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George Hanson lo había intentado todo, desde el soborno a las amenazas y hacía tiempo que sospechaba que su padre era de una manera con él y de otra con el resto del mundo.

– Hicimos un trato -le explicó a la señorita Wycliff-. Después de terminar la carrera de Derecho, hice un master en empresariales. La idea era que, una vez terminados ambos estudios, yo podía elegir -añadió encogiéndose de hombros-. Elegí el Derecho.

– Elegiste lo que el corazón te pedía y lo que mejor se te daba -contestó la señorita Wycliff-. Eso era lo que siempre decía tu padre -sonrió-. El día en el que te hicieron socio del bufete trajo champán para celebrarlo.

¿Champán? Aquel día, Jack no había podido localizar a su padre y le había dicho a Helen, su segunda mujer, que le diera la noticia de su ascenso. Por supuesto, Helen le había mandado una carta de felicitación y un maletín de cuero como regalo. Ella siempre tan educada había firmado por los dos, pero Jack era perfectamente consciente de que todo lo había hecho ella. Su padre ni siquiera se molestó en devolverle la llamada.

– Tu padre era un buen hombre -insistió la señorita Wycliff-. Pase lo que pase, no debes olvidarlo.

– Es la segunda vez, en menos de diez minutos, que me dices eso -se extrañó Jack-. ¿Por qué?

Desde luego, la señorita Wycliff tenía que haber sido una auténtica belleza en sus años jóvenes y, si Jack no la hubiera conocido bien, habría apostado que entre ella y su padre había habido algo, pero sabía perfectamente que, aunque George Hanson sí que podría haber intentado tontear con ella, la señorita Wycliff jamás lo habría consentido.

– No puedo decírtelo -contestó la señorita Wycliff bajando la voz.

– ¿No puedes o no quieres?

– Yo no sé nada. Si supiera algo, te lo diría. Puedes contar con mi absoluta lealtad.

– Entonces, ¿hay algo?

La señorita Wycliff dudó.

– Es una corazonada. Lo siento. No puedo ser más explícita. No hay nada más que decir.

Jack se dio cuenta de que la señorita Wycliff no mentía. Era cierto que no sabía nada. Jack siempre se fiaba de las corazonadas porque, siempre que había cambiado de táctica en un juicio dejándose llevar por su intuición, había acertado.

– Si te enteras de algo…

– Te lo contaré -le aseguró la señorita Wycliff-. Me quedé viuda hace unos años y no tengo hijos. Esta empresa es todo lo que tengo y estoy dispuesta a hacer lo que sea para protegerla.

– Gracias.

La señorita Wycliff asintió y salió del despacho. Jack no estaba para muchos misterios y, además, aunque tenía en gran estima a la señorita Wycliff, ¿quién le decía a él que los intereses de ella eran los mismos que los suyos? La señorita Wycliff quería que la empresa durara para siempre y él se quería ir cuanto antes.

Si aquellas posiciones entraban algún día en conflicto, Jack tenía la corazonada de que su leal secretaria podía convertirse en su peor enemiga.

«Siempre que te cambias de trabajo, hay que ver la cantidad de papeles que hay que hacer», pensó Samantha dos días después, sentada en un despacho vacío y rellenando su solicitud formal de trabajo, así como el seguro, la tarjeta de entrada, la tarjeta de aparcamiento y la información de contacto en caso de urgencia.

Lo hizo todo rápidamente, sin poder creerse todavía que hubiera conseguido el trabajo de sus sueños sin apenas esfuerzo. Estaba tan encantada por ponerse en marcha que había ido a la oficina incluso antes de lo previsto.

– Gracias, Helen -murmuró.

Samantha era consciente de que su amiga se las había arreglado para meter su nombre en la lista de candidatas al puesto y le hubiera gustado mencionárselo a Jack en la entrevista, pero no lo había hecho porque Helen se lo había pedido.

Por razones que a Samantha se le hacían del todo absurdas, tanto Jack como sus hermanos creían que Helen no era más que la mujer florero de su padre.

