Kiribali frunció el ceño.
– ¿Y qué importancia es ésa?
– Jerusalem Whaley había sabido así la verdad sobre la caída del hombre y la génesis de la religión. Había demostrado que la religión era una farsa, una memoria popular, una pesadilla revivida. Pero también había descubierto algo más: que un rasgo de maldad se había infiltrado en el linaje de los humanos y que ese rasgo dota a los que lo tienen de gran talento, inteligencia y carisma. Les convierte en líderes. Pero los líderes tienden al sadismo y a la crueldad a causa de este mismo grupo de genes. Jerusalem Whaley no tenía más que mirar su propio linaje para tener una prueba, especialmente su brutal padre, que descendía asimismo de Oliver Cromwell. Dicho de otro modo, Whaley había descubierto una verdad atroz: que el destino del hombre es ser liderado por el cruel, porque el sadismo y la crueldad están relacionados con los genes que convierten a los hombres en líderes inteligentes y carismáticos. Los genes de los hombres del norte.
Kiribali se disponía a hablar, pero Rob lo detuvo con un gesto. Casi había terminado.
– Destrozado por esta revelación, Jerusalem Whaley ocultó las pruebas: el cráneo y el mapa; el Libro Negro que Christine y yo encontramos en Irlanda. Y luego se retiró a la isla de Man, abatido y asustado. Estaba convencido de que el mundo no podría soportar la verdad. No sólo que todas las religiones abrahámicas estuvieran basadas en una falsedad, una amalgama de terrores recordados y ansias de sacrificios, sino que todos los sistemas políticos, aristocráticos, feudales, oligárquicos o incluso democráticos iban a terminar produciendo líderes predispuestos a la violencia. Hombres a los que les gusta asesinar y celebrar sacrificios. Hombres que enviarían a miles de personas a una fosa. Hombres que conducirían un avión hacia una torre llena de inocentes. Hombres que harían estallar bombas de racimo sobre una indefensa aldea del desierto.
Kiribali lo miraba con tristeza.
– Y así fue como se disolvió el Club del Fuego del Infierno y el asunto fue ocultado. Pero una familia conservó la terrible verdad des cubierta por Jerusalem Whaley.
– Los Cloncurry.
– Exacto. Los descendientes de Jerusalem y Burnchapel Whaley. Ricos, privilegiados y sedientos de sangre, los Cloncurry llevaban el gen de Gobekli. También transmitieron el conocimiento después de que ellos lo adquirieran de Tom Whaley. Este conocimiento era el mayor secreto de la familia y nunca debía ser revelado. Si era transmitido alguna vez, las élites de todo el mundo serían derrocadas y el islam, el judaismo y el cristianismo, destruidos. Resultaría apocalíptico. El fin de todo. La tarea de la familia Cloncurry, tal y como ellos la consideraban, era por tanto garantizar que esta espantosa verdad permaneciera oculta.
– Y entonces apareció el pobre Breitner.
– Algo así. Tras varios siglos de silencio, los Cloncurry supieron que finalmente Gobekli estaba siendo excavado por Franz Breitner. Aquello no presagiaba nada bueno. Si encontraban también el cráneo y el mapa y alguien reunía todas las piezas, la verdad saldría a la luz. El descendiente más joven de la familia, Jamie Cloncurry, reclutó así a algunos niños ricos, sus acólitos, para formar banda religiosa con este único objetivo: encontrar y destruir el Libro Negro.
»Pero Jamie Cloncurry sufría de otra maldición dinástica: acarreaba una versión intensa de los genes de Gobekli. Atractivo y carismático, líder de gran talento, estaba aquejado de psicosis. Creía tener derecho a matar según su voluntad. Cuando se frustraban sus deseos de encontrar el cráneo y el mapa, el gen de Gobekli aparecía.
Hubo un silencio muy largo.
Por fin, Kiribali se levantó. Se tiró de los puños de la camisa y se ajustó la corbata.
