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– ¿No tienes miedo? -preguntó Rosa, señalando la puerta.

Su voz quebró mi concentración.

Admití que, fuese lo que fuese aquello, me aterrorizaba en extremo, incluso me parecía posible morir de miedo. Quería decir más, pero, en ese preciso momento, una oleada de ira me indujo a ir a ver y hablar con doña Soledad. No confiaba en ella. Me dirigí sin vacilar a su habitación. No estaba allí. Empecé a llamarla, rugiendo su nombre. La casa contaba con una habitación más. Empujé la puerta entreabierta y me precipité dentro.

No había nadie. Mi cólera aumentaba en la misma medida en que lo hacía mi terror.

Traspuse la puerta trasera y rodeé la casa hacia el frente. No se veía siquiera al perro. Golpeé la puerta con furia. Fue Lidia quien la abrió. Entré. Le aullé, reclamándole que me informase dónde estaban los demás. Bajó los ojos, sin responder. Quiso cerrar la puerta, pero se lo impedí. Marchó apresuradamente hacia la otra habitación.

Me senté a la mesa nuevamente. Rosa no se había movido. Daba la impresión de hallarse paralizada en su sitio.

– Somos lo mismo -dijo inesperadamente-. El Nagual nos lo dijo.

– Dime, pues, qué era lo que rondaba la casa -exigí.

– El aliado -respondió.

– ¿Dónde está ahora?

– Sigue aquí. No se irá. Cuando te encuentre debilitado, te hará pedazos. Pero no somos nosotras quienes podemos decirte nada.

– Entonces, ¿quién puede decírmelo?

– ¡ La Gorda! -exclamó Rosa, abriendo los ojos desmesuradamente-. Ella es la indicada. Ella lo sabe todo.

Rosa me pidió que cerrara la puerta, para sentirse en lugar seguro. Sin esperar respuesta, fue hasta ella recorriendo la distancia necesaria paso a paso, y dio un portazo.

– No podemos hacer nada, salvo esperar que todos estén aquí -dijo.

Lidia volvió de la habitación con un paquete, un objeto envuelto en un trozo de tela de un amarillo subido. Se la veía muy serena. Noté que su talante era más autoritario. De algún modo, nos lo hizo compartir, a Rosa y a mí.

– ¿Sabes qué tengo aquí? -me preguntó.

Yo no tenía la más vaga idea. Comenzó a desenvolverlo con deliberación, tomándose su tiempo. En un momento dado se detuvo y me miró. Dio la impresión de vacilar y sonrió como si la timidez le impidiera mostrar lo que había en el envoltorio.

– El Nagual dejó este paquete para ti -murmuró-, pero creo que sería mejor esperar a la Gorda.

Insistí en que lo deshiciera. Me dedicó una mirada feroz y se retiró de la habitación sin una sola palabra más.

Me divertía el juego de Lidia. Había actuado totalmente de acuerdo con las enseñanzas de don Juan. Me había demostrado el mejor modo de sacar partido de una situación de equilibrio. Al traerme el paquete y fingir que lo iba a abrir, tras revelar que don Juan lo había dejado para mí, había creado un verdadero misterio, casi insoportable. Sabía que me tenía que quedar si quería averiguar cuál era el contenido del paquete. Pensé en buen número de cosas que me parecía probable que albergase. Tal vez fuese la pipa empleada por don Juan al manipular hongos psicotrópicos. Había dado a entender en una oportunidad que la pipa debía serme entregada para que estuviese a buen recaudo. O tal vez fuera su cuchillo, o su morral de piel, o incluso sus objetos de poder de brujo. Por otra parte, bien podía tratarse simplemente de una estratagema de Lidia. Don Juan era demasiado sofisticado, demasiado inclinado a lo abstracto, para dejar reliquias.

Dije a Rosa que me encontraba mortalmente cansado y debilitado por la falta de comida. Mi idea era ir a la ciudad, descansar un par de días y regresar a ver a Pablito y a Néstor. Le informé que entonces me sería posible conocer a las otras dos niñas.

