A las once, el periodista subió a la colina cercana al valle y miró el agua lisa y plateada del Gran Proyecto Anatolia. Ya no estaba en la lejanía, sino a tan sólo un kilómetro y medio, y el agua parecía tomar velocidad, cayendo sobre las colinas e inundando los valles. El dique los protegería, pero la invasora inundación seguía siendo una visión amenazadora. Había una pequeña cabaña de pastores en la cima del dique. Como un centinela que los protegía de las aguas.
Se sentó sobre una roca y tomó algunas notas más, ensartando las preciosas perlas de la evidencia en el collar de la narrativa. Había una cita que no dejaba de aparecer en su mente. Recordó a su padre, en la iglesia mormona, recitándola. Del capítulo 6 del Génesis. «Aconteció que cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra, y tuvieron hijas, viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron de entre ellas por mujeres a las que quisieron…».
Durante media hora hizo anotaciones, tachó y volvió a escribir. Estaba muy cerca. La historia casi había acabado. Cerró el cuaderno, se giró y bajó la colina en dirección al valle. Encontró a Christine tumbada en el suelo, como si durmiera. Pero no estaba dormida. Miraba atentamente entre el polvo.
– Estoy buscando anomalías -dijo, levantando la vista hacia él-. Y he encontrado algunas. ¡Allí! -Se levantó, dio palmadas con las manos y los kurdos la miraron-. Por favor, señores. Pronto podrán volver a casa con sus familias y olvidarse de esta loca francesa. Sólo les pido un esfuerzo más, por favor. Allí.
Radevan y sus amigos cogieron sus palas y siguieron a Christine al otro extremo del valle.
– Caven hacia abajo, todo recto. Aquí. Y no muy hondo. A lo ancho y de forma superficial. Gracias.
Rob fue a buscar su pala para unirse a ellos. Le gustaba cavar con los kurdos. Así tenía algo que hacer en lugar de preocuparse por la posible insensatez de lo que estaban haciendo. Y de Lizzie. Lizzie. Lizzie. Lizzie.
Mientras cavaban, Rob le preguntó a Christine por los neanderta les. Ella le contó que había trabajado en varios yacimientos en los que vivieron los neandertales. Como Moula-Guercy, en la orilla del Ródano, en Francia.
– ¿Crees que se mezclaron con el Homo sapiens?
– Es posible.
– Pero yo pensaba que había una teoría que afirmaba que los neandertales simplemente habían desaparecido.
– La había. Pero también tenemos pruebas de que pudieron haberse mezclado con los humanos. -Christine se limpió el sudor de la cara con la manga-. Puede que incluso los neandertales se abrieran camino hasta el acervo genético humano. Si estaban despareciendo, incapaces de competir por comida o cualquier otra cosa, estarían desesperados por preservar su propia especie. Y eran más grandes que el Homo sapiens. Aunque posiblemente más estúpidos.
Rob vio a un pájaro que daba vueltas en el aire: otro buitre. Hizo una segunda pregunta:
– Si consiguieron mezclarse, ¿podría eso haber alterado el comportamiento de los humanos? ¿La cultura humana?
– Sí. Una posibilidad es el canibalismo. No consta que hubiera canibalismo organizado en el repertorio humano antes de, más o menos, el 300000 antes de Cristo. Pero no hay duda de que los neandertales eran caníbales. Así que… -Inclinó la cabeza, pensativa-. Así que es posible que los neandertales pudieran introducir algunos rasgos suyos. Como el canibalismo. -Un avión de la Fuerza Aérea turca cruzó el cielo. Christine añadió una idea más-: Esta mañana estuve pensando en el tamaño de los homínidos, los grandes. Los huesos que encontramos.
– Continúa…
– Bueno… Tu teoría de que podría haber una relación con el Asia Central tiene sentido. En cierto modo.
– ¿Cómo?
– El homínido más grande que jamás se ha encontrado apareció en Asia Central. Gigantopithecus. Absolutamente enorme. Un simio de quizá dos metros con setenta y cinco centímetros de altura. Como una especie de… yeti…
– ¿En serio?
