– El Libro de Enoc es una obra de… pseudoescritura.
– ¿Qué significa eso?
– Significa que no forma parte de la Biblia oficial pero que se considera absolutamente sagrado por parte de algunas antiguas ramas de la cristiandad, como la Iglesia etíope.
– Muy bien…
– El Libro de Enoc tiene unos dos mil doscientos años y fue probablemente escrito por israelitas, aunque no estamos del todo seguros. -Ella miraba hacia delante, al desierto que se extendía ante sus ojos-. Fue encontrado entre los documentos que se conservan en lo que conocemos como «los manuscritos del mar Muerto». El Libro de Enoc describe una época en la que cinco ángeles caídos, los Cinco Satanes, o los Vigilantes, y sus subordinados se encuentran entre otros hombres primitivos. Estos ángeles eran supuestamente cercanos a Dios, pero no podían resistirse a la belleza de las mujeres. Las hijas de Eva. Así que, los ángeles malos tomaron a esas mujeres y, a cambio, prometieron a los humanos los secretos de la escritura y la construcción, del arte y la escultura. Estos… demonios también enseñaron a las mujeres a «besar el falo».
Rob la miró desde el otro extremo del coche y consiguió sonreír. Christine le devolvió la sonrisa.
– Ésa es la expresión exacta que utiliza el Libro de Enoc -explicó Christine, bebiendo agua de la botella-. ¡Puaj! Esta agua está caliente.
– Continúa -le pidió Rob-. El Libro de Enoc.
– De acuerdo. Pues… estos matrimonios entre demonios y hombres dieron como resultado una raza de gigantes malvados y fieros, los Nefilim, siempre según el Libro de Enoc.
Rob miraba la carretera tenuemente iluminada. Quería prestar atención a lo que ella le decía. De verdad que quería. Se esforzó. Hizo que lo repitiera…, pero luego se rindió. No podía dejar de pensar en Lizzie. Se preguntó si debían llamar a Cloncurry. Pero sabía que era una estupidez; tenían que sorprenderle. Tenían que anunciarle, de repente, que habían desenterrado el secreto, si es que alguna vez lo conseguían desenterrar. Ése era su plan.
Pero estaba cansado, quemado por el sol y asustado, y seguía sintiendo esa apariencia espectral del desierto. Podía notar la cercanía de las piedras de Gobekli. Seguían allí afuera, en el desierto. Recordó aquella talla de la mujer, cercada por estacas e inmovilizada, lista para ser violada por los jabalíes con sus penes. Pensó en los bebés, llorando en sus antiguas vasijas.
Y luego volvió a pensar en Lizzie y en Cloncurry y trató de apartar ese pensamiento de su mente.
La última parte del camino transcurrió en silencio. Y con ansiedad. Los kurdos murmuraron una despedida y se fueron a comer y a beber; Rob y Christine aparcaron los vehículos suspirando con cansancio y subieron en silencio hasta el hotel Harán. Rob llevaba el Libro Negro pegado a su pecho y el cansancio le subía por los brazos.
Pero no tenían tiempo de descansar. El periodista acusaba el agotamiento, pero estaba del todo decidido y quería discutir sus anotaciones. En cuanto llegaron a su habitación, antes de que Christine se diera siquiera una ducha, volvió a interrogarla.
– Una cosa que no comprendo es lo de las vasijas. Las vasijas con los bebés de Gobekli.
Christine lo miró. Sus profundos ojos marrones eran cariñosos, pero estaban enrojecidos del cansancio. Sin embargo, Rob insistió.
– ¿Te refieres… al simple hecho de que estuvieran en vasijas? ¿Eso te confunde?
– Sí. Siempre he pensado que la cultura que rodeaba a Gobekli Tepe era… ¿qué palabra utilizó Breitner? ¿Acerámica? Sin cerámica. Pero luego, de pronto, aparece alguien y les enseña a estos tipos a hacer vasijas mucho antes que en ninguna otra cultura de la región. Mucho antes que en ningún otro lugar de la tierra.
– Sí, es cierto… -Christine hizo una pausa-. Excepto en un lugar. Hubo un lugar que tuvo cerámica antes que Gobekli.
– ¿Sí?
– Japón. -Christine hizo una mueca de confusión-. Los jomon de Japón.
– ¿Los qué?
