El periodista abrió los ojos. Una bala había surcado el agua, alcanzando a Cloncurry. Una bala tan violenta que le había arrancado limpiamente la mano al asesino.
Pestañeó y miró con atención. ¡Cloncurry había perdido una mano! La sangre de la arteria salía a borbotones de la muñeca herida. El cuchillo había caído dando vueltas en el agua.
Cloncurry se miró la espantosa herida, confundido. Su expresión era de profunda curiosidad. Hubo un segundo disparo, surgido, de nuevo, de la nada. ¿Quién disparaba? Y esta vez casi le arranca el brazo a la altura del hombro. Su brazo izquierdo, ya sin mano, le colgaba ahora de unos cuantos músculos rojos y la sangre se derramaba sobre el polvo desde la herida abierta en el hombro.
Los dos kurdos dejaron caer a Lizzie, se dieron la vuelta con pánico en los ojos y, cuando un tercer disparo rasgó el aire del desierto, echaron a correr.
Cloncurry cayó de rodillas. Claramente, el tercer disparo le había alcanzado en la pierna. Se arrodilló sangrando sobre la arena, hurgando en el suelo con ansiedad. ¿Qué buscaba? ¿Su propia mano arrancada? ¿El cuchillo? Lizzie estaba tumbada a su lado, amordazada y completamente atada. Rob estaba en el agua sumergido hasta la rodilla. «¿Quién dispara? ¿Quién? ¿Y dónde está la pistola de Cloncurry?». Rob miró a su izquierda. Pudo ver una polvareda en la distancia. Quizá se acercaba un coche, pero el polvo le impedía ver. ¿Dispararían también a Lizzie?
Rob se dio cuenta de que tenía una oportunidad. Ahora. Se sumergió en el agua, se zambulló y nadó. Nadaba por la vida de Lizzie, nadaba entre los huesos y los cráneos. Nunca había nadado tan fuerte y nunca se había enfrentado a unas aguas tan peligrosas y con tanto oleaje… Dio patadas y movió los brazos, tragándose bocanadas enteras de agua fría, y entonces golpeó con una mano la tierra seca y caliente y trató de incorporarse. Cuando salió del agua, jadeando y escupiendo, vio a Cloncurry a pocos metros de él.
Cloncurry estaba tendido y utilizaba el cuerpo de Lizzie como escudo ante posibles disparos. Pero tenía la boca abierta del todo y babeando. Y la cerraba sobre el suave cuello de la niña. Como un tigre que mata a una gacela. Jamie Cloncurry iba a morder el cuello de la pequeña, arrancarle a yugular.
Una oleada de furia recorrió el cuerpo de Rob. Se lanzó por la arena y corrió justo cuando los afilados dientes del asesino se acercaban a la tráquea de su hija. Le dio una patada a Cloncurry en la cabeza separándolo de su hija. Y volvió a hacerlo: golpeó al asesino por segunda vez y, después, una tercera y Cloncurry cayó en la arena con un grito de dolor y su brazo medio amputado colgando inútil.
Ahora tenía a Cloncurry a su merced. Podía mantenerlo allí tanto tiempo como quisiera.
Pero Rob no tenía intención de mostrar piedad.
– Es tu turno -dijo.
Se metió la mano en el bolsillo en busca de su navaja suiza. Despacio y con cuidado abrió la hoja más grande y la giró en el aire por un momento. Después, bajó la mirada.
Rob se descubrió a sí mismo sonriendo. Se preguntaba qué hacer primero, cómo torturar y mutilar a Cloncurry de manera que le causara el máximo dolor antes de su inevitable muerte. ¿Clavarle el cuchillo en el ojo? ¿Arrancarle una oreja? ¿Arrancarle el cuero cabelludo? ¿Qué? Pero cuando levantó el cuchillo vio algo en la lasciva expresión de Cloncurry. Una especie de vergüenza compartida y exultante, una maldad esperanzada pero desafiante. El sabor a bilis invadió la garganta del periodista.
Moviendo la cabeza, cerró la navaja y la volvió a guardar en el bolsillo. Cloncurry no iba a ir a ningún lado. Iba a morir desangrado allí mismo. Tenía la pierna destrozada, la mano le había desaparecido y el brazo le colgaba. Estaba desarmado y mutilado, muriéndose por la conmoción del dolor y la pérdida de sangre. Rob no necesitaba hacer nada.
