Mumtaz miró en dirección a Rob cuando se iban, una extraña y nostálgica mirada. Después, el vehículo aceleró alejándose entre el polvo y la calima.
Pero se quedaron cuatro hombres, incluido Radevan. Y con el encanto que le quedaba a ella y el dinero que todavía poseía Rob, Christine les convenció de que terminaran la tarea. Así que todos recogieron sus palas y cavaron juntos. Cavaron durante cinco horas, atravesando el valle en oblicuo, removiendo la suficiente superficie seca y amarilla para dejar al descubierto lo que fuera necesario y, después, cambiando a otra parte.
Desenterraron partes de unos treinta esqueletos que yacían junto a las vasijas. Pero no se trataba de esqueletos normales. Eran una mezcla de los homínidos grandes, los híbridos y los pequeños cazadores-recolectores. Todos ellos mezclados, de manera indiscriminada y desordenada. Y todos los esqueletos mostraban algún daño, signos de muerte violenta. Golpes atroces en el cráneo, agujeros de arpones en la pelvis, brazos rotos, fémures rotos, cabezas destrozadas.
Habían desenterrado un campo de batalla. Un yacimiento terrible de masacre y lucha. Habían desenterrado el valle de la Matanza.
Christine miró a Rob. Él le devolvió la mirada.
– Creo que ya hemos acabado aquí. ¿Tú no? -dijo.
Christine asintió solemnemente.
Rob se metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono. La sensación era casi de euforia. La podía sentir en los pulmones y en su corazón. Lo había resuelto. Había descifrado el gran secreto que Cloncurry se había empeñado en ocultar. El secreto del Génesis. Y eso significaba que Rob, por fin, tenía poder sobre Cloncurry. Iba a conseguir que le devolvieran a su hija.
Ansioso, pero esperanzado por primera vez en estas amargas semanas, marcó el número. Estaba a punto de telefonear a Cloncurry y exigirle la devolución inmediata de su hija cuando escuchó una voz.
– Vaya. Hola.
Rob se giró. Había una figura de pie en la cima de la colina que se encontraba sobre ellos, entre el valle y el sol del oeste. El sol brillaba tanto por detrás de aquella figura que Rob no pudo adivinar quién era. Entrecerró los ojos y levantó un brazo.
– ¿He engordado? Qué deprimente. ¿Seguro que no me reconoce?
Rob sintió que la sangre se le coagulaba del susto.
Jamie Cloncurry estaba en la colina con una pistola en la mano. El arma apuntaba a Rob. El asesino tenía dos hombres grandes a su lado. Dos kurdos enormes con negros bigotes y visiblemente armados. Los dos matones sostenían entre ellos una pequeña figura atada con correas.
¡Lizzie! Viva, pero claramente asustada y amordazada con fuerza.
Rob miró a izquierda y a derecha, hacia Radevan y sus amigos. Buscaba ayuda.
Cloncurry se rió.
– Yo no esperaría ninguna ayuda de su parte, señor Robbie. -Con un gesto lánguido, le hizo una señal a Radevan.
Radevan asintió obediente. Se giró, miró a Rob y a Christine y luego frotó el dedo pulgar con el índice.
– Inglés mucho dinero. Dólares y euros. Dólares y euros…
Luego hizo una señal a sus amigos y el resto de los kurdos dejaron caer sus herramientas alejándose del periodista y de Christine, abandonándolos a su suerte con despreocupación.
Rob vio, boquiabierto, derrotado y desolado, cómo los kurdos subían con calma la colina en dirección al Land Rover. Radevan abrió el maletero del vehículo y sacó Libro Negro. Lo acercó hasta Cloncurry, dejándolo sobre el polvo junto a Lizzie. El asesino sonrió y asintió y Radevan volvió al coche, se montó en el asiento delantero y se alejó levantando el polvo con las ruedas y llevándose con él las escopetas y la pistola.
El polvo naranja quedó suspendido en el aire, como un reproche, mientras el vehículo desaparecía por el horizonte quemado por el sol, dejando a Rob y a Christine solos e indefensos en el fondo del valle.
