– Dios mío. ¡Está a sólo unos pocos kilómetros de distancia!
– Y viene en nuestra dirección. Pero aquel dique la detendrá. Aquel montículo de tierra de allí. -Christine señaló y frunció el ceño. Su camisa blanca estaba llena de motas de polvo amarillo-. Pero debemos ser cautelosos. Estas inundaciones pueden ser muy rápidas. E impredecibles.
– Tenemos que darnos prisa de todas formas -repuso Rob.
Se giraron y descendieron del monte hacia el valle. En pocos minutos Christine había hecho que los kurdos comenzaran a cavar. Mientras trabajaban, el tamaño de la tarea asustó a Rob. El valle medía más de un kilómetro y medio de largo. En dos días, su equipo únicamente podría remover una pequeña parte. Puede que el veinte por ciento. Quizá el treinta. Y no podrían excavar muy hondo.
Así que iban a necesitar mucha suerte para encontrar algo. Al pesimismo y al miedo que Rob había estado sintiendo desde que regresaron al desierto kurdo se sumó una oleada cada vez mayor de hastío. Una gran marea de insensatez. Lizzie iba a morir. Iba a morir. Y Rob se sintió inútil. Sentía que se moriría ahogado en la insignificancia de todo aquello, que sería sepultado al igual que las resecas tierras que le rodeaban, esperando a aquella enorme y plateada tapa de ataúd hecha de agua. El Gran Proyecto Anatolia.
Pero sabía que tenía que seguir siendo fuerte para poder llevar aquello a cabo. Así que, trató de mejorar su ánimo. Se recordó a sí mismo lo que Breitner le había dicho de Christine: que era «una de las mejores arqueólogas de su generación». Se recordó a sí mismo que la gran Isobel Previn había sido profesora suya en Cambridge.
Y, de hecho, la francesa parecía estar segura. Les decía a los hombres, con calma pero con decisión, dónde tenían que cavar, les ordenaba que lo hicieran de una forma o de otra, a un lado y a otro del valle. Durante una o dos horas el polvo se estuvo levantando y asentando; las palas hacían cercos y se movían. El viento caliente y triste runruneaba por el valle de las Matanzas.
Y entonces, un hombre dejó caer su pala. Era el primo segundo de Radevan, Mumtaz.
– ¡Señorita Meyer! -gritó-. ¡Señorita Meyer!
Ella se acercó corriendo. Rob la siguió.
Había un trozo de hueso blanco sobre la tierra polvorienta. Era la curva de un cráneo. Pequeño pero humano. Incluso Rob podría asegurarlo. Christine parecía interesada, pero no triunfante. Asintió.
– De acuerdo, bien. Ahora cava en lateral.
Los kurdos no entendieron. Christine se lo dijo a Radevan, de nuevo, en kurdo: «Cava hacia el otro lado. No te molestes en cavar más hondo». Se trataba de cubrir ahora todo el terreno. Les quedaban menos de dos días.
Los hombres trabajaban según sus órdenes, aparentemente encantados por la obstinación de Christine. Rob se puso también a cavar una vez más. Cada pocos minutos desenterraban un nuevo cráneo. Rob les ayudaba a apartar la tierra con una energía febril. Otro cráneo; otro esqueleto. Siempre que encontraban los restos de otro cuerpo no se molestaban en desenterrarlo todo. En cuanto detectaban uno, Christine les decía que pasaran a otro.
Otro cráneo; otro esqueleto. Se trataba, por lo que Rob percibió, de personas de baja estatura. Típicos cazadores-recolectores, tal y como le explicó Christine, de metro y medio de altura como mucho. Robustos hombres de las cavernas y los desiertos de constitución sana. Pero no más altos de la media para aquella época.
Cavaban cada vez más rápido. De forma desordenada y descuidada. El sol había alcanzado su cénit y Rob pudo apreciar también que el gran muro de agua se acercaba. La inundación quedaba a sólo unos pocos días.
Pero siguieron cavando.
De pronto, Rob escuchó otro grito. Esta vez de Radevan.
