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La conversación con la Gorda, sin embargo, era esencialmente diferente. Los aprendices de don Juan no se hallaban en ningún sentido tan inmersos en lo suyo como él. Sus revelaciones, si bien extraordinarias, no eran sino piezas sueltas de un rompecabezas. El carácter insólito de aquellas piezas consistía en que no servían para clarificar la imagen, sino para hacerla cada vez más compleja.

– Tenías un agujero marrón en el lado derecho del estómago -continuó-. Ello significa que quien te había vaciado era una hembra. Has hecho una niña.

»El Nagual decía que yo tenía un enorme agujero negro, que revelaba el haber hecho dos mujeres. Nunca lo vi, pero vi a otra gente con agujeros semejantes al mío.

– Dijiste que yo tenía un agujero. ¿Significa eso que ya no lo tengo?

– No. Ha sido remendado. El Nagual te ayudó a remendarlo. Sin su apoyo estarías aun más vacío de lo que estás.

– ¿Qué clase de remiendo se le ha aplicado?

– Un remiendo en tu luminosidad. No hay otra forma de decirlo. El Nagual explicaba que un brujo como él era capaz de rellenar el agujero en cualquier momento. Pero ese relleno no dejaba de ser una mancha sin luminosidad. Cualquiera que vea o sueñe puede afirmar que luce como un parche de plomo sobre la luminosidad amarilla del resto del cuerpo. El Nagual te remendó a ti y a mí y a Soledad. Pero dejó a nuestro cargo el recobrar la luminosidad, el brillo.

– ¿Cómo nos remendó?

– Es un brujo; puso cosas en nuestros cuerpos. Hizo sustituciones. Ya no somos enteramente los mismos. El remiendo es lo que puso de sí mismo.

– Pero, ¿por qué puso esas cosas y qué eran?

– Puso en nuestros cuerpos su propia luminosidad; se valió de las manos para ello. Se limitó a entrar en nosotros y dejar allí sus fibras. Hizo lo mismo con sus seis niños y con Soledad. Todos ellos son lo mismo, salvo Soledad; ella es otra cosa.

La Gorda parecía poco dispuesta a continuar. Titubeó y la vi al borde del tartamudeo.

– ¿Qué es doña Soledad?

– Es muy difícil decirlo -dijo, tras unos momentos de resistencia-. Es lo mismo que tú y que yo, y, sin embargo, es diferente. Posee idéntica luminosidad, pero no está junto a nosotros. Marcha en dirección opuesta. En este momento se te asemeja más. Ambos llevan remiendos que parecen de plomo. El mío ha desaparecido y he vuelto a ser un huevo completo, luminoso. Esa es la razón por la que te dije que tú y yo llegaríamos a ser lo mismo algún día, cuando estuvieses de nuevo completo. Actualmente, lo que nos hace ser casi lo mismo es la luminosidad del Nagual, y la realidad de que ambos marchamos en igual dirección y ambos estamos vacíos.

– ¿Cómo ve un brujo a una persona completa? -pregunté.

– Como un huevo luminoso hecho de fibras -replicó-. Todas las fibras están enteras; lucen como cuerdas, como cuerdas tensas. La impresión que da el conjunto de las cuerdas es la de haber sido estirado como el parche de un tambor. Por otra parte, te diré que en una persona vacía las cuerdas se ven arrugadas en los bordes del agujero. Cuando se han tenido muchos niños, las fibras ya no se ven como tales. En esos casos, se observa algo así como dos trozos de luminosidad, separados por negrura. Es una visión horrenda. El Nagual me lo hizo ver en cierta ocasión, en un parque de la ciudad.

– ¿A qué atribuyes el que el Nagual nunca me haya hablado de ello?

– El Nagual te lo ha dicho todo, pero nunca le entendiste cabalmente. Tan pronto como se daba cuenta de que tú no le comprendías, se veía obligado a cambiar de tema. Tu vaciedad te impedía entender. El Nagual decía que era perfectamente natural que no entendieras. Una vez que una persona queda incompleta, se vacía realmente, como una calabaza ahuecada. No te importó el número de veces en que él te dijo que estabas vacío; ni siquiera te importó el que te lo explicase. Nunca supiste lo que quería decir o, lo que es peor, nunca quisiste saberlo.