Separándose del asesino, se giró hacia su hija.
Le quitó de inmediato la mordaza. Ella gritaba: «¡Papi, papi, papi!» y luego exclamó: «¡Christine!», y Rob se dio la vuelta avergonzado. Casi se había olvidado de Christine en su ansia por salvar a Lizzie; pero la francesa se estaba salvando a sí misma y, un momento después, Rob extendió la mano hacia el agua para agarrar su mano y ayudarla a salir de las olas. Tiró de ella hacia la arena y se quedó tumbada, jadeando.
Entonces Rob escuchó un ruido. Dándose la vuelta vio que Cloncurry se arrastraba por la arena, rechinando y despacio, con el brazo a medio amputar colgándole de un lado y la herida de la pierna muy abierta y en carne viva. A medida que se arrastraba, iba dejando un rastro de sangre detrás de él. Iba directo al agua.
Se disponía a hacer el último sacrificio: el suicidio. Jamie Cloncurry iba a ahogarse. Rob lo observaba paralizado y horrorizado. Cloncurry estaba ya al borde del agua. Con un gruñido de enorme dolor recorrió el último metro y, después, cayó en las olas frías y espumosas con una gran zambullida. Por un momento, su cabeza flotó entre las sonrientes calaveras y sus ojos brillantes miraron directamente a Rob.
Luego se hundió bajo las olas. Bajando suavemente en espiral para unirse a los huesos de sus antepasados.
Christine se incorporó y agitó el teléfono para asegurarse de que aún funcionaba. Por fin, milagrosamente, encontró cobertura, llamó a Sally y comenzó a contarle la buena noticia. Rob escuchaba medio aturdido, medio soñando. Se vio a sí mismo oteando el horizonte sin saber por qué. Entonces, un minuto después, fue consciente de por qué lo hacía.
Había coches de policía avanzando a toda velocidad por la arena, abriéndose paso entre las lenguas del agua. Unos momentos más tarde, la cima de la colina estaba llena de policías, oficiales y soldados. Y allí estaba Kiribali. Con su traje inmaculado y una amplia sonrisa, dando órdenes por radio e instrucciones a sus hombres.
Rob se quedó sentado en la arena y abrazó a su hija con fuerza.
50
Dos horas después se dirigían despacio de vuelta a Sanliurfa. Rob, Christine y Lizzie estaban envueltos en mantas en el asiento trasero de un coche grande de policía, uno de un largo convoy de vehículos policiales.
Caía la noche. La ropa de Rob se secaba con el calor del desierto y la suave y apacible brisa que silbaba entre las ventanillas del coche. Los últimos rayos de sol eran vetas de color carmesí contra el color púrpura y negro del oeste oscurecido.
Kiribali iba en en el asiento del pasajero de la parte delantera del coche. Se giró y miró a Rob y a Christine y, después, sonrió a Lizzie.
– Por supuesto, Cloncurry le ha estado pagando a los kurdos durante todo este tiempo -dijo el policía, dirigiéndose al periodista-. Les pagaba más que nosotros y más que usted. Durante un tiempo supimos que estaba ocurriendo algo. El asesinato de Breitner, por ejemplo. Los yazidis no pretendían matarlo, sólo asustarle. Pero fue asesinado. ¿Por qué? Alguien había convencido a esos hombres de la excavación para que… fueran más allá. Su amigo Cloncurry.
– Muy bien. ¿Y luego…?
Kiribali suspiró y se quitó un poco de polvo del hombro.
– He de confesar que durante un tiempo no supimos nada. Estábamos perplejos y confundidos. Pero recibí una llamada, muy recientemente, de su excelente policía de Scotland Yard. Aunque nosotros nos encontramos en un aprieto, Robert. Porque no sabíamos dónde estaba usted -Kiribali sonrió-. ¡Y luego apareció Mumtaz! El pobre acudió a mí. Nos lo contó todo, justo a tiempo. Siempre es bueno tener… contactos.
Rob miró a Kiribali, apenas asimilando lo que le contaba. Entonces se miró las manos. Seguían estando un poco manchadas de sangre seca, la sangre de Cloncurry. Poro no lo preocupó. No le importaba en absoluto. ¡Había salvado la vida de su hija! Eso era lo único que importaba. Sus pensamientos eran una mezcla de ansiedad, alivio y una extraña alegría dolorosa.