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– ¿Por qué no lo quieren?

– Esos tres vagabundos son horrorosos. Están locos, como Genaro. Es que son Genaro. Pasan la vida combatiéndonos, porque temían al Nagual y ahora quieren desquitarse con nosotras. En todo caso eso es lo que dice la Gorda.

– ¿Y qué es lo que lleva a la Gorda a decir eso?

– El Nagual le dijo cosas que ella no comunicó a las demás. Ella ve. El Nagual dijo que tú también veías. Ni Josefina, ni Rosa, ni yo vemos. Y, sin embargo, los cinco somos lo mismo. Somos lo mismo.

La frase «somos lo mismo», que doña Soledad había empleado la noche anterior, originó un torrente de pensamientos y de temores. Dejé a un lado mi libreta. Miré a mi alrededor. Estaba en un mundo extraño, echado en un lecho extraño, en medio de dos mujeres a las que no conocía. No obstante, me sentía cómodo. Mi cuerpo experimentaba abandono e indiferencia. Confiaba en ellas.

– ¿Van a dormir aquí? -pregunté.

– ¿Dónde, si no?

– ¿Y la habitación de ustedes?

– No podemos dejarte solo. Sentimos lo mismo que tú; eres un extraño, pero estamos obligadas a ayudarte. La Gorda dijo que no importaba lo estúpido que fueras, que debíamos cuidar de ti. Dijo que debíamos dormir en la misma cama que tú, como si fueses el propio Nagual.

Lidia apagó la lámpara. Permanecí sentado con la espalda apoyada en la pared. Cerré los ojos para pensar y me quedé dormido instantáneamente.

A las ocho de la mañana, Lidia, Rosa y yo nos habíamos sentado en un sitio plano exactamente frente a la puerta de entrada, y ya llevábamos casi cuatro horas allí desde las ocho de la mañana. Yo había intentado trabar conversación con ellas, pero se negaban a hablar. Daban la impresión de encontrarse muy serenas, casi dormidas. No obstante, esa tendencia al abandono no era contagiosa. El estar allí sentado, en silencio forzoso, me había llevado a un estado de ánimo particular. La casa se alzaba en la cima de una pequeña colina; la puerta daba al Este. Desde el lugar en que me hallaba, alcanzaba a ver casi en su totalidad el estrecho valle que corría de Este a Oeste. No divisaba el pueblo, pero sí las zonas verdes de los campos cultivados en el fondo del valle. Al otro lado, en todas direcciones, se extendían gigantescas colinas, redondas y erosionadas. No había montañas altas en las proximidades del valle, sólo esas enormes colinas, cuya visión suscitaba en mí la más violenta sensación de opresión. Tuve la impresión de que las elevaciones que tenía delante estaban a punto de transportarme a otra época.

Lidia se dirigió a mí de pronto, y su voz interrumpió mi ensueño. Tironeó mi manga.

– Allí viene Josefina -dijo.

Miré al sinuoso sendero que llevaba del valle a la casa. Vi a una mujer que subía andando lentamente; se encontraba a una distancia aproximada de cincuenta metros. Advertí de inmediato la notable diferencia de edad entre Lidia y Rosa, y ella. Volví a mirarla. Nunca me hubiese imaginado que Josefina fuese tan vieja. A juzgar por su paso tardo y la postura de su cuerpo, se trataba de una cincuentona. Era delgada, vestía una falda larga y oscura y traía un fardo de leña cargado en sus espaldas. Llevaba algo atado a la cintura; tenía todas las trazas de ser un niño, sujeto a su cadera izquierda. Daba la impresión de estar dándole el pecho a la vez que caminaba. Su andar era casi tenue. A duras penas logró remontar la última cuesta antes de arribar a la casa. Cuando por fin la tuvimos frente a nosotros, a pocos metros, advertí que respiraba tan pesadamente que intenté ayudarla a sentarse. Hizo un gesto con el cual pareció indicar que estaba bien.

Oí a Rosa y a Lidia sofocar sendas risillas. No las miré, porque toda mi capacidad de atención había sido tomada por asalto. La mujer que tenía ante mí era la criatura más absolutamente repugnante y horrible que había visto en mi vida. Desató el fardo de leña y lo dejó caer al suelo con gran estrépito. Di un salto involuntariamente debido en parte al hecho de que estuvo a punto de caer sobre mi regazo, llevada por el peso de la madera.

