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– Lo amaste, reverenciaste su espíritu, deseaste su bien; ahora debes olvidarlo -dijo.

Pero yo no había sido capaz de hacerlo. Se trataba de algo terriblemente vigente en mis emociones, a pesar de que el tiempo se había encargado de suavizarlas. En cierto momento, creí haber logrado olvidar; pero una noche, un incidente desencadenó un profundo cataclismo en mi interior. Me dirigía a mi despacho cuando una joven mexicana me abordó. Estaba sentada en un banco, aguardando un autobús. Quería saber si ese autobús la llevaría a un hospital de niños. Yo no lo sabía. Explicó que su pequeño tenía una temperatura muy elevada desde hacía tiempo, y ella estaba preocupada porque no tenía dinero. Me acerqué y vi a un crío, de pie sobre el banco, con la cabeza apoyada en el respaldo. Vestía una chaqueta, pantalones cortos y gorra. No tenía más de dos años. Debió de haberme visto, porque se arrimó al extremo del asiento y puso la frente contra mi pierna.

– Me duele la cabecita -me dijo.

Su voz era tan débil y sus ojos oscuros tan tristes, que una oleada de angustia irreprimible hizo presa en mí. Lo alcé y los llevé, a él y a su madre, al hospital más cercano. Allí los dejé, tras dar a la madre el dinero necesario para pagar lo requerido. Pero no quise quedarme, ni saber más de él. Deseaba creer haberle ayudado, saldando con ello mi deuda con el espíritu del hombre.

Había aprendido de don Juan la fórmula «saldar la deuda con el espíritu del hombre». En una ocasión, preocupado por el hecho de no haberle pagado por todo lo hecho por mí, le pregunté si había algo en el mundo que pudiese hacer para reparar su esfuerzo. Salíamos de un banco, tras cambiar algunos dólares por moneda mexicana.

– No necesito que me pagues -dijo-, pero si quieres saldar una deuda, haz tu depósito a nombre del espíritu del hombre. La suma es siempre muy pequeña, y, sea cual sea la cantidad que se aporte, es más que suficiente.

Al auxiliar a aquel niño enfermo, no había hecho sino pagar al espíritu del hombre cualquier ayuda que mi pequeño pudiese recibir de desconocidos en su camino.

Dije a la Gorda que mi cariño hacia él seguiría vivo durante el resto de mis días, aunque no volviera a verle nunca. Quise agregar que su recuerdo se hallaba tan profundamente enterrado que nada podía alcanzarlo, pero desistí de hacerlo. Entendí que hubiese sido superflua la referencia. Además, oscurecía y yo quería salir de ese agujero.

– Es mejor que nos vayamos -dije-. Te llevaré a tu casa. Tal vez más tarde tengamos ocasión de hablar sobre estas cosas.

Se rió de mí, tal como don Juan solía hacerlo. Evidentemente, mis palabras debían de haberle parecido harto cómicas.

– ¿Por qué ríes, Gorda? -pregunté.

– Porque sabes perfectamente que no podemos irnos de aquí con tanta facilidad -replicó-. Tienes una cita con el poder aquí. Y yo también.

Regresó a la cueva y entró en ella a gatas.

– Ven -chilló desde dentro-. No hay modo de irse.

Reaccioné de la manera más incongruente. Entré gateando y volví a sentarme cerca de ella. Resultaba obvio que me había tendido una trampa. Yo no había ido allí para tener enfrentamiento alguno. Debí haberme puesto furioso. En cambio, permanecí impasible. No podía mentirme diciéndome que aquello era tan sólo un alto en mi camino hacia Ciudad de México. Me encontraba en ese lugar porque una fuerza que sobrepasaba mi capacidad racional me había impelido a ir.

Me tendió la libreta y me instó a escribir. Me dijo que, si lo hacía, no sólo me relajaría, sino que además la relajaría a ella.

– ¿En qué consiste esa cita con el poder? -pregunté.

– El Nagual me dijo que tú y yo teníamos una cita con algo allí fuera. Antes tuviste una cita con doña Soledad y otra con las hermanitas. Era de suponerse que acabaran contigo. El Nagual dijo que, si sobrevivías a esos asaltos, debía traerte aquí, para concurrir juntos a la tercera cita.

– ¿De qué clase de cita se trata?

