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– Pero, ¿qué sucedió con ustedes? Creía que se hallaban juntos -dije.

– Ya no -replicó Lidia-. Desde que el Nagual se fue hemos tenido tareas separadas. El Nagual nos unió y el Nagual nos apartó.

– ¿Y dónde está el Nagual ahora? -pregunté con el tono de mayor indiferencia que me fue posible fingir.

Ambas me miraron; luego se miraron entre sí.

– Oh, no lo sabemos -dijo Lidia-. Él y Genaro se han ido.

Aparentemente, decían la verdad, pero insistí una vez más en que me contasen lo que sabían.

– En realidad no sabemos nada -me espetó Lidia evidentemente nerviosa por mis inquisiciones-. Se fueron a otra parte. Eso se lo debes preguntar a la Gorda. Ella tiene algo que decirte. Supo ayer que habías venido y corrimos durante toda la noche para llegar. Temíamos que hubieses muerto. El Nagual nos dijo que tú eras la única persona a la que debíamos ayudar y creer. Dijo que eras él mismo.

Se cubrió el rostro y sofocó una risilla; luego, como si se le acabase de ocurrir, agregó:

– Pero es difícil de creer.

– No te conocemos -dijo Rosa-. Ese es el problema. Las cuatro sentimos lo mismo. Temimos que estuvieses muerto, pero luego, cuando te vimos, nos enfadamos contigo hasta la locura porque no lo estabas. Soledad es como nuestra madre; tal vez algo más.

Cambiaron miradas de inteligencia. Lo interpreté de inmediato como señal de dificultades. No se traían nada bueno. Lidia advirtió mi súbito recelo, que se debía leer fácilmente en mi rostro. Reaccionó haciendo una serie de aseveraciones acerca de su deseo de ayudarme. A decir verdad, no tenía razón alguna para dudar de su sinceridad. Si hubiesen pretendido hacerme daño, lo habrían hecho mientras dormía. Sus palabras sonaban tan veraces que me sentí mezquino. Decidí entregarles los regalos que les había traído. Les dije que se trataba de chucherías sin importancia, que estaban en los paquetes y podían escoger las que les gustasen. Lidia dijo que le parecía preferible que yo mismo distribuyese los obsequios. En un tono muy amable agregó que se sentirían muy agradecidas si curase a doña Soledad.

– ¿Qué crees que debo hacer para curarla? -le pregunté, tras un largo silencio.

– Usa a tu doble -dijo, en un tono desprovisto de emoción.

Repasé minuciosamente los hechos: doña Soledad había estado a punto de asesinarme, y yo había sobrevivido merced a un algo en mí, que no se correspondía con mis capacidades ni con mi conocimiento. Por lo que yo sabía, esa cosa indefinida que le había dado un golpe era real, aunque inalcanzable. Por decirlo en breves palabras, me resultaba tan probable ayudar a doña Soledad como ir andando hasta la Luna.

Me observaba atentamente, y permanecían inmóviles, pero agitadas.

– ¿Dónde se encuentra ahora doña Soledad? -pregunté a Lidia.

– Está con la Gorda -dijo, con aire sombrío-. La Gorda se la llevó y está tratando de curarla, pero en realidad no sabemos dónde se hallan. Esa es la verdad.

– ¿Y dónde se encuentra Josefina?

– Fue a buscar al Testigo. Es el único capaz de curar a Soledad. Rosa piensa que tú sabes más que el Testigo, pero, puesto que estás enfadado con Soledad, deseas su muerte. No te culpamos por ello.

Les aseguré que no estaba enfadado con ella, y, por sobre todo, que no deseaba su muerte.

– ¡Cúrala, entonces! -dijo Rosa, con una voz aguda en la cual se traslucía la cólera-. El Testigo nos ha dicho que tú siempre sabes qué hacer, y él no puede estar equivocado.

– ¿Y quién demonios es el Testigo?

– Néstor es el Testigo -dijo Lidia, mostrando cierta renuencia a mencionar su nombre-. Tú lo sabes. Tienes que saberlo.

Recordé que en nuestro último encuentro don Genaro había llamado a Néstor «el Testigo». Pensé entonces que el nombre era una broma, o un truco del que se valía don Genaro para aliviar la sofocante tensión y la angustia de aquellos últimos momentos que pasábamos juntos.

