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Le juré que no había tenido la menor intención de lastimarla, que había actuado como lo había hecho únicamente en defensa propia y que, por consiguiente, no abrigaba la menor malevolencia hacia ella.

– Si no tienes mi alma en el morral, la situación es aún peor -dijo-. Andará vagando sin rumbo. Entonces nunca la recuperaré.

Doña Soledad daba la impresión de haber perdido por entero las energías. Su voz se hizo más débil. Yo quería que se fuese a acostar. Se negó a abandonar la mesa,

– El Nagual me advirtió que si mi fracaso era completo, debía transmitir su mensaje -continuó-. Me pidió que te dijera que había sustituido tu cuerpo hacía mucho. Ahora tú eres él.

– ¿Qué quiso decir con eso?

– Es un brujo. Entró en tu viejo cuerpo y le devolvió su luminosidad. Ahora brillas como el propio Nagual. Ya no eres el hijo de tu padre. Eres el propio Nagual.

Doña Soledad se puso de pie. Estaba aturdida. Parecía querer decir algo, pero vocalizaba con dificultad. Anduvo hacia su habitación. La ayudé a llegar a la puerta; no quiso que entrara. Dejó caer la manta que la cubría y se tendió en la cama. Me pidió, con una voz muy suave, que fuese hasta una colina, a corta distancia de allí, y mirase si venía el viento. Agregó, como sin darle importancia, que debía llevar a su perro conmigo. Por alguna razón, su pedido me pareció sospechoso. Le informé que subiría al techo y miraría desde allí. Me volvió la espalda y dijo que lo menos que podía hacer por ella era llevar a su perro a la colina para que el animal atrajese al viento. Me enfadé mucho con ella. En la oscuridad, su habitación producía una misteriosa impresión. Fui a la cocina a buscar dos lámparas y las llevé allí. Al ver la luz chillé histéricamente. Yo también dejé escapar un grito, pero por una razón diferente. Cuando la habitación quedó iluminada vi el piso levantado y abarquillado, como un capullo, en torno a su cama. Mi percepción fue tan fugaz que en el instante que siguió hubiese jurado que la horrible escena había sido producto de las sombras proyectadas por las viseras protectoras de las lámparas. Lo fantasmagórico de la imagen me puso furioso. La sacudí, cogiéndola por los hombros. Lloró como un niño y prometió no tenderme más trampas. Coloqué las lámparas sobre una cómoda y se quedó dormida instantáneamente.

A media mañana, el viento había cambiado. Sentí entrar una violenta racha por la ventana Norte. Cerca del mediodía, doña Soledad volvió a salir. Se la veía un tanto insegura. Lo rojo de sus ojos había desaparecido y la hinchazón de la frente había disminuido; apenas si se veía una ligera marca.

Pensé que era hora de partir. Le dije que, si bien había tomado nota del mensaje de don Juan que me había transmitido, no me aclaraba nada.

– Ya no eres el hijo de tu padre. Ahora eres el propio Nagual -dijo.

Había algo francamente incongruente en mi modo de actuar. Pocas horas antes, me había encontrado indefenso y doña Soledad había intentado matarme; pero en ese momento, mientras ella me hablaba, había olvidado el horror de ese suceso. Y sin embargo, había otra parte de mí capaz de pasar días enteros reflexionando acerca de enfrentamientos sin importancia con gentes vinculadas con mi persona o mi trabajo. Esa parte parecía ser mi verdadero yo, el yo que había conocido durante toda mi vida. El yo que había librado un combate con la muerte esa noche y luego lo había echado al olvido, no era real. Era yo, y, sin embargo, no lo era.

Consideradas a la luz de tal absurdo, las afirmaciones de don Juan resultaban un poco menos traída de los pelos, pero seguían siendo inaceptables.

Doña Soledad estaba distraída. Sonreía pacíficamente.

– ¡Oh! ¡Están aquí! -dijo de pronto-. Qué afortunada soy. Mis niñas están aquí. Ahora ellas cuidarán de mí.

Daba la impresión de estar peor. Se la veía más fuerte que nunca, pero su conducta era menos coherente. Mis temores aumentaron. No sabía si dejarla allí o llevarla a un hospital en la ciudad, a varios cientos de kilómetros de allí.