– Muy bien. Me encantan las historias así. -Miraba directamente a Rob-. Las mejores partes de la Biblia y del Corán contienen las mejores de las historias. ¿No cree? Yo siempre lo he creído.
Rob sonrió.
Kiribali caminó unos cuantos metros en dirección a los megalitos. Las lustrosas punteras de sus zapatos brillaban a la luz de la luna. Miró hacia atrás.
– Existe un epílogo interesante, Robert…, en todo esto.
– Sí.
– Sí… -La voz del detective era sibilante en mitad de aquel silencio-. He estado hablando con el detective Forrester.
– ¿El inspector?
– Correcto. Y me ha contado algo curioso sobre usted y Cloncurry. Verá. Casi le he presionado para que me diera información. -El detective se encogió de hombros sin mostrar vergüenza-. Ya sabe usted cómo soy. Y tras algunas preguntas, Forrester ha reconocido lo que descubrió en su investigación. Por internet.
Rob miró a Kiribali.
– Robert Luttrell. Es un nombre bastante poco usual. Diferente, ¿verdad?
– Es de procedencia escocesa e irlandesa, creo.
– Exacto. De hecho -continuó Kiribali-, también se encuentra en los alrededores de Dublín. Y es esa rama la que en su mayoría emigró a América, a Utah. De donde es usted. -Kiribali se colocó la chaqueta-. Éste es, por tanto, el intrigante epílogo: parece casi seguro que usted desciende de ellos, de los Luttrell de Dublín. Y ellos también fueron miembros del Club del Fuego del Infierno. Sus antepasados estaban relacionados con la familia Cloncurry.
Hubo una pausa significativa.
– Eso ya lo sabía yo -admitió Rob, al cabo de un instante.
– ¿Sí?
– Sí -confesó Rob-. Al menos, lo imaginaba. Y Cloncurry también lo sabía. Por eso hacía tantas insinuaciones a los lazos familiares.
– Pero eso significa que posiblemente usted tenga el gen de Gobekli. ¿Lo sabe?
– Por supuesto -contestó Rob-. Aunque es un grupo de genes, en caso de que lo tenga. Soy hijo tanto de mi madre como de mi padre.
Kiribali asintió mirándolo atentamente.
– Sí, sí, sí. ¡La madre de un hombre es importante!
– E incluso si llevara alguno de esos rasgos, no significa que esté obligado a cumplir mi destino. Tendría que encontrarme en una situación específica y mi entorno también tendría algo que ver. La interacción es muy compleja. -Hizo una pausa-. Probablemente no entraré en política…
El detective se rió. Rob siguió hablando.
– Así que creo que estaré bien. Siempre que nadie me dé ningún misil.
Kiribali juntó sus tacones de golpe, como si obedeciera las órdenes de un comandante invisible. Entonces se giró, cogió su teléfono móvil de la chaqueta y caminó de vuelta hacia el coche, pensando que quizá Rob deseaba estar solo.
Rob se puso de pie y se limpió el polvo de los vaqueros. Luego bajó por el ya familiar sendero de grava hacia el corazón del templo.
Cuando llegó al nivel de las excavaciones, miró a su alrededor, recordando los momento divertidos que había experimentado allí, en Gobekli, bromeando con los arqueólogos. También era el lugar donde había visto por primera vez a Christine, la mujer de la que ahora estaba enamorado. Pero era también donde Breitner había muerto. Y donde habían comenzado los terribles sacrificios. Hacía diez mil años.
La luna se elevaba, blanca y lejana. Y había piedras. Silenciosas e imperiosas en mitad de la noche. Rob paseó entre los megalitos. Se inclinó para tocar las figuras. Con suavidad, casi con recelo, perdido en una especie de sobrecogimiento, un reacio pero marcado respeto por aquellas enormes y antiguas piedras, por aquel misterioso templo del Edén.