– No era ninguna broma -dijo Lidia, en tono firme-. Genaro y el Nagual siguieron un camino diferente respecto del Testigo. Lo llevaron con ellos a todas partes. ¡Y quiero decir a todas! El Testigo presencia todo lo que hay que presenciar.

Era evidente que había un enorme malentendido entre nosotros. Me esforcé por hacerles entender que yo era prácticamente un desconocido para ellos. Don Juan me había mantenido apartado de todos, incluidos Pablito y Néstor. Con excepción de los saludos casuales que todos ellos habían cambiado conmigo en el curso de los años, nunca nos habíamos hablado. Yo les conocía, principalmente, a través de las descripciones que me había hecho don Juan. Si bien en una oportunidad había conocido a Josefina, me era imposible recordar su aspecto físico, y todo lo que había visto de la Gorda era su gigantesco trasero. Les dije que ni siquiera sabía, hasta el día anterior, que las cuatro eran aprendices de don Juan, y que Benigno también formaba parte del grupo.

Cambiaron una mirada tímida. Rosa movió los labios para decir algo, pero Lidia le ordenó callar con el pie. Creía que, tras mi larga y conmovedora explicación, ya no les sería necesario enviarse mensajes furtivos. Tenía los nervios tan alterados que sus movimientos encubiertos de pies resultaron el elemento preciso para hacerme montar en cólera. Les grité con toda la fuerza de mis pulmones y golpeé la mesa con la mano derecha. Rosa se puso de pie a increíble velocidad, y, supongo que a modo de respuesta a su súbito movimiento, mi cuerpo, por sí mismo, sin indicación alguna de mi razón, dio un paso atrás, exactamente a tiempo para eludir por pocos centímetros el golpe de un sólido leño u otro objeto contundente que Rosa blandía en la mano izquierda. Cayó sobre la mesa con ruido atronador.

Volví a oír, tal como la noche anterior, mientras doña Soledad trataba de estrangularme, un sonido singular y misterioso, un sonido seco, semejante al que produce un conducto tubular al quebrarse, exactamente por detrás de la tráquea, en la base del cuello. Mis oídos estallaron y, con la velocidad del relámpago, mi brazo izquierdo descendió con fuerza sobre el palo de Rosa. Yo mismo presencié la escena, como si se tratara de una película.

Rosa chilló y comprendí entonces que le había golpeado el dorso de la mano con el puño izquierdo, descargando en ello todo mi peso. Estaba aterrado. Sucediese lo que sucediese, para mí no era real. Era una pesadilla. Rosa seguía chillando. Lidia la llevó a la habitación de don Juan. Oí sus gritos de dolor durante unos momentos; luego cesaron. Me senté a la mesa. Mis pensamientos surgían disociados e incoherentes.

Tenía aguda conciencia del peculiar sonido de la base de mi cuello. Don Juan lo había descrito como el sonido que se hace al cambiar de velocidad. Recordaba vagamente haberlo experimentado en su compañía. Si bien la noche previa el dato había pasado por mi mente, no había sido enteramente consciente de él hasta que tuvieron lugar los sucesos con Rosa. Percibí en ese momento que el sonido había dado paso a una sensación especialmente cálida en la bóveda de mi paladar y en mis oídos. La intensidad y la sequedad del sonido me hicieron pensar en el toque de una gran campana quebrada.

Lidia no tardó en volver. Se la veía más serena y contenida. Hasta sonreía. Le pedí por favor que me ayudase a desenmarañar ese lío y me contase lo sucedido. Tras vacilar largamente me dijo que, al aullar y aporrear la mesa, había puesto nerviosa a Rosa; ésta, creyendo que la iba a lastimar, había intentado golpearme con su «mano de sueño». Yo había esquivado el golpe y la había herido en el dorso de la mano, del mismo modo en que lo había hecho con doña Soledad. Lidia agregó que la mano de Rosa quedaría inutilizada a menos que yo conociera un modo de prestarle auxilio.

En ese momento, Rosa entró a la habitación. Tenía el brazo envuelto en un trozo de tela. Me miró. Su mirada recordaba la de un niño. Mis sentimientos eran totalmente confusos. Una parte de mí se sentía cruel y culpable. Pero otra permanecía imperturbable. De no ser por la segunda, no hubiese sobrevivido ni al ataque de doña Soledad ni al devastador golpe de Rosa.