Tras un largo silencio, les dije que era signo de gran intolerancia por mi parte el haberme molestado por los mensajes que se transmitían con los pies, pero que el gritar y golpear la mesa no guardaba relación alguna con lo que Rosa había hecho. En vista de que yo no me hallaba familiarizado con sus prácticas, bien podía haberme quebrado el brazo.
En tono intimidatorio, exigí ver su mano. La desvendó de mala gana. Estaba hinchada y roja. A mi criterio, no cabía duda alguna de que esa gente estaba dando los pasos correspondientes a una suerte de prueba preparada por don Juan para mí. Por afrontarla me veía arrojado a un mundo al cual era imposible acceder ni aceptar en términos racionales. Me había dicho una y otra vez que mi racionalidad comprendía tan sólo una pequeña porción de lo que denominaba la totalidad de uno mismo. Ante el impacto de lo desconocido y el riesgo enteramente real de mi aniquilación física, mi cuerpo había tenido que hacer uso de sus recursos ocultos, o morir. La trampa consistía, aparentemente, en la verdadera aceptación de la existencia de tales recursos y de la posibilidad de emplearlos. Los años de preparación no habían sido sino los pasos necesarios para llegar a esa aceptación. Fiel a su propósito de no comprometerse, don Juan había aspirado a una victoria total o a una completa derrota para mí. Si sus enseñanzas no habían servido para ponerme en contacto con mis recursos ocultos, la prueba lo pondría en evidencia, en cuyo caso habría sido muy poco lo que yo pudiese hacer. Don Juan había dicho a doña Soledad que me suicidaría. Siendo un conocedor tan profundo de la naturaleza humana, es probable que no se hallase en error alguno.
Era hora de variar la táctica. Lidia había sostenido que yo era capaz de ayudar a Rosa y a doña Soledad valiéndome de la misma fuerza con que las había lastimado; el problema, por consiguiente, consistía en dar con la secuencia correcta de sentimientos, o pensamientos, o lo que quiera que ello fuese, susceptible de lograr que mi cuerpo liberase tal fuerza. Cogí la mano de Rosa y la acaricié. Deseaba que se curara. No abrigaba sino buenos sentimientos hacia ella. Le acaricié la mano y la tuve abrazada largo rato. Le acaricié la cabeza y quedó dormida, apoyada sobre mi hombro, pero no hubo disminución alguna de la hinchazón ni del rubor.
Lidia me miraba sin decir palabra. Me sonrió. Quería decirle que era un fracaso como sanador. Sus ojos parecieron captar mi intención, sostuvo mi mirada hasta hacerme abandonar el propósito.
Rosa quería dormir. Estaba mortalmente cansada, o se encontraba enferma. Prefería no saberlo. La alcé en brazos; era más ligera de lo que había imaginado. La llevé al lecho de don Juan y la deposité en él con delicadeza, Lidia la cubrió. La habitación estaba muy oscura. Miré por la ventana y vi un cielo estrellado sin nubes. No había sido consciente hasta ese momento de que nos hallábamos a una gran altitud.
Al mirar al cielo, sentí renacer mi optimismo. En cierto modo, las estrellas me regocijaban. El Sudeste me resultaba realmente una dirección digna de ser enfrentada.
De pronto, me vi obligado a satisfacer un impulso. Quise comprobar cuán diferente se vería el cielo desde la ventana de doña Soledad, orientada al Norte. Cogí a Lidia por la mano, con la intención de llevarla allí, pero un cosquilleo en la coronilla me detuvo. Algo así como si una onda recorriese mi cuerpo, desde la espalda a la cintura, y, desde allí, hasta la boca del estómago. Me senté sobre la estera. Hice un esfuerzo por racionalizar mis sensaciones. Aparentemente, en el mismo instante en que percibí el cosquilleo en la coronilla, mis pensamientos se habían reducido en intensidad y cantidad. Lo intenté; pero me fue imposible retornar al proceso habitual, que llamo «pensamiento».
Mis consideraciones me llevaron a olvidar a Lidia. Se había arrodillado en el suelo, cara a mí. Tomé conciencia de que sus enormes ojos me escrutaban desde una distancia de pocos centímetros. Automáticamente, volví a cogerle la mano y fuimos a la habitación de doña Soledad. Al llegar a la puerta, percibí que su cuerpo se ponía rígido. Tuve que empujarla. Estaba a punto de trasponer el umbral, cuando distinguí la masa voluminosa, oscura, de un cuerpo humano agazapado contra el muro opuesto al de la entrada. La visión era tan inesperada que sofoqué un grito y solté la mano de Lidia. Era doña Soledad. Tenía la cabeza apoyada en la pared. Me volví hacia Lidia. Había retrocedido un par de pasos. Quise susurrar que doña Soledad había regresado, pero de mí no brotó sonido alguno, a pesar de estar seguro de haber pronunciado correctamente las palabras. Hubiese intentado hablar de nuevo, de no haberse impuesto la necesidad que sentía de actuar. Era como si las palabras reclamasen mucho tiempo y yo tuviera muy poco. Entré a la habitación y me aproximé a doña Soledad. Daba la impresión de estar padeciendo un gran dolor. Me puse en cuclillas a su lado y, antes de preguntarle nada, alcé su rostro para mirarla. Vi algo en su frente; parecía ser el emplasto de hojas que ella misma se había preparado. Era oscuro, viscoso al tacto. Precisaba compulsivamente arrancarlo. Con gesto enérgico sujeté su cabeza, la incliné hacia atrás y se lo quité de un tirón. Fue como despegar un trozo de goma. No se movió ni se quejó de dolor alguno. Bajo el emplasto había una mancha de color verde amarillento. Se movía, como si estuviese viva o empapada de energía. La contemplé un rato, incapaz de hacer nada. La apreté con el dedo y se pegó a él como si fuese cola. No fui presa del pánico, como hubiese ocurrido de ordinario; es más: me agradaba esa sustancia. Hurgué en ella con las puntas de los dedos y terminó por desprenderse completamente de su frente. Me puse de pie. La materia pegajosa estaba tibia. Mantuvo sus características de pasta glutinosa por un instante y luego se secó entre mis dedos y sobre la palma de mi mano. Me conmovió una nueva y súbita oleada de comprensión y corrí hacia la habitación de don Juan. Aferré el brazo de Rosa y saqué de su mano la misma sustancia fluorescente, verde amarillenta, que había sacado de la frente de doña Soledad.
El corazón me latía con tal violencia que a duras penas podía mantenerme en pie. Quería echarme, pero algo en mi interior me empujó hacia la ventana y me impulsó a ponerme a saltar en el lugar.
No alcanzo a recordar cuánto tiempo pasé allí saltando. En un momento dado, sentí que alguien me secaba el cuello y los hombros. Tomé conciencia de que me encontraba prácticamente desnudo, transpirando con profusión. Lidia me había echado un paño sobre los hombros, y en ese momento enjugaba el sudor de mi rostro. Mis procesos mentales normales se restablecieron de inmediato. Recorrí la habitación con la vista. Rosa se hallaba profundamente dormida. Fui corriendo a la habitación de doña Soledad. Esperaba verla también dormida, pero allí no había nadie. Lidia me había seguido. Le pregunté qué había sucedido. Fue a toda prisa a despertar a Rosa, mientras yo me vestía. Rosa no quería despertar. Lidia le cogió la mano lastimada y se la estrujó. En un solo movimiento, casi se diría que de un salto, Rosa se puso de pie, totalmente despierta.
Empezaron a recorrer la casa, apresurándose a apagar todas las lámparas. Daban la impresión de estar aprontándose para partir. Iba a preguntarles a qué obedecía tanta prisa, cuando tomé conciencia de que yo mismo me había vestido con suma rapidez. Todos nos precipitábamos. Es más: ellas parecían estar esperando órdenes mías.
Salimos corriendo de la casa, llevando con nosotros todos los paquetes de los regalos. Lidia me había recomendado que no dejase ninguno; aún no los había distribuido y por lo tanto seguían perteneciéndome. Los arrojé en el asiento trasero del automóvil, mientras las dos muchachas se instalaban en el delantero. Puse el motor en marcha y fui retrocediendo lentamente, buscando el camino en la oscuridad.