«Espero andar por aquí cuando se den cuenta de que detrás de esos enormes ojos hay un cerebro muy bien amueblado», pensó Samantha.

– Buenos días.

Samantha levantó la mirada y se encontró con Jack en la puerta del pequeño despacho. Estaba terriblemente sensual, como si acabara de salir de la ducha. ¿Por qué siempre le habían gustado tanto los hombres recién afeitados?

– Hola -contestó Samantha.

– Me habían dicho que te habías pasado por la oficina para arreglar algunos detalles -comentó Jack apoyándose en el marco de la puerta-. Gracias por aceptar el trabajo.

– Soy yo quien te da las gracias -rió Samantha-. Me muero por empezar a trabajar. Me han dicho que, si entrego estos papeles antes de la hora de comer, me dan la tarjeta de identificación y las llaves de mi despacho esta tarde.

– Sí, mi secretaria me ha dicho que ya tenemos una reunión concertada.

– Sí, el lunes por la tarde -contestó Samantha-. Me voy a pasar todo el fin de semana trabajando, poniéndome al día. Quiero hablar de los parámetros contigo antes de ponerme manos a la obra con mi equipo.

– No espero que trabajes veinticuatro horas al día los siete días de la semana -le advirtió Jack.

– Ya lo sé, pero estoy encantada con el trabajo y, además, no tengo muchas cosas que hacer. Acabo de llegar a Chicago.

– Razón de más para que emplees el fin de semana en salir por ahí a explorar la ciudad.

– Vaya, vaya, vaya, esto de que el jefe te diga que no trabajes es nuevo para mí -bromeó Samantha.

– No quiero que te quemes en una semana de trabajo. Te voy a necesitar mucho tiempo. Samantha estaba muy a gusto con el clima de confianza que había entre ellos y se alegraba sinceramente de que su amistad hubiera salido intacta después de una noche de pasión.

Entonces, ¿por qué se ponía tan nerviosa cuando estaba con él?

Aunque estaba bastante lejos de ella, era como si oyera su respiración en el oído, como si sintiera el calor que emanaba de su cuerpo.

Eso ya le había ocurrido antes.

En la universidad, se había pasado dos años en un estado constante de excitación sexual. En aquel entonces, necesitaba más su amistad que compartir su cama, así que había elegido ignorar la atracción física que había entre ellos.

Aquella noche no había podido seguir fingiendo.

– Te prometo que, cuando termine de trabajar, saldré a dar una vuelta por la ciudad -comentó.

– Está bien, me rindo. Esclavízate tú solita, yo no te voy a decir nada. ¿Ya te has instalado?

– Si a llevar dos maletas a la habitación del hotel se le puede llamar instalarse, sí -sonrió Samantha.

– ¿No vas a buscar una casa?

– Sí, supongo que sí, pero ahora estoy muy ocupada y no tengo tiempo -mintió Samantha.

Lo cierto era que ir a buscar casa le daría demasiado tiempo para pensar y no quería meterse en introspecciones.

– En el edificio en el que yo vivo hay unos pisos amueblados preciosos que alquilan por meses. Yo empecé alquilando uno durante dos meses, me gustó y me lo compré.

– Muy interesante -contestó Samantha con prudencia.

Jack sonrió.

– No te preocupes, es un edificio enorme. No nos encontraríamos muy a menudo.

¿Acaso Jack creía que ella creía pensaba sería un problema encontrarse? Bueno, sí, a lo mejor lo sería. Samantha tenía la sensación de que encontrarse con Jack fuera del trabajo podría complicarle la vida e incluso resultar peligroso para su salud mental. ¿Pero acaso no se había prometido a sí misma que iba a dejar de huir de la vida? ¿Acaso no había decidido que se había terminado aquello de huir de la verdad?

– Gracias por la información. ¿Tienes un teléfono de contacto?

– Sí, lo tengo en mi despacho, ahora te lo traigo -contestó Jack.

Mientras Jack iba a su despacho, Samantha volvió a concentrarse en los papeles que tenía ante sí, pero no pudo evitar pensar en el piso vacío que había dejado en Nueva York semanas atrás.