– Lo más probable es que no regrese -replicó-. Me voy contigo.
Tuve un súbito e injustificado acceso de tristeza; injustificado en el sentido de que no conocía a aquella mujer en lo más mínimo. Sólo abrigaba dudas y sospechas hacia ella. Pero al mirar de cerca sus claros ojos me sentí definitivamente vinculado con ella. Me serené. Mi cólera había dado paso a una melancolía desconocida. Miré a mi alrededor y comprendí que aquellas colinas romas, misteriosas, enormes, me estaban desgarrando.
– Esas colinas están vivas -dijo, leyendo mis pensamientos.
Me volví hacia ella y le dije que tanto el lugar como las mujeres me habían afectado muy profundamente; tanto, que no me parecía concebible desde el punta de vista de mi sentido común. No sabía qué había resultado más devastador, si el lugar o las mujeres. Las furiosas embestidas de estas últimas habían sido directas y aterradoras pero la presencia de las colinas constituía un factor constante, de continua aprensión; suscitaba un deseo de huir de allí. Ante ello; la Gorda me dijo que mi juicio acerca de los efectos del lugar era correcto, que era debido a ello que el Nagual las había dejado allí, y que no debía culpar a nadie por lo sucedido, puesto que el propio Nagual había dado a aquellas muchachas la orden de terminar conmigo.
– ¿También a ti te ha dado órdenes semejantes? -pregunté.
– No; a mí no. No soy como ellas -replicó-. Ellas son hermanas. Son lo mismo; exactamente lo mismo. Tanto como son lo mismo Pablito y Néstor y Benigno. Sólo tú y yo podemos llegar a ser exactamente lo mismo. Aún no lo somos porque estás incompleto. Pero algún día seremos lo mismo, exactamente lo mismo.
– Me han dicho que eres la única que sabe dónde se encuentran el Nagual y Genaro -dije.
Me miró con atención durante un momento y sacudió la cabeza afirmativamente.
– Es cierto -dijo-. Sé dónde están. El Nagual me dijo que te llevara si podía.
Le exigí que dejase de andarse por las ramas y me revelara su paradero de inmediato. Mi pedido pareció sumirla en el caos. Se disculpó y me prometió que más tarde, cuando nos hallásemos en camino, me lo expondría todo. Me rogó que no le hiciese más preguntas porque tenía instrucciones precisas en el sentido de no comentar nada hasta el momento indicado.
Lidia y Josefina salieron a la puerta y se quedaron mirándome. Me apresuré a subir al coche. La Gorda me siguió; no pude evitar el observar que entraba en el automóvil como si lo hiciese a un túneclass="underline" casi a gatas. Don Juan solía hacerlo. En cierta ocasión le había dicho, bromeando, tras haberlo visto entrar así un buen número de veces, que resultaba más práctico como yo lo hacía. Su extraño modo de actuar me parecía atribuible a su falta de familiaridad con los coches. Me explicó entonces que el vehículo era una cueva, y que ese era el modo correcto de entrar en las cuevas, si pretendíamos valernos de ellas. Había un espíritu inherente a las cuevas, fuesen éstas naturales o construidas por el hombre, y era necesario acercarse a él con respeto. El gateo era la única forma adecuada de demostrar ese respeto.
Estaba considerando la conveniencia de preguntar o no a la Gorda si don Juan la había instruido acerca de tales detalles, cuando habló por propia iniciativa. Dijo que el Nagual le había dado directivas específicas para el caso de que yo sobreviviera a los ataques de doña Soledad y las tres muchachas. Agregó, en tono despreocupado, que antes de dirigirnos a Ciudad de México, debíamos ir a determinado lugar en las montañas, al que acostumbrábamos acudir don Juan y yo, y que allí me descubriría toda la información que el Nagual nunca me había proporcionado.
Tuve un momento de indecisión, pero luego un algo interior, distinto de la razón, me impulsó hacia las montañas. Viajamos en absoluto silencio. Intenté en varias ocasiones iniciar una conversación, pero en todos los casos me rechazó, sacudiendo con energía la cabeza. Finalmente pareció cansarse de mi insistencia y se vio obligada a comentar que aquello que me debía decir requería, para ser confiado, un lugar de poder, y que teníamos que abstenernos de desperdiciar fuerzas en charlas sin sentido, hasta hallarnos en él.
