– Mi prometido y yo nos hemos separado de forma amistosa. -Eligió el aspecto más positivo de la mañana, confiando en que, de ese modo, el agente pensaría que no había abandonado a nadie ni había incumplido voto alguno.
– Por supuesto -dijo él. Y se pasó la mano por el pelo color castaño. Unos mechones le cayeron sobre la frente de una forma tan sexy que ella se turbó-. Entonces, ¿por qué lloraba?
Kendall se secó los ojos.
– Por el sol.
– ¿En serio? -Rick entornó los ojos y la observó-. ¿Y el rimel corrido?
Observador, inteligente, atractivo. Una combinación explosiva, pensó Kendall. Veía más allá de lo superficial y ella, a pesar del calor, se estremeció.
– Vale, me ha pillado comportándome como la típica mujer. -Suspiró-. He llorado. -Kendall todavía no sabía si se trataba de un llanto tardío por la reciente muerte de su tía o de puro alivio por no haber acabado atrapada en las redes del matrimonio, o bien por ambas cosas. En cualquier caso, había subido al coche aliviada y se había marchado de allí-. Soy impulsiva -dijo riéndose.
Rick no se rió.
Kendall sabía que tenía que haber esperado, haberse calmado y luego haberse ido hacia el oeste. Sedona, en Arizona, era su sueño, el lugar donde confiaba perfeccionar su técnica y aprender más sobre el diseño de joyas. Todavía apenada por la muerte de su tía, había sentido la tentación de ir a Yorkshire Falls, a reencontrarse con la vieja casa y los recuerdos que ésta contenía. El hecho de haber heredado el patrimonio de su tía suponía una ventaja, aunque no había planeado nada al respecto. Tendría que haber ido a casa a cambiarse de ropa antes de dirigirse a Yorkshire Falls.
Al ver que el agente permanecía en silencio, Kendall se lanzó; los nervios le hacían hablar mientras él la miraba de hito en hito.
– Mi tía siempre decía que el impulso no te lleva muy lejos. Toda una adivina, ¿no? -Analizó la situación: tirada en la carretera con un vestido de novia y en el maletero sólo la ropa para la luna de miel; sin apenas dinero en el bolso y con el único plan de refugiarse en casa de su tía fallecida.
– Su tía parece una mujer sensata -dijo Rick finalmente.
– Lo es. Es decir, lo era. -Kendall tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta. Tía Crystal había muerto hacía varias semanas en la residencia que Kendall había pagado, un gasto que le había supuesto tener que renunciar a su libertad casi por completo. Kendall lo había hecho de buena gana, sin que su tía se lo pidiera. Había dos personas en el mundo por las que haría cualquier cosa: su tía y Hannah, su hermana pequeña de catorce años. Con el paso de los años, Kendall había pasado de guardarle rencor a su hermana a quererla. En cuanto hubiera acabado con los asuntos de Crystal, antes de marcharse al oeste, iría a ver a Hannah al internado.
El policía la miraba con recelo, entornando los ojos color avellana que los rayos del sol tornaban dorados.
– Vamos, confiese el verdadero motivo por el que está aquí y podremos acabar con esto.
– ¿Acabar con qué? No sé a qué se refiere. -Pero ya se le había disparado la adrenalina.
– Vamos, nena. La he rescatado. ¿Qué cree que ocurrirá a continuación?
– Pues ni idea. ¿Haremos el amor en el asiento trasero del coche patrulla?
Cuando los ojos de Rick se oscurecieron hasta adoptar un tono tempestuoso, Kendall percibió la atracción sexual, y habría preferido morderse la lengua y haberse ahorrado ese comentario sarcástico. Sin embargo, tenía que admitir que sentía lo mismo; le habría arrastrado hasta el bosque para que fuese suyo. No terminaba de creérselo, pero el policía la excitaba. Más que cualquier otro hombre que hubiera conocido, incluido Brian.
– Al menos hemos avanzado algo. Entonces, ¿admite que se trata de una trampa?
