda la región para irrigación. Varios yacimientos arqueológicos importantes han desaparecido ya bajo las aguas. Es muy polémico.