Por encima de ellos estaba Cloncurry, armado, con los otros dos kurdos. El asesino tenía su vehículo de tracción a las cuatro ruedas aparcado a unos cientos de metros, plateado y reluciente bajo la luz del desierto. Obviamente, había ido a pie para sorprenderles. Y había funcionado.
Estaban atrapados. Lizzie se puso de rodillas, amordazada y atada, sobre el polvo, mirando a su padre con ojos de desesperación y perplejidad, implorándole que la salvara.
Pero Rob sabía que no podía. Sabía qué iba a ocurrir a continuación. Y no iba a ser un rescate heróico.
Cloncurry iba a matar a Lizzie delante de él. Iba a sacrificar a la primogénita de Rob, allí, en el desierto, mientras los cuervos y las águilas ratoneras daban vueltas por el cielo. Su hija iba a morir, cruel y brutalmente, en los próximos minutos. Y Rob se vería obligado a mirar.
49
Cloncurry le hizo una señal con la pistola a Rob y a Christine.
– Más allá, tortolitos.
Rob miró a su hija arrodillada sobre la arena, perpleja y completamente angustiada. Luego miró con una rabia feroz a Cloncurry. Nunca había sentido tantas ansias de atacar a alguien. Quería descuartizarlo con sus propias manos, con los dientes. Sacarle los ojos con los pulgares.
Pero Rob y Christine estaban atrapados y desarmados. Tenían que obedecer. Siguiendo las lánguidas órdenes de Cloncurry, subieron a un pequeño montículo en medio del valle, a una especie de loma arenosa, aunque Rob no tenía ni idea de por qué Cloncurry quería mantenerlos sobre esa elevación.
El viento susurraba melancólico. Christine parecía estar a punto de llorar. Rob miró a izquierda y derecha, deseando encontrar alguna vía de escape. No había escapatoria.
¿Qué hacía Cloncurry? Rob entrecerró los ojos protegiendo su mirada del sol con una mano. Parecía que Cloncurry tenía una especie de teléfono u otra clase de aparato en la mano. Lo apuntaba hacia la izquierda, hacia la crecida invasora, donde el dique les protegía de la inundación.
– No todos los días consigue uno mutilar y matar a un niño delante de su padre, así que creo que debemos celebrarlo -dijo finalmente Cloncurry-. De hecho, con fuegos artificiales. Pues bien. Allá vamos. ¡Que empiecen las olas!
Apretó un botón del aparato que sostenía. Una fracción de segundo después, el ruido de una explosión atronó todo el desierto seguido de una fuerte ola expansiva. Cloncurry había volado la pequeña cabaña de pastor que había sobre el dique. Cuando el humo y las llamas desaparecieron, Rob vio por qué.
No era sólo la cabaña lo que Cloncurry había hecho volar por los aires. La mitad del dique había desaparecido también. Y ahora la crecida salía por el hueco. Había encontrado este canal más bajo y el agua caía por los lados del valle. Toneladas de agua deslizándose a chorros con un gran estruendo. Abriéndose camino, muy rápido.
Rob agarró a Christine con fuerza y la empujó a la cima del montículo. El agua había llegado ya a borbotones a su lado. Miles de metros cúbicos de agua; parte de ella rodeando ya sus tobillos. Rob miró hacia la colina. Cloncurry se reía.
– Espero que sepan nadar.
El agua caía ahora en cascada, anegando el valle, golpeando contra los pies de Rob. Un muro de agua que rugía y lo inundaba todo, arrastrando con ella una repulsiva capa de suciedad. Flotando en la superficie se veían huesos y los restos del bebé momificado y algunos cráneos de guerreros, girando, subiendo y bajando. Enseguida, las aguas sucias y turbulentas habían rodeado a Rob y Christine por completo, subidos en su pequeño monte. Si continuaba elevándose, se ahogarían.
– ¡Perfecto! -exclamó Cloncurry-. No pueden imaginarse lo difícil que ha sido. Tuvimos que venir aquí en mitad de la noche para prepararlo todo. En aquella fea cabaña. Montones de explosivos. Complicado. ¡Pero ha funcionado a la perfección! Qué enormemente gratificante.
Rob miró a Cloncurry a salvo sobre su montículo. No sabía qué pensar de aquel hombre, de su completa locura mezclada con este ingenio taimado. Cloncurry hizo su habitual comentario casi telepático: