Eso fue lo que detuvo la algarabía.
– Todos sabéis que no estoy para organizar cosas -dijo con voz queda-. Por eso he contratado a un maestro de ceremonias. -Hizo un gesto a Rick con el dedo para que se acercara-. Intenté convencer a tus hermanos para que lo fueran pero ellos se negaron.
– Les debo una -musitó él.
– Bueno, empecemos -sugirió Raina.
– ¡Así podremos comer! -exclamó alguien desde el fondo de la sala.
Rick entornó la mirada al oír una voz conocida y buscó al hombre solitario.
– Samson, ¿eres tú?
A Rick le costó un poco localizar al viejo, pero es que era un experto en fundirse entre la multitud. El hombre de los patos, el nombre que los niños daban a Samson Humphrey, se pasaba el día en el parque que había al lado del restaurante de Norman, no hablaba con casi nadie y parecía un sin techo, aunque no lo era. También era el ladrón de bragas, aunque no lo supiera nadie aparte de Rick, Charlotte y Roman. No era su estilo aparecer en un lugar tan concurrido, a no ser que…
– Por supuesto que es él. No iba a perderse un sándwich de pollo de Norman gratis -dijo Norman.
– Tú lo has dicho -declaró Samson, confirmando las sospechas de Rick-. Pero si has usado la mostaza esa de miel, la sofisticada, no pienso comerlo.
– Mira que eres desagradecido -farfulló Norman.
Antes de que Rick interviniera, Raina dio una palmada, probablemente para impedir el alboroto antes de que empezara. Entonces, sin previo aviso, una comitiva bajó por la escalera.
– Ésta es tu vida, Rick Chandler -dijo Gran Al, el entrenador de béisbol del instituto, ya retirado, por el estruendoso micrófono inalámbrico, sin importarle que estuvieran dentro de una casa.
Rick contempló anonadado cómo su pasado desfilaba ante sus ojos. Una mezcla variopinta formada por sus viejos profesores, entrenadores y amigos se reunió en el salón de casa de su madre.
Se le encogió el estómago.
– No me lo puedo creer.
– Claro que sí. -El regocijo de su madre era tan grande como la sensación de Rick de fatalidad inminente.
Con Kendall a su lado y Hannah riéndose desde la banda, le fueron empujando por entre el enjambre de gente. Al final lo hicieron sentar en primera fila, rodeado por su madre, sus hermanos, Charlotte, Kendall y Hannah. El resto de los invitados se arremolinaron a su alrededor.
– Que empiece el espectáculo.
Rick hizo una mueca por el estruendo. Era obvio que Gran Al creía que estaba en un campo de rugby.
– La señora Pearson, que hace poco se ha jubilado de la escuela de Yorkshire Falls, fue maestra de Rick en el parvulario. Adelante, señora Pearson. -Al pasó el micrófono a la mujer menuda y de pelo cano situada a su derecha.
– Probando, probando. -Al se acercó el micrófono a los labios y emitió un chillido agudo que hizo que los presentes se encogieran del susto y se quejaran-. Lo siento. Hace siglos que no uso un puto chisme de éstos. Quiero decir el micro. En cuanto me jubilé dejé de cuidar el lenguaje. -Se rió-. Bueno, continuemos.
– No, por favor -dijo Rick.
– No seas cobarde, hermanito. Lo superarás. -Chase se cruzó de brazos y sonrió.
Rick pensaba vengarse de su hermano cuando llegara su cumpleaños.
– Rick era un niño imaginativo -dijo la señora Pearson con su mejor tono de maestra-. Y desde el comienzo supo cómo atraer a la gente. Y ya de pequeño tenía dotes de empresario. Recuerdo un día, a la hora del recreo, cuando vi que todos los niños, bueno, sobre todo las niñas, estaban haciendo fila detrás de él.
– Rick siempre fue encantador -dijo Raina.
Rick negó con la cabeza y notó que se sonrojaba. ¿No era ya demasiado mayor como para que su madre le sacara los colores? Obviamente no. Mierda.
– Bueno, bueno, sin interrupciones -dijo la señora Pearson, pero con una sonrisa en los labios, porque le gustaba volver a ser el foco de atención, por poco que durara-. Resulta que el pequeño Rick había ido al médico a hacerse una revisión esa semana. El doctor Litde, a quien seguro que todos recordáis aunque ya esté muerto…
Se produjo un murmullo de asentimiento y un «que en paz descanse».
– Pues al parecer, el doctor Litde le había dicho a Rick que tenía las orejas tan limpias que a través de ellas se podía ver hasta la China. Y Rick, como era muy listo, puso a los niños en fila y cobraba peniques a quien quisiera ver cómo era la China de primera mano.
Los invitados ovacionaron a la señora Pearson mientras le pasaba el micro a la señorita Nichol, otra maestra del colegio, que se parecía a Lucille Ball.
– Espero que no vayan curso por curso -dijo Rick.
– Oh, no, sólo los momentos estelares -le tranquilizó Raina dándole una palmadita en la mano.
– Genial.
Kendall se rió y el espectáculo tipo Esta es su vida continuó. Rick soportó una anécdota no tan terrible de la todavía pelirroja señorita Nichol, un recordatorio de sus travesuras infantiles de otro maestro e historias embarazosas de su época de instituto sobre cuando el entrenador lo pilló dándose el lote con chicas detrás de las gradas.
Tenía que reconocerle el mérito a su madre. Había conseguido alegrarle la noche e incluso hacerle olvidar qué significaba esa fecha para él, por lo menos durante un rato. Al advertir su sonrisa de complicidad, se dio cuenta de que lo había organizado a propósito. Antes de que le diera tiempo a decidir sí era positivo o no, Kendall lo cogió de la mano. Cálida y suave al contacto con su piel, lo cual le recordó lo mucho que añoraba estar con ella.
Ella se inclinó hacia él para susurrarle al oído.
– Estoy obteniendo más información con este espectáculo que gracias a ti.
– Nunca te he excluido. -Con Kendall había sentido más, había dado más de sí mismo que nunca. Y en el aniversario del mayor desastre de su vida, aquello le asustaba.
Kendall lo asustaba, lo cual no era fácil de reconocer. Así pues, no, pensó Rick, salvo por ese recuerdo, que aún era demasiado doloroso, porque Kendall, al igual que Jillian, se marcharía, no la había excluido. Más bien al contrario, había dejado que se le acercara demasiado.
Antes de que Kendall tuviera tiempo de responder, su madre habló por el micrófono.
– Como sabéis, mis hijos son lo mejor del mundo. Aunque todavía no me hayan dado nietos. -Detrás de ella, Eric carraspeó, porque obviamente no le parecía bien que se quejara en público.
A Rick tampoco. La diferencia era que ya se había acostumbrado a su queja.
– En serio, tengo unos hijos maravillosos. Cuidan de mí cuando lo necesito. -Se llevó la mano al pecho.
Y dirigió la mirada a algún punto lejano, como un sospechoso que tiene algo que ocultar. Pero esa comparación no tenía ningún sentido.
– Así pues -continuó Raina, retomando sus pensamientos-, es un placer para mí compartir con vosotros mi historia preferida sobre mi hijo mediano.
– ¿Puedo marcharme ahora mismo? -preguntó Rick irónicamente.
– Sólo si estás dispuesto a que te traigamos de vuelta a rastras y esposado -gritó alguien.
Kendall contuvo una carcajada pero no consiguió evitar emitir un fuerte hipido.
– Bueno, bueno. Adelante -concedió Rick.
Pasó un brazo por encima del hombro de su madre, agradecido por haberse preocupado de hacer que su cumpleaños fuera un día especial y agradecido de que todavía siguiera viva para celebrarlo con él. «Todavía», esa idea lo estremecía. Igual que el único deseo incumplido que Raina tenía en la vida.
Nietos. Algo que casi le había dado cuando se casó con Jillian. Raina, generosa como pocas, había recibido al bebé de Jillian con los brazos abiertos y había pensado en él como si llevara los genes de los Chandler. A diferencia de los padres de Jillian, que la habían repudiado, Raina le había tomado cariño. Y al igual que a Rick, a Raina se le había partido el corazón. Pero nunca había mirado atrás, ni siquiera cuando hablaba de su deseo de tener nietos. Nunca lo había culpado, ni sacado el tema a la fuerza cuando él no quería hablar de ello. Porque era su madre, y su amor era incondicional. No obstante, ahí estaban muchos años después, y Raina seguía sin tener los nietos que anhelaba. Ni siquiera de Roman, que se había casado hacía unos meses.