– Señor Rob. ¡Mire esto! Un hombre muy grande. Como americano. -Estaba apartando la tierra de un fémur-. Como americano que come muchos McNuggets. -El fémur era casi dos veces más largo que cualquiera de los otros.
Christine saltó a la zanja; Rob se unió a ella. Ayudaron a desenterrar el resto del esqueleto. Les llevó tiempo porque era enorme. Medía, por lo menos, dos metros treinta. Todos retiraron la tierra de la pelvis. De las costillas. De la espina dorsal, sacando a la luz grandes huesos blancos en mitad del polvo amarillo y mugriento. Y después llegaron al cráneo. Radevan lo sacó de una vez y lo sostuvo en sus manos.
Rob lo miraba boquiabierto. Era enorme.
Christine tomó el gran cráneo de las manos de Radevan y lo examinó. No se trataba de un cráneo humano. Era mucho más grande, con ojos inclinados, como los de los pájaros, pómulos salientes, una mandíbula más pequeña y una cavidad para el cerebro muy grande.
Rob miró más de cerca la sonriente mandíbula, con sus dientes aún intactos.
– Esto es… -Se quitó el sudor, la sal y el polvo de la cara-. Esto es un homínido, ¿verdad?
– Sí -dijo Christine-. Pero… -Le dio la vuelta para verlo sin sombras a la luz del sol.
El cráneo estaba lleno de tierra de color amarillo oscuro, dándole a las enormes y sesgadas cuencas de los ojos una mirada vacía y hostil. Rob oyó a un pájaro en algún sitio, llamando la atención. Un pájaro solitario que daba vueltas lánguidamente en el cielo. Probablemente se tratara de un águila ratonera atraída por los huesos.
Christine limpió parte del polvo amarillo que se había adherido al cráneo.
– Es claramente un homínido. No es un Homo sapiens. No se parece a nada que se haya encontrado antes. Una cavidad craneal muy grande, presumiblemente muy inteligente.
– Parece como… asiático, ¿no?
Christine asintió.
– Mongoloide en ciertos aspectos, sí. Pero… pero mira los ojos, y el cráneo. Increíble. Pero tiene sentido. Porque creo… -Miró a Rob-. Creo que aquí tenemos la respuesta a la hibridación. Ésta es la otra esperie de homínido. La que se mezcló con las personas más pequeñas de aquí para producir la calavera del Libro Negro.
Los kurdos seguían cavando. Un esqueleto tras otro. El número de huesos que habían desenterrado resultaba casi escalofriante. El sol se acercaba al horizonte; el ayuno del día terminaría pronto y los hombres estarían encantados de regresar a casa para el banquete, el final del ayuno del día de Ramadán.
Cuando estuvo demasiado exhausto para seguir, demasiado asqueado por la blancura de los huesos y las sonrisas de las enormes calaveras, Rob se tumbó sobre la polvorienta pendiente y se limitó a mirar. Después, sacó su libro de notas y comenzó a hacer anotaciones rápidas tratando de hacer encajar las piezas de la historia. Aquél era el único modo que él conocía para resolver un rompecabezas: escribirlo; exponerlo. Y de esa forma, componer una narración. Notó cómo la luz se desvanecía mientras escribía.
Tras terminar sus notas, levantó la mirada. Christine medía los huesos y sacaba fotos de los esqueletos. Pero el día había terminado. La brisa del desierto era suave y fresca. El agua de la inundación estaba ya tan cerca que Rob podía olería en el aire. Probablemente no estaba a más de tres o cuatro kilómetros. Miró las zanjas con ojos cansados. Habían desenterrado un enorme y triste cementerio, un osario de protohumanos que yacían al lado de gigantes casi humanos. Pero el verdadero rompecabezas seguía oculto. Rob no lo había resuelto; sus notas no tenían sentido. No habían podido descubrir todavía el secreto. Y la oscuridad del desierto les decía que solamente les quedaba un día.
El corazón de Rob lloró por su hija.
48
En el camino de vuelta a Sanliurfa hablaron del documento, de la referencia al Libro de Enoc. Rob cambiaba de marcha con fuerza mientras Christine gritaba sus teorías entre el traqueteo del coche.