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– ¿Quién sabe? Alguna razón habrá tenido. El Nagual jamás hizo nada sin pensarlo cuidadosamente.

Tuve que apoyar mi espalda dolorida contra su cama antes de seguir escribiendo.

– ¿Qué sucedió con Benigno?

– Lo está haciendo muy bien. Tal vez sea el mejor de todos. Le verás. Está con Pablito y con Néstor. Ahora son inseparables. Llevan la marca de Genaro. Lo mismo ocurre con las niñas; son inseparables porque llevan la marca del Nagual.

Me vi obligado a interrumpirla nuevamente para pedirle que me explicase a qué niñas se refería.

– Mis niñas -dijo.

– ¿Sus hijas? Quiero decir, ¿las hermanas de Pablito?

– No son hermanas de Pablito. Son las aprendices del Nagual.

Su revelación me sobresaltó. Desde el momento en que había conocido a Pablito, años atrás, se me había inducido a creer que las cuatro muchachas que vivían en su casa eran sus hermanas. El propio don Juan me lo había dicho. Recaí súbitamente en la sensación de desesperación que había experimentado de modo latente durante toda la tarde. Doña Soledad no era de fiar; tramaba algo. Estaba seguro de que don Juan no podía haberme engañado de tal manera, fuesen cuales fuesen las circunstancias.

Doña Soledad me examinó con cierta curiosidad.

– El viento acaba de hacerme saber que no crees lo que te estoy contado -dijo, y rompió a reír.

– El viento tiene razón -respondí, en tono cortante.

– Las niñas que has estado viendo a lo largo de los años son las del Nagual. Eran sus aprendices. Ahora que el Nagual se ha ido, son el Nagual mismo. Pero también son mis niñas. ¡Mías!

– ¿Quiere eso decir que usted no es la madre de Pablito y ellas son en realidad sus hijas?

– Lo que yo quiero decir es que son mías. El Nagual las dejó a mi cuidado. Siempre te equivocas porque esperas que las palabras te lo expliquen todo. Puesto que soy la madre de Pablito y supiste que ellas eran mis niñas, supusiste que debían ser hermano y hermanas. Las niñas son mis verdaderas criaturas. Pablito, a pesar de ser el hijo salido de mi útero, es mi enemigo mortal.

En mi reacción ante sus palabras se mezclaron el asco y la ira. Pensé que no sólo era una mujer anormal, sino también peligrosa. De todos modos, una parte de mi ser lo había percibido desde el momento de la llegada.

Pasó largo rato contemplándome. Para evitar mirarla, volví a sentarme sobre el cobertor.

– El Nagual me puso sobre aviso por lo que hace a tus rarezas -dijo de pronto-, pero no había logrado entender el significado de sus palabras. Ahora sí. Me dijo que tuviese cuidado y no te provocara porque eras violento. Lamento no haber sido todo lo cuidadosa que debía. También me dijo que, mientras te dejasen escribir, podías llegar al propio infierno sin siquiera darte cuenta. En cuanto a eso, no te he molestado. Luego me dijo que eras suspicaz porque te enredabas en las palabras. Tampoco en cuanto a eso te he molestado. He hablado hasta por los codos, tratando de que no te enredaras.

Había una tácita acusación en su tono. En cierta forma, el estar irritado con ella me hizo sentir incómodo.

– Lo que me está diciendo es muy difícil de creer -dije-. O usted o don Juan, alguno de los dos me ha mentido terriblemente.

– Ninguno de los dos ha mentido. Tú sólo entiendes lo que quieres. El Nagual decía que esa era una de las características de tu vaciedad.

»Las niñas son las hijas del Nagual, del mismo modo en que tú y Eligio lo son. Hizo seis hijos, cuatro hembras y dos varones. Genaro hizo tres varones. Son nueve en total. Uno de ellos, Eligio, ya lo ha hecho, así que ahora le corresponde a los ocho restantes intentarlo.

– ¿A dónde fue Eligio?

– Fue a reunirse con el Nagual y con Genaro.

– ¿Y a dónde fueron el Nagual y Genaro?

– Tú sabes dónde fueron. Me estás tomando el pelo, ¿no?

– Esa es la cuestión, doña Soledad. No le estoy tomando el pelo.

– Entonces te lo diré. No puedo negarte nada. El Nagual y Genaro regresaron al lugar del que vinieron, el otro mundo. Cuando se les agotó el tiempo se limitaron a dar un paso hacia la oscuridad exterior y, puesto que no deseaban volver, la oscuridad de la noche se los tragó.

Me parecía inútil hacerle más preguntas. Iba a cambiar de tema, cuando se me adelantó a hablar.

– Tuviste una vislumbre del otro mundo en el momento de saltar -prosiguió-. Pero es posible que el salto te haya confundido. Una lástima. Eso nadie lo puede remediar. Es tu destino ser un hombre. Las mujeres están mejor que los hombres en ese sentido. No están obligadas a arrojarse a un abismo. Las mujeres cuentan con otros medios. Tienen sus propios abismos. Las mujeres menstrúan. El Nagual me dijo que esa era su puerta. Durante la regla se convierten en otra cosas. Sé que era en esos períodos cuando él enseñaba a mis niñas. Era demasiado tarde para mí; soy demasiado vieja para llegar a conocer el verdadero aspecto de esas puertas. Pero el Nagual insistía en que las niñas estuviesen atentas a todo lo que les sucediese en ese momento. Las llevaría a las montañas durante esos días y se quedaría junto a ellas hasta que viesen la fractura entre los mundos.

»El Nagual, que no tenía escrúpulos ni sentía miedo ante nada, las acuciaba sin piedad para que llegasen a descubrir por sí mismas que hay una fractura en las mujeres, una fractura que ellas disfrazan muy bien. Durante la regla, no importa cuán bueno sea, su disfraz se desmorona y quedan desnudas. El Nagual impelió a mis niñas a abrir esa fractura hasta que estuvieron al borde de la muerte. Lo hicieron. Él las llevó á hacerlo, pero tardaron años.

– ¿Cómo llegaron a ser aprendices?

– Lidia fue su primera aprendiz. La descubrió una mañana; él se había detenido ante una cabaña ruinosa en las montañas. El Nagual me dijo que no había nadie a la vista, pero desde muy temprano había visto presagios que le guiaban hacia esa casa. La brisa se había ensañado con él terriblemente. Decía que ni siquiera podía abrir los ojos cada vez que intentaba alejarse del lugar. De modo que cuando dio con la casa supo que algo había. Miró debajo de una pila de paja y leña menuda y halló una niña. Estaba muy enferma. A duras penas alcanzaba a hablar, pero, sin embargo, se las compuso para decirle que no necesitaba ayuda de nadie. Iba a seguir durmiendo allí, y, si no despertaba más, nadie perdería nada. Al Nagual le gustó su talante y le habló en su lengua. Le dijo que iba a curarla y cuidar de ella hasta que volviera a sentirse fuerte. Ella se negó. Era india y sólo había conocido infortunios y dolor. Contó al Nagual que ya había tomado todas las medicinas que sus padres le habían dado y ninguna la aliviaba.

»Cuanto más hablaba, más claro resultaba al Nagual que los presagios se la habían señalado de modo muy singular. Más que presagios, eran órdenes.

»El Nagual alzó a la niña, la cargó a hombros, como si se tratase de un bebé, y la llevó donde Genaro. Genaro preparó medicinas para ella. Ya no podía abrir los ojos. Sus párpados no se separaban. Los tenía hinchados y recubiertos por una costra amarillenta. Se estaban ulcerando. El Nagual la atendió hasta que estuvo bien. Me contrató para que la vigilase y le preparase de comer. Mis comidas la ayudaron a recuperarse. Es mi primer bebé. Ya curada, cosa que llevó cerca de un año el Nagual quiso devolverla a sus padres, pero la niña se negó y, en cambio, se fue con él.

»Al poco tiempo de hallar a Lidia, en tanto ella seguía enferma y a mi cuidado, el Nagual te encontró a ti. Fuiste llevado hasta él por un hombre al que no había visto en su vida. El Nagual vio que la muerte se cernía sobre la cabeza del hombre y le extrañó que te señalase en tal momento. Hiciste reír al Nagual e inmediatamente te planteó una prueba. No te llevó consigo. Te dijo que vinieras y lo encontraras. Te probó como nunca lo había hecho con nadie. Dijo que ese era tu camino.