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– ¿Pero en qué podría beneficiarla mi muerte?

– No tu muerte, sino tu poder. Lo hice porque necesito ayuda; sin ella, lo pasaré muy mal durante mi viaje. No tengo bastantes agallas. Es por eso que no quiero a la Gorda. Es joven y le sobra valor. Yo soy vieja y lo pienso todo dos veces y vacilo. Si quieres saber la verdad, te diré que la verdadera lucha es la que se libra entre Pablito y yo. Él es mi enemigo mortal, no tú. El Nagual dijo que tu poder haría más llevadero mi viaje y me ayudaría a conseguir lo que necesito.

– ¿Cómo diablos puede ser Pablito su enemigo?

– Cuando el Nagual me transformó, sabía lo que a la larga iba a suceder. Ante todo, me preparó para que mis ojos mirasen al Norte, y, si bien tú y mis niñas tienen la misma orientación, estoy opuesta a vosotros. Pablito, Néstor y Benigno están contigo; la dirección de sus ojos es la misma. Irán juntos hacia Yucatán.

»Pablito no es mi enemigo porque sus ojos miren en dirección opuesta, sino porque es mi hijo. Esto es lo que tenía que decirte, aunque no sepas de qué estoy hablando. Debo entrar al otro mundo. Donde está el Nagual. Donde están Genaro y Eligio. Aunque tenga que destrozar a Pablito para ello.

– ¿Qué dice, doña Soledad? ¡Usted está loca!

– No, no lo estoy. No hay nada más importante para nosotros, los seres vivientes, que entrar en ese mundo. Te diré que para mí esa es la verdad. Para acceder a ese mundo vivo del modo en que el Nagual me enseñó. Sin la esperanza de ese mundo no soy nada, nada. Yo era una vaca gorda y vieja. Ahora esa esperanza me guía, me orienta, y, aunque no pueda hacerme con tu poder, no abandono el propósito.

Dejó descansar la cabeza sobre la mesa, utilizando los brazos a modo de almohada. La fuerza de sus aseveraciones me había obnubilado. No había entendido cabalmente sus palabras, pero en cierto nivel comprendía su alegato, a pesar de que era la más sorprendente de cuantas cosas le había oído esa noche. Sus propósitos eran los propósitos de un guerrero, en el estilo y la terminología de don Juan. Nunca había creído, sin embargo, que hubiese que destruir a alguien para cumplirlos.

Alzó la cabeza y me miró con los ojos entrecerrados.

– Al principio, hoy todo me iba bien -dijo-. Estaba un poco asustada cuando llegaste. Había esperado años ese momento. El Nagual me dijo que te gustaban las mujeres. Dijo que eres presa fácil para ellas, de modo que busqué un final rápido. Imaginé que cederías a ello. El Nagual me enseñó cómo aferrarte en el momento en que fueses el más débil. Te induje a ello con mi cuerpo. Pero sospechaste. Fui demasiado torpe. Te había llevado a mi habitación, como el Nagual me dijo que hiciera, para que las líneas de mi piso te atrapasen y te dejases indefenso. Pero no dio resultado porque te gustó y miraste las líneas atentamente. No tenía poder en tanto tus ojos estuviesen fijos en ellas. Tu cuerpo sabía qué hacer. Luego, asustaste a mi piso al gritar como lo hiciste. Ruidos súbitos como esos son mortales, especialmente la voz de un brujo. El poder de mi piso se extinguió como una llama. Yo lo comprendí, pero tú no.

»Estabas a punto de irte, de manera que me vi obligada a detenerte. El Nagual me había enseñado a tirar las manos para cogerte. Traté de hacerlo, pero me faltó poder. Mi piso estaba atemorizado. Tus ojos habían paralizado sus líneas. Nadie había puesto jamás sus ojos sobre él. Así, mi tentativa de cogerte por el cuello falló. Te libraste de mis garras antes de que me fuera posible hacer presión. Entonces me di cuenta de que te me estabas escapando e intenté un ataque final. Me valí de aquello que el Nagual dijo que era clave si se te quería afectar: el terror. Te alarmé con mis chillidos, y ello me dio el poder necesario para dominarte. Creí tenerte, pero mi estúpido perro se puso nervioso. Es idiota, y me hizo caer cuando ya estaba a punto de someterte a mi hechizo. Ahora que lo pienso, tal vez mi perro no sea tan estúpido. Quizás haya percibido a tu doble y cargado contra él, pero en cambio me derribó a mí.