– Una cultura muy primitiva. Japoneses aborígenes. Los ainu, que aún viven en el norte de Japón. Quizá estén relacionados… -Se puso de pie y se frotó la dolorida espalda. Luego fue al minibar, sacó una botella de agua fría y bebió con avidez. Tumbándose boca arriba en la cama, se explicó-: Los jomon no vinieron literalmente de ningún sitio. Quizá fueron los primeros en cultivar el arroz. Y luego comenzaron a crear una cerámica sofisticada. Se conoce como cerámica de cuerdas.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso?
– Dieciséis mil años.
– ¿Dieciséis mil años? -Rob miró a su alrededor-. Eso es más de tres mil años anterior a Gobekli.
– Sí. Y hay gente que piensa que los jomon de Asia Oriental pueden haber aprendido sus técnicas de una cultura aún más primitiva. Como los kondons del Amur. Puede ser. El Amur es un río al norte de Mongolia en el que hay discutibles restos de cerámica que son incluso anteriores. Es un gran misterio. Estos pueblos curiosamente avanzados del norte vienen y van. Son cazadores-recolectores básicos, pero de repente dan un enorme e irracional salto tecnológico.
– ¿Qué quieres decir con irracional?
– Este no es el territorio más prometedor para la civilización primitiva. Siberia, el interior de Mongolia, la zona más septentrional de Japón… Estos lugares no son la media luna fértil, soleada y calurosa. Son las tierras heladas e impracticables del norte de Asia. La cuenca del Amur es uno de los lugares más fríos de la tierra durante el invierno. -Se quedó mirando fijamente el techo desnudo de la habitación-. De hecho, a veces me he preguntado si pudo haber una proto-cultura al norte de allí, en Siberia, que ahora esté perdida para nosotros. Una cultura que influenciara a todas estas tribus. Porque, de lo contrario, es demasiado extraño…
Rob movió la cabeza. Tenía el cuaderno abierto sobre el regazo y el bolígrafo en la mano.
– Pero quizá no se fueran, Christine. ¿Eh? Quizá estas culturas no desaparecieron.
– ¿Cómo dices?
– Los cráneos parecen asiáticos. Mongoloides. Quizá estas culturas orientales no se desvanecieron. Simplemente se fueron… al oeste. ¿Podría haber alguna relación entre estas tribus asiáticas avanzadas y Gobekli?
Christine asintió y bostezó.
– Sí. Supongo que sí. Imagino que sí. Dios mío, Rob, estoy cansada.
Rob se reprendió a sí mismo mentalmente. No habían dormido en veinticuatro horas; habían hecho todo lo humanamente posible. Estaba exigiéndole demasiado a Christine. Dijo que lo sentía y se acercó a ella, tumbándose a su lado en la cama.
– Robbie, la salvaremos -dijo Christine-. Te lo prometo. -Lo abrazó-. Te lo prometo.
Rob cerró los ojos.
– Vamos a dormir.
A la mañana siguiente a Rob lo despertó una violenta pesadilla. Por unos momentos soñó que Cloncurry le golpeaba, que le daba una paliza, pero cuando se despertó se dio cuenta de que eran tambores. Tambores de verdad. Unos hombres caminaban por las oscuras calles de Sanliurfa, fuera del hotel, golpeando grandes bombos, despertando a la gente para la comida anterior al amanecer. El tradicional ritual del Ramadán.
Rob suspiró y miró su reloj, que estaba sobre la mesilla de noche. No eran más que las cuatro de la madrugada. Se quedó mirando el techo, escuchando los golpes y el estruendo de los tambores mientras Christine roncaba dulcemente a su lado.
Dos horas después, Christine le daba con el codo para despertarlo. Él se espabiló perezosamente. Se levantó y se dio una ducha con agua fría y tonificante.
Radevan y sus amigos esperaban fuera. Le ayudaron a cargar el Libro Negro en el maletero. Rob se comió un huevo duro y pan de pita en el coche mientras traqueteaban por el desierto hacia el valle de las Masacres. No tenían tiempo para quedarse a desayunar en el hotel.
Observó a los kurdos mientras cavaban. Era como si supieran que su trabajo casi había terminado, ocurriera lo que ocurriera. Parecían contentos de que aquel asunto llegara a su fin. Aquélla era su última jornada. Al día siguiente por la mañana llegaría el momento. Pasara lo que pasara. El estómago de Rob se retorció por la tensión.