De pronto, saltó como un niño y atravesó corriendo la puerta delantera, ganando la avenida que conducía a la carretera. El perro corrió tras ella. Subí al coche a toda prisa, con la intención de alcanzarla. Tuve que desandar el sendero en marcha atrás, puesto que no había espacio para girar. Al acercarme al camino, vi por la ventana trasera a doña Soledad rodeada por cuatro mujeres jóvenes.

2 LAS HERMANITAS

Doña Soledad parecía estar explicando algo a las cuatro mujeres que la rodeaban. Movía los brazos con gestos teatrales y se cogía la cabeza con las manos. Era evidente que les hablaba de mí. Regresé al lugar en que había aparcado. Tenía intenciones de esperarles allí. Consideré qué sería más conveniente: si permanecer en el interior del coche o sentarme displicentemente sobre el parachoques izquierdo. Al final, opté por quedarme de pie junto a la puerta, pronto a entrar en el automóvil y partir si veía probable que tuviesen lugar sucesos semejantes a los del día anterior.

Me sentía muy cansado. No había pegado un ojo por más de veinticuatro horas. Mi plan consistía en revelar a las jóvenes todo lo que me fuera posible acerca del incidente con doña Soledad, de modo que pudiesen dar los pasos más convenientes en su auxilio, y luego irme. Su presencia había hecho dar un giro definitivo a la situación. Todo parecía cargado de un nuevo vigor y energía. Tuve conciencia del cambio cuando vi a doña Soledad en su compañía.

Al revelarme que eran aprendices de don Juan, doña Soledad las había dotado de un atractivo tal que me sentía impaciente por conocerlas. Me preguntaba si serían como doña Soledad. Ella había afirmado que eran como yo y que íbamos en una misma dirección. Era fácil atribuir un sentido positivo a sus palabras. Deseaba por sobre todas las cosas creerlo.

Don Juan solía llamarlas «las hermanitas», nombre sumamente adecuado, al menos para las dos que yo había tratado, Lidia y Rosa, dos jovencitas delgadas, encantadoras, con cierto aire de duendes. Al conocerlas, supuse que debían tener poco más de veinte años, si bien Pablito y Néstor siempre se habían negado a hablar de sus edades. Las otras dos, Josefina y Elena, constituían un misterio total para mí. De tanto en tanto, había oído mencionar sus nombres, cada vez en un contexto desfavorable. Había concluido, a partir de observaciones hechas al pasar por don Juan, que eran en cierto modo anormales: una, loca, y la otra, obesa; por eso se las mantenía aisladas. En una oportunidad me había tropezado con Josefina, al entrar a la casa junto a don Juan. Él la había presentado, pero ella se había cubierto el rostro y huido antes de que me hubiese sido posible saludarla. Otra vez había encontrado a Elena lavando ropa. Era enorme. Pensé que debía ser víctima de un trastorno glandular. La había saludado pero no se había vuelto. Nunca había visto su cara.

Tras las revelaciones de doña Soledad acerca de sus personas, habían adquirido a mis ojos un prestigio tal que me sentía compelido a hablar con las misteriosas hermanitas, a la vez que experimentaba hacia ellas una suerte de temor.

Miré hacia el camino con aparente despreocupación, tratando de fortalecer mi ánimo para el encuentro que iba a tener lugar en seguida. El camino estaba desierto. Nadie se acercaba a él, aunque tan sólo un minuto antes no se encontraban a más de treinta metros de la casa. Subí al techo del coche para mirar. No venía nadie, ni siquiera el perro. Fui presa de un terror pánico, Me deslicé al suelo, y estaba a punto de entrar de un salto en el coche y marchar de allí cuando oí que alguien decía: «¡Eh! ¡Miren quién está aquí!»

Me volví bruscamente para enfrentarme con dos muchachas que acababan de salir de la casa. Deduje que habían pasado corriendo por delante de mí y entrado en la casa por la puerta trasera. Suspiré aliviado.

Las dos jovencitas se dirigían hacia donde yo estaba. Tuve que reconocer que nunca había reparado en ellas. Eran hermosas, morenas y sumamente delgadas, sin llegar a ser descarnadas. Llevaban el largo cabello negro trenzado. Vestían faldas sencillas, camisas de algodón azul y zapatos marrones de tacón bajo y suela flexible. Sus piernas, fuertes y bien formadas, estaban desnudas. Debían medir un metro cincuenta o un metro sesenta. Parecían hallarse en buena forma y se movían con gran soltura. Eran Lidia y Rosa.