Выбрать главу

– ¡Es clarísimo! -agregó Rosa, con la expresión de quien ha tenido una verdadera revelación. Ambas se pusieron de pie de un salto y abrazaron a Josefina.

– ¡Volverás a hablar! -gritaba Rosa mientras sacudía a Josefina, aferrándola por los hombros.

Josefina abrió los ojos y los hizo girar en sus órbitas. Empezó a suspirar, débil y entrecortadamente, como si sollozara, y terminó por echar a correr de un lado a otro, gritando como un animal. Su excitación era tal, que se la veía incapaz de cerrar la boca. Francamente, la creía al borde de un colapso nervioso. Lidia y Rosa corrieron a su lado y la ayudaron a cerrar la boca. Pero no intentaron serenarla.

– ¡Volverás a hablar! ¡Volverás a hablar! -gritaban.

Josefina sollozaba y aullaba de tal manera que yo sentía un escalofrío que me recorría la columna vertebral.

Estaba absolutamente desconcertado. Traté de decir algo razonable. Apelé a su sentido común, pero no tardé en comprender que, según mis cánones, tenían muy poco. Comencé a andar de un lado para otro, delante de ellas, intentando tomar una decisión.

– Vas a ayudarla, ¿no? -me apremiaba Lidia.

– Por favor, señor, por favor -me suplicaba Rosa.

Les dije que estaban locas, que no tenía la menor idea de qué se podía hacer. Y, sin embargo, según hablaba, una feliz sensación de optimismo y seguridad se iba adueñando de mi mente. En un principio, traté de ignorarla, pero finalmente hube de ceder a ella. En una oportunidad anterior había experimentado lo mismo, en relación con una amiga muy querida que se hallaba mortalmente enferma. Pensé que podía sanarla y hacerla abandonar el hospital en que se hallaba ingresada. Fui a consultar con don Juan.

– Claro. Puedes curarla y hacerla salir de esa trampa mortal -me dijo.

– ¿Cómo? -le pregunté.

– El procedimiento es muy simple -dijo-. Todo lo que debes hacer es recordarle que se trata de una paciente incurable. Puesto que es un caso terminal, tiene poder. No tiene nada más que perder. Ya lo ha perdido todo. Cuando no se tiene nada que perder, se adquiere coraje. Somos temerosos únicamente en la medida que tengamos algo a que aferrarnos.

– ¿Pero acaso basta con recordárselo?

– No. Eso le dará el estímulo que necesita. Entonces tiene que deshacerse de la enfermedad, empujándola con la mano izquierda. Debe empujar hacia afuera con el brazo, el puño cerrado como si estuviese asiendo el tirador de una puerta. Debe empujar más y más, y, a la vez repetir: «fuera, fuera, fuera». Dile que, puesto que ya no le queda nada por hacer, debe dedicar cada segundo del tiempo que le quede de vida a realizar esa actividad. Te aseguro que podrá levantarse e irse por su propio pie, si es que lo desea.

– Parece tan sencillo… -dije.

Don Juan rió entre dientes.

– Parece sencillo -dijo-, pero no lo es. Para hacerlo, tu amiga necesita un espíritu impecable.

Se quedó mirándome por un largo rato. En apariencia, estaba midiendo el grado de preocupación y de tristeza que experimentaba por mi amiga.

– Desde luego -agregó-, si tu amiga poseyese un espíritu impecable, no estaría allí.

Conté a mi amiga lo que don Juan me había dicho. Pero ya se encontraba demasiado débil para intentar siquiera mover el brazo.

En el caso de Josefina, la razón fundamental de mi secreta confianza radicaba en el hecho de que ella era un guerrero con un espíritu impecable. ¿Sería posible, me pregunté en silencio, llevarla a valerse del mismo movimiento de mano?

Dije a Josefina que su incapacidad para hablar era debida a una especie de bloqueo.

– Sí, sí, es un bloqueo -repitieron Lidia y Rosa en cuanto lo oyeron.

Enseñé a Josefina el modo de mover el brazo y le dije que tenía que deshacerse del bloqueo empujando así.