Volvió Lidia y Rosa le comunicó mi intención de partir.

– El Nagual nos ordenó atenderte como si tú fueses él mismo -dijo Lidia-. Todos nosotros somos el propio Nagual, pero tú eres algo más, por alguna razón que nadie entiende.

Ambas me hablaban simultáneamente, dándome garantías de que nadie iba a intentar en mi contra nada semejante a lo que había ensayado doña Soledad. En los ojos de ambas había una mirada tan intensamente honesta que mi cuerpo se vio abrumado. Les creí.

– Debes quedarte hasta que venga la Gorda -dijo Lidia.

– El Nagual dijo que debías dormir en su propia cama -agregó Rosa.

Comencé a pasearme por el lugar, angustiado por un gran dilema. Por una parte, quería quedarme y descansar; me sentía físicamente cómodo y satisfecho en su presencia, cosa que no me había ocurrido el día anterior con doña Soledad. Por otra parte, el aspecto razonante de mi ser, seguía sin relajarse. En ese nivel, continuaba tan atemorizado como siempre. Había habido momentos de ciega desesperación y había actuado con audacia. Pero, una vez que mis acciones perdieron su ímpetu, me había sentido tan vulnerable como de costumbre.

Me hundí en un intenso análisis de mi alma durante mi marcha casi frenética del lugar. Las dos muchachas se mantenían quietas, contemplándome con ansiedad. Entonces, súbitamente, se hizo la luz sobre el enigma; supe que había algo en mi interior que no hacía más que fingir miedo. Me había acostumbrado a reaccionar así en presencia de don Juan. A lo largo de los años que duró nuestra relación, había descargado sobre él todo el peso de mi necesidad de alivios convenientes para mi temor. El depender de él me había proporcionado consuelo y seguridad. Pero ya no era posible sostenerse por ese medio. Don Juan se había ido. Sus aprendices carecían de su paciencia, o de su refinamiento, o de capacidad para dar órdenes precisas. Frente a ellas, mi necesidad de consuelo era absolutamente absurda.

Las niñas me llevaron a la otra habitación. La ventana estaba orientada al Sudeste, al igual que el lecho, una estera espesa, casi tanto como un colchón. Un voluminoso tallo de maguey, de unos sesenta centímetros, labrado hasta dejar al descubierto la porción porosa de su tejido, hacía las veces de almohada o cojín. En su parte central había un leve declive. La superficie era sumamente suave. Daba la impresión de haber sido trabajada a mano. Probé el lecho y la almohada. La comodidad y la satisfacción física que experimenté fueron desacostumbrados. Al yacer en la cama de don Juan me sentí seguro y pleno. Una calma incomparable se extendió por mi cuerpo. Sólo una vez antes, había vivido algo semejante: al improvisar don Juan un lecho para mí, en la cumbre de una montaña en el desierto septentrional de México. Me dormí.

Desperté al atardecer. Lidia y Rosa estaban casi encima de mí, profundamente dormidas. Permanecí inmóvil durante uno o dos segundos, y en ese momento ambas despertaron a un tiempo.

Lidia bostezó y dijo que había tenido que dormir cerca de mí para protegerme y hacerme descansar. Estaba famélico. Lidia envió a Rosa a la cocina a prepararnos algo de comer. En el ínterin, encendió todas las lámparas de la casa. Cuando la comida estuvo hecha, nos sentamos a la mesa. Me sentía como si las hubiese conocido o hubiese pasado junto a ellas toda mi vida. Comimos en silencio.

Cuando Rosa quitaba la mesa, pregunté a Lidia si todos dormían en el lecho del Nagual; era la única cama de la casa, aparte de la de doña Soledad. Lidia declaró, en tono flemático, que ellas se habían ido de la casa hacía años, a un lugar propio, cerca de allí, y que Pablito se había mudado en la misma época y vivía con Néstor y Benigno.