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Las tres muchachas se reunieron, muy cerca las unas de las otras, y echaron a reír. La Gorda permaneció impasible, contemplándome.

¡Me habían engañado! Encontré tan ultrajantes mi propia estupidez y mi necedad que estallé en una carcajada histérica, casi fuera de control. Mi cuerpo se estremecía.

Entendí que Josefina no había estado jugando, como acababa de afirmar. Las tres habían actuado en serio. A decir verdad, había sentido el cuerpo de Josefina como una fuerza que en realidad se estaba introduciendo en mi propio cuerpo. El roer de Rosa en mi costado, indudablemente una estratagema para distraer mi atención, coincidió con la impresión de que el corazón de Josefina latía dentro de mi pecho.

Oí a la Gorda pedirme que me calmara.

Una conmoción nerviosa tuvo lugar dentro de mí, y luego una cólera lenta, sorda, me invadió. Las aborrecí. Había tenido bastante de ellas. Habría cogido mi chaqueta y mi libreta de notas y abandonado la casa, de no ser porque todavía no me había recuperado por completo. Estaba un tanto aturdido y mis sentimientos decididamente se hallaban embotados. Había tenido la sensación, al mirar por primera vez a las muchachas desde el otro lado de la cocina, de estar haciéndolo en realidad desde un lugar situado por encima de mi plano visual, cercano al techo. Pero sucedía algo aún más desconcertante: había percibido a ciencia cierta que el cosquilleo de la coronilla me liberaba del abrazo de Josefina. No era una sensación vaga; verdaderamente algo había surgido de la cima de mi cabeza.

Pocos años antes, don Juan y don Genaro habían manipulado mi capacidad perceptiva y yo había experimentado una imposible doble impresión: sentí a don Juan caer encima mío, apretándome contra el piso, en tanto, a la vez, seguía encontrándome de pie. Lo cierto es que me hallaba en ambas situaciones simultáneamente. En términos de brujería, podría decir que mi cuerpo había conservado el recuerdo de aquella doble percepción y, a juzgar por las apariencias, la había repetido. En esa oportunidad, sin embargo, había dos nuevos elementos para sumar a mi memoria corporal. Uno era el cosquilleo del que tan consciente venía siendo en el curso de mis enfrentamientos con aquellas mujeres: ese era el vehículo mediante el cual arribaba a la doble percepción; el otro era aquel sonido en la base del cuello, que me permitía liberar algo de mí, capaz de surgir de la coronilla.

Al cabo de uno o dos minutos me sentí bajar del techo hasta encontrarme parado en el suelo. Me costó cierto tiempo readaptar los ojos al nivel de visión normal.

Al mirar a las cuatro mujeres me sentí desnudo y vulnerable. Viví un instante de disociación, o una solución en la continuidad perceptual. Fue como si hubiese cerrado los ojos y una fuerza desconocida me hubiese hecho girar sobre mí mismo un par de veces. Cuando abrí los ojos, las muchachas me observaban con la boca abierta. Pero, de un modo u otro, volvía a ser yo mismo.

3 LA GORDA

Lo primero que me llamó la atención en la Gorda fueron sus ojos: muy oscuros y serenos. Era evidente que me estaba examinando de pies a cabeza. Escudriñó mi cuerpo con la mirada, tal como solía hacerlo don Juan. A decir verdad, sus ojos revelaban una calma y una energía semejantes a las de él. Comprendí por qué era la mejor. Se me ocurrió que don Juan le había legado los ojos.

Era ligeramente más alta que las otras tres muchachas. Tenía un cuerpo magro y oscuro y un soberbio trasero. Reparé en la gracia de la línea de sus anchos hombros en el momento en que volvió a medias el torso para encararse con las muchachas.

Les dio una orden ininteligible y las tres se sentaron en un banco, exactamente tras ella. En realidad, las protegía de mí con su cuerpo.

Me enfrentó de nuevo. Su expresión era de suprema seriedad, pero sin la menor traza de tenebrosidad ni de gravedad. No sonreía, pero se la veía amistosa. Sus rasgos eran muy agradables: un rostro finamente formado, ni redondo ni anguloso, boca pequeña, de labios finos, nariz ancha, pómulos altos, y cabello largo, negro como el azabache.