Los ojos de Josefina estaban completamente fijos. Parecía hallarse en trance. Movía la boca, emitiendo sonidos escasamente audibles. Trató de mover el brazo, pero se sentía tan excitada que lo hizo sin coordinación alguna. Intenté ordenar sus actos, pero daba la impresión de estar aturdida al punto de no oír lo que yo le decía. Su mirada estaba desenfocada y comprendí que se iba a desmayar. En apariencia, Rosa se dio cuenta de lo que estaba sucediendo; saltó de su asiento, cogió una taza de agua y se la echó sobre el rostro. Los ojos de Josefina quedaron en blanco. Parpadeó repetidas veces, hasta recuperar la visión normal. Movía la boca, pero sin producir sonido alguno.

– ¡Tócale la garganta! -me gritó Rosa.

– ¡No! ¡No! -le respondió Lidia, también en un grito-. Tócale la cabeza. ¡Lo tiene en la cabeza, hombre hueco!

Me cogió la mano, y yo, a regañadientes, le permití ponerla sobre la cabeza de Josefina.

Josefina se estremeció, y poco a poco fue dejando escapar una serie de sonidos débiles. En cierto sentido, resultaban más melodiosos que aquellos ruidos infrahumanos que había emitido poco antes.

También Rosa había reparado en la diferencia.

– ¿Has oído eso? ¿Has oído eso? -me preguntó en un susurro.

No obstante, fuese cual fuere la diferencia, los sonidos que Josefina hizo a continuación fueron más grotescos que nunca. Cuando se tranquilizó, sollozó un momento, y de inmediato entró en otro nivel de euforia. Lidia y Rosa lograron por último serenarla. Se dejó caer pesadamente en el banco, parecía exhausta. Con enorme dificultad, consiguió abrir los ojos y mirarme. Me sonrió en forma sumisa.

– Lo siento, lo siento mucho -dije, y le cogí la mano.

Todo su cuerpo vibró. Bajó la cabeza y volvió a prorrumpir en sollozos. Me sobrevino una oleada de esencial simpatía hacia ella. En ese momento hubiese dado mi vida por auxiliarla.

Lloraba de manera incontrolable, a la vez que trataba de hablarme. Lidia y Rosa parecían tan profundamente inmersas en su drama, que remedaban sus gestos con la boca.

– ¡Por el amor de Dios, haz algo! -exclamó Rosa con voz plañidera.

Experimenté una intolerable ansiedad. Josefina se puso de pie y se me abrazó; mejor dicho, se colgó de mí frenéticamente y me apartó de la mesa a rastras. En ese instante, Lidia y Rosa, con asombrosa agilidad, rapidez y dominio, me cogieron por los hombros con ambas manos, a la vez que con los pies me inmovilizaban los talones. El peso del cuerpo de Josefina, sumado a la velocidad de maniobra de Lidia y Rosa, me dejó indefenso. Todas ellas actuaban simultáneamente, y, antes de que pudiese darme cuenta de lo que ocurría, me encontré tendido en el piso, con Josefina encima de mí. Sentía latir su corazón. Se aferraba a mí con gran fuerza; el ruido de su corazón resonaba en mis oídos, latía en mi pecho. Traté de apartarla, pero se apresuró a asegurarse. Rosa y Lidia me sujetaban contra el suelo, descargando todo su físico sobre mis brazos y piernas. Rosa reía como una loca; comenzó a mordisquearme el costado. Sus pequeños y agudos dientes castañeteaban según sus mandíbulas se abrían y se cerraban en nerviosos espasmos.

Fui presa de un monstruoso dolor, seguido de repugnancia y terror. Perdí el aliento. No podía fijar la vista. Comprendí que estaba perdiendo el conocimiento. Oí el ruido seco, de quebradura de tubo, en la base del cuello y sentí el cosquilleo de la coronilla. Inmediatamente después tuve conciencia de que las estaba observando desde el otro lado de la cocina. Las tres muchachas me miraban, echadas en el suelo.

– ¿Qué están haciendo? -oí que decía alguien en una voz áspera, fuerte, autoritaria.

Entonces tuve una impresión inconcebible: Josefina se dejaba ir de mí y se ponía de pie. Yo yacía en el suelo; no obstante, también me encontraba de pie, a cierta distancia de la escena, mirando a una mujer a la que nunca antes había visto. Estaba junto a la puerta. Anduvo hacia mí y se detuvo a uno o dos metros. Me observó durante un instante. Comprendí de inmediato que era la Gorda. Exigió saber lo que estaba ocurriendo.

– Le estamos gastando una pequeña broma -dijo Josefina, aclarándose la garganta-. Yo fingía ser muda.