Me miró por un instante y luego bajó los ojos, aparentemente turbada por su propia torpeza. Irguió la Es palda y suspiró con evidente alivio. Se veía que la cara había resultado excesiva para su viejo cuerpo.

Mientras estiraba los brazos, el pelo se le soltó en parte. Llevaba una sucia cinta amarrada a la frente. El cabello largo y grisáceo se veía mugriento y enmarañado. Alcancé a ver hebras blancas destacando contra el castaño oscuro del lazo. Me sonrió y esbozó un gesto de saludo con la cabeza. Aparentemente, le faltaban todos los dientes; su boca era un agujero negro. Se cubrió el rostro con la mano y rió. Se quitó las sandalias y entró a la casa, sin darme tiempo de articular palabra. Rosa la siguió.

Estaba pasmado. Doña Soledad había dado a entender que Josefina tenía la misma edad que Lidia y Rosa. Me volví hacia Lidia. Me estaba observando con mirada de miope.

– No tenía idea de que fuese tan vieja.

– Sí, es bastante mayor -dijo, sin darle importancia.

– ¿Tiene un niño? -pregunté.

– Sí, y lo lleva consigo a todas partes. Nunca lo deja con nosotras. Teme que vayamos a comérnoslo.

– ¿Es un varón?

– Sí.

– ¿Qué edad tiene?

– Lo tuvo hace un tiempo. Pero no sé su edad. Nosotras pensábamos que no debía tener un niño a sus años. Pero no nos hizo el menor caso.

– ¿De quién es el niño?

– De Josefina, desde luego.

– Quiero decir, ¿quién es el padre?

– El Nagual. ¿Quién si no?

Esta revelación me pareció muy extraña y anonadante.

– Supongo que todo es posible en el mundo del Nagual -dije.

Era más un pensamiento en voz alta que una frase para Lidia.

– ¡Desde luego! -dijo, y echó a reír.

Lo opresivo de aquellas colinas erosionadas se hacía insoportable. Había algo francamente aborrecible en aquella zona, y Josefina había sido el golpe de gracia. Además de tener un cuerpo feo, viejo y maloliente, y carecer de dientes, daba la impresión de padecer una suerte de parálisis facial. Los músculos del lado izquierdo de su cara estaban evidentemente afectados, condición que daba lugar a una distorsión del ojo y el lado izquierdo de la boca extraordinariamente desagradable. Mi depresión anímica se trocó en absoluta angustia. Durante un instante consideré la posibilidad, ya tan familiar, de correr hacia mi coche y marcharme.

Me lamenté ante Lidia, diciéndole que no me encontraba bien. Rió y aseguró que Josefina me había asustado.

– Surte ese efecto sobre la gente -dijo-. Todo el mundo la odia. Es más fea que una cucaracha.

– Recuerdo haberla visto una vez -dije-, pero era joven.

– Las cosas cambian -comentó Lidia, filosófica-, en un sentido o en otro. Mira a Soledad. Qué cambio, ¿eh? Y tú también has cambiado. Se te ve más sólido que en mis recuerdos. Te pareces cada vez más al Nagual.

Quise señalar que el cambio de Josefina era abominable, pero temí que mis palabras pudiesen llegar a sus oídos.

Miré las chatas colinas del otro lado del valle y sentí deseos de huir de ellas.

– El Nagual nos dio esta casa -dijo-, pero no es una casa para el descanso. Antes teníamos otra que era francamente hermosa. Este lugar embota. Esas montañas de allí arriba acaban por volverle a uno loco.

El descaro con que leía mis pensamientos me desconcertó. No supe qué decir.

– Somos indolentes por naturaleza -prosiguió-. No nos gusta esforzarnos. El Nagual lo sabía, así que debe haber supuesto que este sitio nos llevaría a subirnos por las paredes.

Se interrumpió bruscamente y dijo que quería algo de comer. Fuimos a la cocina, un área semicerrada, con sólo dos muros. Del lado abierto, a la derecha de la entrada, había un horno de barro; del opuesto, en el punto en que las dos paredes se unían, había un sitio amplio para comer, con una mesa y tres bancos. El piso estaba pavimentado con piedras del río pulidas. Un techo plano, situado a unos tres metros de altura descansaba sobre las paredes y sobre vigas en los lados abiertos.