– Usted dijo que el perro no era suyo.

– Mentí. Era mi carta de triunfo. El Nagual me enseñó a tener siempre una carta de triunfo, una baza insospechada. De algún modo, sabía que podía llegar a necesitar de mi perro. Cuando te llevé a ver a mi amigo, se trataba en realidad de él; el coyote es el amigo de mis niñas. Quería que mi perro te oliera. Cuando corriste hacia la casa tuve que ser brutal con él. Le empujé al interior de tu coche haciéndolo aullar de dolor. Es demasiado grande y costó mucho hacerlo pasar por sobre el asiento. Entonces le ordené hacerte trizas. Sabía que si mi perro te mordía gravemente quedarías indefenso y podría terminar contigo sin dificultad. Volviste a escapar, pero no estabas en situación de salir de la casa. Entendí que debía ser paciente y aguardar la oscuridad. Luego el viento cambió de dirección y me convencí de que tendría éxito.

»El Nagual me había dicho que estaba seguro de que yo te gustaría como mujer. Era cuestión de esperar el momento oportuno. Agregó que te matarías tan pronto como comprendieses que yo te había estado robando el poder. Pero en el caso de que no lograse robártelo, o en el caso de que no te mataras, o si yo no quisiese conservarte vivo como prisionero, debía emplear mi lazo para estrangularte. Incluso me indicó dónde arrojar tu cadáver: un abismo sin fondo, una fractura en las montañas, no lejos de aquí, en que siempre desaparecen las cabras. Pero el Nagual nunca mencionó tu aspecto aterrador. Ya te he dicho que se suponía que uno de los dos iba a morir esta noche. No sabía que iba a ser yo. El Nagual me dejó con la impresión de que saldría triunfante. Fue muy cruel por su parte no decírmelo todo acerca de ti.

– Imagine mi situación, doña Soledad. Yo sabía aún menos que usted.

– No es lo mismo. El Nagual pasó años preparándome para esto. Yo conocía todos los detalles. Te tenía en el saco. El Nagual me señaló incluso las hojas que siempre debía tener, frescas y a mano, para paralizarte. Las puse en el agua de la tina aparentando que tenía por finalidad perfumarla. No advertiste que yo echaba otras en la tina en que me iba a lavar. Caíste en todas las trampas que te tendí. Y, sin embargo, tu lado aterrador terminó por salir vencedor.

– ¿A qué se refiere al hablar de mi lado aterrador?

– A aquel que me golpeó y que me matará esta noche. Tu horrendo doble, que apareció para terminar conmigo. Jamás lo olvidaré y si vivo, cosa que dudo, nunca volveré a ser la misma.

– ¿Se me parece?

– Eras tú, desde luego, pero no tenías el mismo aspecto que ahora. En realidad, no puedo decir a qué se parecía. Cuando trato de recordarlo, siento vértigo.

Le dije que ante el impacto de mi golpe la había visto fugazmente abandonar su cuerpo. Mi intención era la de sondearla con el relato. Me parecía que todo lo sucedido obedecía a una razón oculta: obligarnos a hurgar en fuentes habitualmente vedadas. En efecto, le había dado un tremendo golpe; le había causado un grave daño físico; sin embargo, era imposible que fuese yo quien lo hubiese hecho. Estaba seguro de haberle pegado con el puño izquierdo -la enorme hinchazón roja en su frente daba testimonio de ello-. Pero, sin embargo, no tenía en los nudillos marca alguna, ni experimentaba el menor dolor ni incomodidad. Un golpe de tal magnitud podía incluso haberme causado una fractura

Cuando escuchó mi descripción de cómo la había visto acurrucarse contra la pared, cayó en la más absoluta desesperación. La pregunté si había tenido algún atisbo de lo que yo había visto, la impresión de abandonar su cuerpo, o alguna fugaz visión de la habitación.

– Ahora sé que estoy condenada -dijo-. Muy pocos sobreviven al contacto con el doble. Si mi alma ha partido, no me será posible seguir con vida. Me iré debilitando cada vez más, hasta morir.

Había en sus ojos un brillo salvaje. Se puso de pie; parecía estar a punto de pegarme, pero, en cambio, se dejó caer en el asiento.

– Me has quitado el alma -dijo-. Has de tenerla en tu morral. ¿Pero por qué tuviste que decírmelo?