Tras un largo recorrido en coche y una agotadora caminata desde la carretera, llegamos finalmente a destino. Caía la noche. Estábamos en lo hondo de un cañón. Allí ya estaba oscuro, en tanto el sol seguía brillando por sobre las montañas de encima. Anduvimos hasta llegar a una pequeña cueva, a uno o dos metros del nivel del suelo, en el extremo norte del cañón, que iba de Este a Oeste. Solía pasar mucho tiempo allí con don Juan.
Antes de entrar, la Gorda barrió cuidadosamente el suelo con ramas, tal como lo hacía don Juan, con el objeto de eliminar las garrapatas y otras parásitos adheridos a las rocas. Luego cortó tallos, cubiertos de hojuelas ligeras; reunió un montón de los arbustos de los alrededores y los distribuyó sobre el piso de piedra a modo de colchón.
Me indicó con un gesto que entrara. Yo siempre había permitido que don Juan me antecediese en señal de respeto. Quería hacer lo mismo con ella, pero se negó. Dijo que yo era el Nagual. Penetré en la cueva tal como ella lo había hecho en el coche. Reí ante mi inconsecuencia. No había llegado jamás a considerar mi automóvil como una cueva.
La Gorda procuró que me relajara y me pusiera cómodo.
– El Nagual no podía revelarte todos sus designios en razón de que estabas incompleto -dijo de repente-. Aún lo estás, pero ahora, tras tus encuentros con Soledad y las muchachas, eres más fuerte que antes.
– ¿Qué significa estar incompleto? Todos me han dicho que eras la única persona capaz de explicármelo -dije.
– Es muy sencillo -replicó-. Una persona completa es aquella que nunca ha tenido niños.
Hizo una pausa, como si aguardase a que terminara de apuntar lo que había dicho. Alcé la vista de mi libreta. Me observaba, midiendo el efecto de sus palabras.
– Sé que el Nagual te dijo exactamente lo mismo que acaba de decirte -prosiguió-. No le prestaste atención, y lo más probable es que no me hayas prestado atención tampoco a mí.
Leí mis notas en voz alta, de modo de repetir sus palabras. Sofocó una risilla.
– El Nagual decía que una persona incompleta es aquella que ha tenido niños -dijo, como si me lo estuviese dictando.
Me examinó atentamente, esperando, a juzgar por las apariencias, una pregunta o un comentario. No tuve que hacer ninguna de las dos cosas.
– Ya te he dicho todo lo que hay que saber acerca del hecho de hallarse completo o incompleto -declaró-. Te he dicho exactamente lo mismo que el Nagual me dijo a mí. Entonces, no significó nada para mí; tal como no significa nada ahora para ti.
Me vi obligado a reír ante el modo en que se amoldaba a las enseñanzas de don Juan.
– Una persona incompleta tiene un agujero en el estómago -prosiguió-. Un brujo lo ve con la misma claridad con que tú ves mi cabeza. Cuando el agujero se encuentra a la izquierda del estómago, el niño que lo ha creado es del mismo sexo. Si se encuentra a la derecha, es del sexo opuesto. El agujero de la izquierda es negro; el de la derecha es castaño oscuro.
– ¿Eres capaz de ver el agujero en todo aquel que haya tenido un niño?
– Claro. Hay dos modos de verlo. Un brujo puede verlo tanto en sueños como mirando directamente a una persona. Un brujo que ve no tiene reparos en observar el ser luminoso con la finalidad de comprobar si hay un agujero en la luminiscencia del cuerpo. No obstante, aun cuanto el brujo no sepa ver, es capaz de distinguir lo oscuro del boquete a través de la ropa.
Calló. La insté a continuar.
– El Nagual me dijo que escribías, y que luego no recordabas lo escrito -me dijo, en tono acusatorio.
Me vi enredado en mis propias palabras, tratando de defenderme. No obstante, ella había dicho la verdad. Las palabras de don Juan siempre habían surtido un doble efecto sobre mí: el uno, al oír sus aseveraciones por primera vez; el otro, al leer a solas lo escrito y olvidado.