– No admito nada de nada. De hecho, no tengo ni idea de qué está hablando. -Puso los brazos en jarras-. Dígame, agente, ¿es así como las fuerzas de seguridad de Yorkshire Falls reciben a los recién llegados? ¿Con mal gusto, sarcasmo y acusaciones? -No esperó a que respondiera-. Porque si lo es, no me extraña que la población siga siendo tan reducida.
– Somos quisquillosos respecto a los nuevos habitantes.
– Bueno, menos mal que no pienso quedarme aquí mucho tiempo.
– ¿Acaso he dicho que no quiero que se quede? -Esbozó una sonrisa desganada.
Incluso cuando era sarcástico y lanzaba acusaciones, su voz era tan seductora que rezumaba atracción. Sexo. Kendall se estremeció.
Se relamió los labios secos. Tenía que irse de allí.
– Aunque deteste pedírselo, ¿podría llevarme hasta el 105 de Edgemont Street? -No le quedaba más remedio que confiar en su insignia, su integridad y en su propio instinto sobre Rick, a pesar de su temperamento.
– ¿El 105 de Edgemont? -Se puso tenso por la sorpresa.
– Es lo que he dicho. Déjeme allí y no volverá a verme.
– Eso es lo que cree -farfulló.
– ¿Perdone?
Rick movió la cabeza, volvió a farfullar y luego la miró.
– Eres la sobrina de Crystal Sutton.
– Sí, soy Kendall Sutton, pero ¿cómo…?
– Yo soy Rick Chandler. -Hizo ademán de ir a tenderle la mano, pero se lo pensó dos veces e introdujo el puño en el bolsillo del pantalón.
Ella tardó un minuto en asimilar aquellas palabras, pero nada más hacerlo le miró de nuevo.
– ¿Rick Chandler? -Su tía Crystal sólo había conservado una amiga después de que Kendall la trasladara a la residencia de Nueva York. Observó las atractivas facciones del hombre-. ¿El hijo de Raina Chandler?
– Exacto. -Todavía no parecía muy satisfecho.
– Ha pasado mucho tiempo. Una eternidad. -Desde que tenía diez años y pasara un verano feliz con tía Crystal antes de que le diagnosticaran la artritis y Kendall tuviera que marcharse. Apenas recordaba haber conocido a Rick Chandler, ¿o había sido a uno de sus hermanos? Se encogió de hombros. Habiendo pasado un único verano en el pueblo, y con apenas diez años, no había entablado amistades duraderas, y perdió el contacto con ellas en cuanto se hubo marchado.
Seguir adelante era el motor que impulsaba la vida de Kendall. Sus padres eran arqueólogos y se iban de expedición a lugares remotos del mundo. De niña casi nunca sabía dónde estaban y ahora le interesaba tanto su paradero como a ellos el suyo.
Kendall había vivido con ellos en el extranjero hasta los cinco años, cuando la habían enviado de vuelta a los Estados Unidos para que se hicieran cargo de ella otros familiares. En numerosas ocasiones se había preguntado por qué sus padres habían tenido una hija a la que no pensaban criar, pero nunca había estado con ellos el tiempo suficiente para preguntárselo… hasta que nació Hannah, y entonces sus padres se quedaron cinco años en los Estados Unidos. A los doce, casi trece, años, Kendall había vuelto a vivir con ellos, pero no había abierto su corazón a las personas que, prácticamente, la habían abandonado pero que, sin embargo, habían regresado por la recién nacida. En ese tiempo, la distancia entre Kendall y sus padres había aumentado, a pesar de que entonces no los separasen océanos ni continentes; y ahí permaneció hasta que ellos se marcharon. Entonces Kendall tenía dieciocho años y estaba sola.
– Te has hecho mayor. -La voz de Rick la devolvió al presente. Frunció los labios y esbozó una sonrisa encantadora.
No cabía duda, Rick tenía estilo.
– Tú también te has hecho mayor -repitió como una estúpida a aquel hombre espectacular; uno cuyas raíces en aquel pueblo eran más profundas que las de cualquier árbol. Kendall desconocía lo que era echar raíces y un hombre atractivo con semejantes características sólo podía representar problemas para una mujer destinada a la vida nómada.
– ¿Sabe mi madre que hoy venías al pueblo? -le preguntó Rick.
Kendall negó con la cabeza.