Era imposible pasar por alto sus fuertes y hermosas manos, que mantenía apretadas ante sí, sobre la región umbilical. Los dorsos de las mismas se hallaban vueltos hacia mí. Distinguía sus músculos según los contraía.

Llevaba un vestido de algodón de color naranja desteñido, de mangas largas, y un chal marrón. Había en ella algo de terriblemente sosegado y terminante. Sentí la presencia de don Juan. Mi cuerpo se relajó.

– Siéntate, siéntate -me dijo en tono mimoso.

Volví a la mesa. Me señaló un lugar para que me sentase, pero permanecí de pie.

Sonrió por primera vez, y sus ojos me resultaron más suaves y más brillantes. No era tan bonita como Josefina, y, sin embargo, era la más bonita de todas.

Pasamos un momento en silencio. A modo de explicación, dijo que en los años transcurridos desde la partida del Nagual habían hecho todo lo posible por cumplir con la tarea que les había encomendado, y que, dada su dedicación, habían terminado por acostumbrarse a ella.

No comprendí con toda claridad a qué se refería, pero, según hablaba, yo percibía más que nunca la presencia de don Juan. No se trataba de que copiase sus maneras, ni la inflexión de su voz. Poseía un control interno que la llevaba a actuar como don Juan. Su semejanza era profunda.

Le conté que había ido en busca de la ayuda de Pablito y Néstor. Le dije que era lento, quizás estúpido, para comprender los caminos de los brujos, pero que era sincero; y que sin embargo todas ellas me habían tratado con malevolencia y falsedad.

Intentó disculparse, pero no la dejé terminar. Recogí mis cosas y gané la puerta delantera. Corrió detrás de mí. No era su propósito impedirme partir, pero hablaba muy rápido, como si necesitase decir todo lo que fuese posible antes de que yo me marchara.

Decía que debía escucharla hasta el final, y que se proponía acompañarme hasta haberme hecho saber todo lo que el Nagual le había encargado que me comunicara.

– Voy a Ciudad de México -dije.

– Iré contigo hasta Los Angeles, de ser necesario.

Comprendí que hablaba en serio.

– De acuerdo -dije, con la intención de probarla-. Sube al coche.

Vaciló un instante, luego se quedó en silencio y miró la casa. Llevó las manos cerradas al nivel del ombligo. Se volvió y miró al valle y repitió el gesto.

Yo sabía qué era lo que hacía. Se despedía de su casa y de aquellas imponentes colinas que la rodeaban.

Don Juan me había enseñado, años atrás, el significado de esos gestos, destacando el hecho de que implicaban un extremo poder: un guerrero rara vez hacía uso de ellos. Yo mismo había tenido muy pocas ocasiones de efectuarlos.

El movimiento de despedida que la Gorda efectuaba era una variante del que me había enseñado don Juan. Éste me había dicho que las manos debían cerrarse como para pronunciar una plegaria, fuese ello hecho con delicadeza o violentamente, llegando incluso a producir un sonido como de palmoteo. Cualquiera que fuese la forma, el propósito del guerrero al cerrar las manos era atrapar el sentimiento que no quería dejar tras sí. Tan pronto como se apretaban los puños, una vez capturado el sentimiento, se los llevaba con gran fuerza al medio del pecho, a la altura del corazón. Allí, se convertía en una daga y el guerrero se la clavaba, sosteniéndola con ambas manos.

Don Juan me había dicho que un guerrero sólo dice adiós de ese modo cuando tiene buenas razones para creer que no regresará.

La despedida de la Gorda me cautivó.

– ¿Te despides? -pregunté con curiosidad.

– Sí -dijo secamente.

– ¿No te llevas las manos al pecho? -quise saber.

– Eso lo hacen los hombres. Las mujeres tienen útero. Guardan sus sentimientos allí.

– ¿No se supone que esa clase de despedidas están reservadas a los casos en que no se regresa?