La Gorda me mostró las numerosas cicatrices que llevaba en el cuero cabelludo.
– Hasta este día ignoro cómo regresé al poblado. Incluso, perdí el hijo que llevaba en el vientre. Fui a casa de una tía que aún vivía; mis padres ya habían muerto. Me dio un lugar en el cual descansar y me atendió. La pobre me alimentó durante dos meses, hasta que estuve en condiciones de levantarme.
»Llegó el día en que mi tía me dijo que aquel hombre estaba en el pueblo, buscándome. Había dicho a la policía que me había dado dinero por adelantado y yo había huido llevándomelo, tras asesinar a un niño. Comprendí que ese era el fin para mí. Empero, el destino me favoreció una vez más y conseguí marcharme en el camión de un norteamericano. Lo vi venir por el camino y alcé la mano desesperadamente; el hombre se detuvo y me dejó subir. Me trajo hasta esta región de México. Me dejó en la ciudad. Yo no conocía a nadie. Vagué durante días, como un perro loco, comiendo desperdicios en las calles. Fue entonces que mi suerte cambió por última vez.
»Conocí a Pablito, con quien tengo una deuda que jamás podré pagar. Me llevó a su carpintería y me permitió dormir en un rincón. Lo hizo porque le di pena. Me encontró en el mercado: tropezó y cayó encima de mí. Yo estaba sentada, pidiendo. Una polilla, o una abeja, no sé bien qué, le entró en un ojo. Giró sobre sus talones y perdió el equilibrio y cayó exactamente sobre mí. Imaginé que estaría fuera de sí, que me golpearía; en cambio, me dio dinero. Le pregunté si me podría proporcionar trabajo. Fue entonces cuando me llevó a su tienda y me proveyó de una plancha y una mesa para planchar, de manera que me fuera posible ganarme la vida como lavandera.
»Me fue muy bien. Aparte de que engordé, ya que toda la gente a la que servía me daba sus sobras. A veces llegaba a comer dieciséis veces por día. No hacía sino comer. Los chicos de la calle se burlaban de mí, y se me acercaban a hurtadillas y me pisaban los talones y algunos llegaban a hacerme caer. Me hacían llorar con sus bromas crueles, especialmente cuando me echaban a perder el trabajo adrede, ensuciando la ropa que tenía preparada.
»Un día, muy entrada la noche, llegó un viejo misterioso a ver a Pablito. Nunca lo había visto. No sabía que Pablito tuviese relación con hombre alguno tan intimidante, tan imponente. Le di la espalda y seguí trabajando. Estaba sola. De pronto, sentí sus manos en el cuello. Mi corazón de detuvo. No podía gritar; no podía siquiera respirar. Caí de rodillas y ese hombre horrible me sujetó la cabeza, tal vez durante una hora. Luego se marchó. Estaba tan aterrorizada que no me moví del lugar en que me había dejado caer hasta la mañana siguiente. Pablito me encontró allí; rió y dijo que debía sentirme muy orgullosa y feliz porque el viejo era un poderoso brujo y uno de sus maestros. Estaba desconcertada; no podía creer que Pablito fuese un brujo. Me dijo que su maestro había visto volar polillas en un círculo perfecto en torno de mi cabeza. También había visto a la muerte rondándome. Esa era la razón por la cual había actuado con la velocidad del relámpago, cambiando la dirección de mis ojos. También me explicó que el Nagual me había impuesto las manos y había entrado en mi cuerpo, y que yo no tardaría en ser diferente. Yo no tenía idea de aquello a lo que se refería. Tampoco tenía idea de lo que había hecho el viejo loco. Pero no me importaba. Yo era como un perro al que todos apartan a puntapiés. Pablito había sido la única persona amable conmigo. Al principio creí que me quería por mujer. Pero era demasiado fea y gorda y maloliente. Lo único que pretendía era ser amable conmigo.
»El viejo loco volvió una noche y, nuevamente, me cogió por el cuello desde atrás. Me lastimó en forma terrible. Grité y aullé. No sabía qué era lo que estaba haciendo. Nunca me decía una palabra. Le temía mortalmente. Más tarde comenzó a hablarme y a decirme qué hacer de mi vida. Me gustaba lo que decía. Me llevaba a todas partes con él. Pero mi vaciedad era mi peor enemigo. No podía aceptar sus costumbres, de modo que un día se hartó de mimarme y envió al viento en mi busca. Estaba sola en los fondos de la casa de Soledad ese día, y sentí que el viento cobraba una gran fuerza. Soplaba a través de la cerca. Penetraba en mis ojos. Quise entrar en la casa, pero mi cuerpo estaba asustado y, en vez de trasponer la puerta de la casa, me dirigí hacia la cerca. El viento me empujaba y me hacía girar sobre mí misma. Intenté regresar, pero fue inútil. No podía superar la violencia del viento. Me arrastró por sobre las colinas y me apartó de los caminos y terminé dando con mis huesos en un profundo agujero, semejante a una tumba. El viento me retuvo allí días y días, hasta que hube decidido cambiar y aceptar mi destino sin resistencia alguna. Entonces el viento cesó, y el Nagual me encontró y me llevó de vuelta a la casa. Me dijo que mi misión consistía en dar aquello de lo que carecía, amor y afecto, y en cuidar de las hermanas, Lidia y Josefina, más que de mí misma. Comprendí entonces que el Nagual había pasado años diciéndomelo. Mi vida había concluido largo tiempo atrás.
Él me ofrecía una nueva, y ésta debía serlo por completo. No podía llevar a ella mis viejos modos. Aquella primera noche, la noche en que dio conmigo, las polillas le revelaron mi existencia; yo no tenía motivos para rebelarme contra mi destino.
»Mi cambio se produjo al empezar a preocuparme más por Lidia y Josefina que por mí misma. Hice todo lo que el Nagual me dijo y una noche, en este mismo barranco y en esta misma cueva, hallé mi plenitud. Dormía en el mismo lugar en que me encuentro ahora, cuando un ruido me despertó. Alcé los ojos y me vi como había sido otrora: joven, fresca, delgada. Era mi espíritu, que iniciaba su camino de regreso a mí. En un principio no quería acercarse, porque aún se me veía bastante espantosa. Pero acabó por no poder resistirse y se aproximó. Entonces comprendí de golpe aquello que el Nagual había intentado durante años comunicarme. Él decía que, cuando se tiene un niño, nuestro espíritu pierde fuerza. Para una mujer, el tener una niña significa una pérdida de capacidad. El haber tenido dos, como en mi caso, era el fin. Lo mejor de mi fortaleza y de mis ilusiones había ido a parar a esas niñas. