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»Por tres años tuvo sólo dos aprendices, Lidia y tú. Entonces, un día en que estaba de visita en casa de su amigo Vicente, un curandero del Norte, una gente llevó a una muchacha trastornada, una muchacha que no hacía sino llorar. Tomaron al Nagual por Vicente y pusieron a la niña en sus manos. El Nagual me contó que la niña corrió y se aferró a él como si lo conociese. El Nagual dijo a sus padres que debían dejarla con él. Estaban preocupados por el precio, pero el Nagual les aseguró que les saldría gratis. Imagino que la niña representaría tal dolor de cabeza para ellos que poco debía importarles abandonarla.

»El Nagual me la trajo. ¡Qué infierno! Estaba francamente loca. Ésa era Josefina. El Nagual dedicó años a curarla. Pero aún hoy sigue más loca que una cabra. Andaba, desde luego, perdida por el Nagual, y hubo una tremenda batalla entre Lidia y Josefina. Se odiaban. Pero a mí me caían bien las dos. El Nagual, al ver que así no podían seguir, se puso muy firme con ellas. Como sabes, el Nagual es incapaz de enfadarse con nadie. De modo que las aterrorizó mortalmente. Un día, Lidia, furiosa, se marchó. Había decidido buscarse un marido joven. Al llegar al camino encontró un pollito. Acababa de salir del cascarón y andaba perdido por en medio de la carretera. Lidia lo alzó, imaginando, puesto que se hallaba en una zona desierta, lejos de toda vivienda, que no pertenecía a nadie. Lo metió en su blusa, entre los pechos, para mantenerlo al abrigo. Lidia me contó que echó a correr y, al hacerlo, el pollito comenzó a moverse hacia su costado. Intentó hacerlo volver a su seno, pero no logró atraparlo. El pollito corría a toda velocidad por sus costados y su espalda, por dentro de su blusa. Al principio, las patitas del animal le hicieron cosquillas, y luego la volvieron loca. Cuando comprendió que le iba a ser imposible sacarlo de allí, volvió a mí, aullando, fuera de sí, y me pidió que sacase la maldita cosa de su blusa. La desvestí, pero fue inútil. No había allí pollo alguno, a pesar de que ella no dejaba de sentir sus patas, en uno y otro lugar de su piel.

»Entonces llegó el Nagual y le dijo que sólo cuando abandonara su viejo ser el pollito se detendría. Lidia estuvo loca durante tres días y tres noches. El Nagual me aconsejó atarla. La alimenté y la limpié y le di agua. Al cuarto día se la vio muy pacífica y serena. La desaté y se vistió, y cuando estuvo vestida, tal como lo había estado el día de su fuga, el pollito salió. Lo cogió en su mano, y lo acarició, y le agradeció, y lo devolvió al lugar en que lo había hallado. Recorrí con ella parte del camino.

»Desde entonces, Lidia no molestó a nadie. Aceptó su destino. El Nagual es su destino; sin él, habría estado muerta. ¿Por qué tratar de negar o modificar cosas que no se puede sino aceptar?

»Josefina fue la siguiente. Se había asustado por lo sucedido a Lidia, pero no había tardado en olvidarlo. Un domingo al atardecer, mientras regresaba a la casa, una hoja seca se posó en el tejido de su chal. La trama de la prenda era muy débil. Trató de quitar la hoja, pero temía arruinar el chal. De modo que esperó a entrar a la casa y, una vez en ella, intentó inmediatamente deshacerse de ella; pero no había modo, estaba pegada. Josefina, en un arranque de ira, apretó el chal y la hoja, con la finalidad de desmenuzarla en su mano. Suponía que iba a resultar más fácil retirar pequeños trozos. Oí un chillido exasperante y Josefina cayó al suelo.

Corrí hacia ella y descubrí que no podía abrir el puño. La hoja le había destrozado la mano, como si sus pedazos fuesen los de una hoja de afeitar. Lidia y yo la socorrimos y la cuidamos durante siete días. Josefina era la más testaruda de todas. Estuvo al borde de la muerte. Y terminó por arreglárselas para abrir la mano. Pero sólo después de haber resuelto dejar de lado su viejo talante. De vez en cuando aún siente dolores, en todo el cuerpo, especialmente en la mano, debido a los malos ratos que su temperamento sigue haciéndole pasar. El Nagual advirtió a ambas que no debían confiar en su victoria, puesto que la lucha que cada uno libra contra su antiguo ser dura toda la vida.

»Lidia y Josefina no volvieron a reñir. No creo que se agraden mutuamente, pero es indudable que marchas de acuerdo. Es a ellas a quienes más quiero. Han estado conmigo todos estos años. Sé que ellas también me quieren.

– ¿Y las otras dos niñas? ¿Dónde encajan?

– Elena, la Gorda, llegó un año después. Estaba en la peor de las condiciones que puedas imaginar. Pesaba ciento diez kilos. Era una mujer desesperada. Pablito le había dado cobijo en su tienda. Lavaba y planchaba para mantenerse. El Nagual fue una noche a buscar a Pablito y se encontró con la gruesa muchacha trabajando; las polillas volaban en círculo sobre su cabeza. Dijo que el círculo era perfecto, y los insectos lo hacían con la finalidad de que él lo observase. Él vio que el fin de la mujer estaba cerca, aunque las polillas debían saberse muy seguras para comunicar tal presagio. El Nagual, sin perder tiempo, la llevó con él.

»Estuvo bien un tiempo, pero los malos hábitos adquiridos estaban demasiado arraigados en ella como para que le fuese posible quitárselos de encima. Por lo tanto, el Nagual, cierto día, envió el viento en su ayuda. O se la auxiliaba o era el fin. El viento comenzó a soplar sobre ella hasta sacarla de la casa; ese día estaba sola y nadie vio lo que estaba sucediendo. El viento la llevó por sobre los montes y por entre los barrancos, hasta hacerla caer en una zanja, un agujero semejante a una tumba. El viento la mantuvo allí durante días. Cuando al fin el Nagual dio con ella, había logrado detener el viento, pero se encontraba demasiado débil para andar.

– ¿Cómo se las arreglaban las niñas para detener las fuerzas que actuaban sobre ellas?

– Lo que en primer lugar actuaba sobre ellas era la calabaza que el Nagual llevaba atada a su cinturón.

– ¿Y qué hay en la calabaza?

– Los aliados que el Nagual lleva consigo. Decía que el aliado es aventado por medio de su calabaza. No me preguntes más, porque nada sé acerca del aliado. Todo lo que puedo decirte es que el Nagual tiene a sus órdenes dos aliados y les hace ayudarle. En el caso de mis niñas, el aliado retrocedió cuando estuvieron dispuestas a cambiar. Para ellas, por supuesto, la cuestión era cambiar o morir. Pero ese es el caso de todos nosotros, una cosa o la otra. Y la Gorda cambió más que nadie. Estaba vacía, a decir verdad, más vacía que yo, pero laboró sobre su espíritu hasta convertirse en poder. No me gusta. La temo. Me conoce. Se me mete dentro, invade mis sentimientos, y eso me molesta. Pero nadie puede hacerle nada porque jamás se encuentra con la guardia baja. No me odia, pero piensa que soy una mala mujer. Debe tener razón. Creo que me conoce demasiado bien, y no soy tan impecable como quisiera ser; pero el Nagual me dijo que no debía preocuparme por mis sentimientos hacia ella. Es como Eligio: el mundo ya no la afecta.

– ¿Qué había de especial en lo que le hizo el Nagual?

– Le enseñó cosas que no había enseñado a nadie. Nunca la mimó, ni nada que se le parezca. Confió en ella. Ella lo sabe todo acerca de todos. El Nagual también me lo dijo todo, salvo lo de ella. Tal vez sea por eso que no la quiero. El Nagual le ordenó ser mi carcelera. Vaya donde vaya, la encuentro. Sabe todo lo que hago. No me sorprendería, por ejemplo, que apareciese en este mismo momento.

– ¿Lo cree posible?

– Lo dudo. Esta noche, el viento está a mi favor.

– ¿A qué se supone que se dedica? ¿Tiene asignada alguna tarea en especial?

– Ya te he dicho lo suficiente sobre ella. Temo que, si sigo hablando de ella, esté donde esté, lo advierta; no quiero que ello ocurra.

– Hábleme, entonces, de los demás.

– Unos años después de encontrar a la Gorda, el Nagual dio con Eligio. Me contó que había ido contigo a su tierra natal. Eligio fue a verte porque despertabas su curiosidad. El Nagual no dio importancia a su presencia. Lo conocía desde niño. Pero una mañana, cuando el Nagual se dirigía a la casa en que tú lo aguardabas, se tropezó con Eligio en el camino. Recorrieron juntos una corta distancia y un trozo de chola seca se adhirió a la puntera del zapato izquierdo de Eligio. Trató de quitársela, pero las espinas eran como uñas; se habían clavado profundamente en la suela. El Nagual contaba que Eligio había alzado el dedo al cielo y sacudido su zapato; la chola salió disparada hacia arriba como una bala. Eligio lo tomó a broma y rió; pero el Nagual supo que tenía poder, aunque el propio Eligio no lo sospechara. Es por eso que, sin dificultad alguna, llegó a ser el guerrero perfecto, impecable.