– A decir verdad, no lo sé. Como todo, depende de nosotros. En este mismo instante hay allí fuera algunas cosas que te han estado aguardando. Lo dijo porque he venido aquí sola muchas veces y no ocurrió nada. Pero esta noche la situación es distinta. Tú estás aquí y vendrán.

– ¿A qué se debe que el Nagual trate de destruirme? -pregunté.

– ¡Pero sin no trata de destruir a nadie! -protestó la Gorda -. Tú eres su hijo. Ahora quiere que seas él mismo. Más él mismo que el resto de nosotros. Pero para ser un verdadero Nagual debes exigir tu poder. De otro modo no hubiese puesto tanto cuidado en que Soledad y las hermanitas te acechasen. Él enseñó a Soledad la forma de cambiar su aspecto y rejuvenecer. La indujo a instalar un piso diabólico en su habitación. Un piso al que nadie puede oponerse. Como sabes, Soledad está vacía, así que el Nagual le prestó ayuda para realizar algo gigantesco. Le destinó una misión, una misión sumamente difícil y peligrosa, pero que era la única adecuada para ella: acabar contigo. Le expuso que no había nada más difícil para un brujo que eliminar a otro. Es más fácil que un individuo corriente mate a un brujo, o que un brujo mate a un hombre corriente. El Nagual explicó a Soledad que lo más conveniente para ella era sorprenderte y asustarte. Y eso fue lo que ella hizo. El Nagual la convirtió en una mujer apetecible, con la finalidad de que pudiese arrastrarte a su habitación; una vez allí, el suelo te hechizaría. Por lo que yo sé, nadie, lo que se dice nadie, se le puede resistir. Ese suelo fue la obra maestra del Nagual, por lo que hace a Soledad. Pero algo hiciste con el suelo que obligó a Soledad a variar sus tácticas, según las instrucciones del Nagual. Él le dijo que si el suelo fallaba y no conseguía tomarte por sorpresa y atemorizarte, debía hablarte y contarte todo lo que desearas saber. El Nagual la adiestró para que se expresara correctamente, como último recurso. Pero Soledad no logró superarte siquiera por ese medio.

– ¿A qué se debía el que fuese tan importante superarme?

Se detuvo y me estudió detenidamente. Se aclaró la garganta y se puso rígida. Alzó la vista hacia el bajo techo de la cueva y exhaló el aire ruidosamente por la nariz.

– Soledad es mujer, como yo -dijo-. Te diré algo referente a mi propia vida y tal vez llegues a comprenderla.

»Una vez tuve a un hombre. Me dejó embarazada cuando yo era muy joven y tuve dos hijas de él. Una tras otra. Mi vida era un infierno. Se emborrachaba y me pegaba día y noche. Y lo odiaba y me odiaba. Y me puse gorda como un cerdo. Un día llegó otro hombre y me dijo que yo le gustaba y que deseaba que me fuese con él a trabajar como criada en la ciudad. Era consciente de mi capacidad de trabajo y lo único que pretendía era explotarme. Pero mi vida era tan miserable que me dejé engañar y me marché con él. Era peor que el primero, mezquino y temible. Al cabo de una semana, más o menos, no podía soportarme. Y solía darme las peores palizas que puedas imaginar. Pensé que me iba a matar, sin estar siquiera borracho; todo ello porque yo no había encontrado trabajo. Entonces me envió a pedir a las calles con un niño enfermo. Él pagaba a la madre con una parte del dinero que yo recaudaba. Y luego me pegaba por no haber reunido lo suficiente. El niño se ponía cada vez más enfermo; yo sabía que si moría mientras yo estuviese pidiendo, él me asesinaría. De modo que un día, sabiendo que él no estaría, fue a la casa de la madre del niño y se lo entregué, junto con algo del dinero hecho ese día. Había sido una jornada afortunada para mí; una amable extranjera me había dado cincuenta pesos para medicinas para el crío.

»Había pasado con ese hombre horrible tres meses, y tenía la impresión de que habían sido veinte años. Empleé el dinero que había conservado para regresar a casa. Estaba nuevamente embarazada. El pretendía que tuviese el hijo como soltera; de modo de no responsabilizarse de él. Al volver a mi pueblo, intenté ver a mis hijas, pero se las había llevado la familia de su padre. Ésta se reunió conmigo, alegando que deseaban hablarme; en cambio, me llevaron a un lugar desierto y me pegaron con palos y piedras y me dejaron por muerta.