Su novia asintió.
– Vivieron hace unos trescientos mil años. Podrían haber existido más tiempo, y algunos piensan que el Gigantopithecus podría haber sobrevivido lo bastante como para que su recuerdo persistiera en el Homo sapiens. Recuerdos de un simio enorme. -Movió la cabeza con un gesto de negación-. Pero por supuesto, esto es mucha imaginación. Lo más probable es que el Gigantopithecus desapareciera debido a la competencia del Homo sapiens. Nadie está muy seguro de lo que le ocurrió al Gigantopithecus. Sin embargo… -Hizo una pausa, inclinándose sobre su pala como un granjero que contempla sus campos.
Rob fue cayendo en la obvia conclusión. Sacó su cuaderno de notas y escribió con excitación.
– Lo que quieres decir es que quizá exista una tercera explicación, ¿no? Puede que el Gigantopithecus sí evolucionara, pero convirtiéndose en un rival mucho más serio para el Homo sapiens. ¿Es eso también posible?
Christine asintió frunciendo el ceño.
– Sí, es posible. De todos modos, no tenemos pruebas.
– Bien. Supongamos que ocurrió algo semejante -continuó Rob-. Entonces, ese nuevo homínido sería muy grande, agresivo y de gran inteligencia, ¿no es así? Algo que evolucionara para resistir condiciones brutales y rigurosas. Un fiero competidor por los recursos.
– Sí, estoy de acuerdo. Así sería.
– Y este gran homínido agresivo tendría también un temor instintivo a la naturaleza, a los inviernos sin fin y letales, a un Dios cruel y severo. Y sentiría una necesidad desesperada de expiación.
Christine se encogió de hombros como si no comprendiera la última idea; pero no tuvo tiempo de contestar porque Radevan los llamaba. Cuando Rob llegó, Christine ya estaba agachada sobre pies y manos limpiando más restos.
Había tres grandes vasijas a los pies de Radevan.
Estaban marcadas con sanjaks.
Rob supo enseguida lo que contenían las vasijas. Y no tuvo que decírselo a Christine, porque ella ya estaba abriendo una de ellas con el mango de una paleta. La antigua tinaja se desmenuzó y una cosa viscosa y de olor fétido rezumó sobre el polvo: un bebé medio momificado, medio licuado. El rostro no se conservaba tan intacto como los de los bebés que habían encontrado en la bodega de Edessa. Pero el grito de terror y dolor en la diminuta cara del pequeño era exactamente igual. Se trataba de otro sacrificio de un niño. Otro bebé enterrado vivo en una vasija.
Rob trató de no pensar en Lizzie.
Algunos de los kurdos habían visto la vasija y los restos. El bebé muerto y podrido. Lo señalaban y discutían. Christine les pidió que continuaran cavando. Pero ellos gritaban.
Mumtaz se acercó a Rob.
– Dicen que esto es peligroso. Que este lugar está maldito. Ven el bebé y dicen que deben irse. El agua llegará aquí pronto.
Christine les suplicó a los hombres en inglés. La discusión continuó. Algunos de los kurdos cavaban, otros se limitaron a quedarse de pie y discutir. El sol fue levantándose, ardiente y amenazador. Las palas y las paletas permanecían en el suelo sin ser utilizadas, lanzando destellos bajo la despiadada luz. El sol caldeaba el pequeño y viscoso cadáver del bebé. Aquel pequeño e indecente bulto de carne. Rob sintió un enorme deseo de enterrarlo de nuevo, cubrir aquella obscenidad. Sabía que se encontraba cerca de la solución del rompecabezas, pero también se sentía próximo a una especie de rendición nerviosa. La tensión era horrible.
Y entonces, aquella tensión empeoró. Algunos de los kurdos, lide rados por Mumtaz, tomaron una decisión: se negaron a continuar. A pesar de las súplicas de Christine, tres de ellos subieron las pendientes del valle y se subieron al segundo Land Rover.