La Gorda pisaba terreno peligroso. Intenté hacerla variar de rumbo, pero me rechazó.

– Tú quieres a un pequeño y no te interesa conocer el sentido de las palabras del Nagual -dijo, acusadora-. El Nagual me dijo que tenías una hija a la que nunca habías visto, y que querías a ese niño. La una te quitó fuerza, el otro te obligó a concretar. Les has unido.

No tuve otro remedio que dejar de escribir. Salí a gatas de la cueva y me puse de pie. Comencé a descender la empinada cuesta que llevaba al fondo del barranco. La Gorda me siguió. Me preguntó si me encontraba molesto por su franqueza. No quise mentir.

– ¿Qué crees? -pregunté.

– ¡Estás furioso! -exclamó, y soltó una risilla tonta con un desenfado que sólo había visto en don Juan y en don Genaro.

A juzgar por las apariencias, estuvo a punto de perder el equilibrio y se aferró a mi brazo izquierdo. Para ayudarla a bajar al fondo del barranco, la alcé por el talle. Creí que no podía pesar más de cincuenta kilos. Frunció los labios al modo de don Genaro y dijo que pesaba cincuenta y seis. Los dos nos echamos a reír a la vez. Ello supuso un instante de comunicación directa, espontánea.

– ¿Por qué te molesta tanto hablar de esas cosas? -preguntó.

Le dije que una vez había tenido un pequeño al que había amado inmensamente. Experimenté la necesidad compulsiva de hablarle de él. Una exigencia extravagante, más allá de mi razón, me llevaba a abrirme a aquella mujer, una completa desconocida para mí.

Cuando comencé a hablar del niño, una oleada de nostalgia me envolvió; quizás se debiera al lugar, o a la situación, o a la hora. Por algún motiva, mis recuerdos del pequeño se mezclaban en mí con los de don Juan: por primera vez en todo el tiempo que había pasado sin verle, lo extrañé. Lidia había dicho que ella nunca lo extrañaba porque siempre estaba con él; él era sus cuerpos y sus espíritus. Había comprendido de inmediato el sentido de sus palabras. Yo mismo me sentía así. En aquel barranco, sin embargo, un sentimiento desconocido había hecho presa en mí. Hice saber a la Gorda que hasta aquel momento no había extrañado a don Juan. No respondió. Desvió la mirada.

Es probable que mi nostalgia por aquellas dos personas tuviese que ver con el hecho de que ambas habían dado lugar a situaciones catárticas en mi vida. Y ambas se habían ido. Hasta ese momento, no había tenido claro el carácter definitivo de esa separación. Comenté a la Gorda que el pequeño había sido, por sobre todo, mi amigo, y que un día fuerzas que se hallaban fuera de mi control le había apartado bruscamente de mí. Tal vez fuese uno de los golpes más fuertes recibidos en mi vida. Había incluso ido a ver a don Juan para pedir su auxilio. Fue la única oportunidad en que le solicité apoyo. Escuchó mi petición y rompió a reír estrepitosamente. Su reacción me resultó tan insólita que ni siquiera me enfadé. Lo único que pude hacer fue un comentario acerca de lo que yo consideraba falta de sensibilidad.

– ¿Qué quieres que haga? -me había preguntado don Juan.

Le respondí que, puesto que era un brujo, podría ayudarme a recuperar a mi amiguito, cosa que me consolaría.

– Estás equivocado; un guerrero no busca nada que le consuele -había afirmado, en un tono que no admitía réplica.

Luego se dedicó a aniquilar mis argumentos. Dijo que un guerrero no debía dejar nada librado al azar, que un guerrero era realmente capaz de alterar el curso de los sucesos, valiéndose del poder de su conciencia y de la inflexibilidad de su propósito. Dijo que si mi intención de conservar y auxiliar a ese niño hubiese sido inflexible, me las habría arreglado para tomar las medidas necesarias para que no se fuese de mi lado. Pero, tal como estaban las cosas, mi cariño no pasaba de ser una palabra, un arranque inútil de un hombre vacío. Llegado a ese punto, me informó acerca de la vaciedad y la plenitud, pero opté por no oírle. Me limité a experimentar un sentimiento de pérdida, la carencia que él había mencionado, según me parecía evidente, al referirse a la sensación de extravío de algo irreemplazable.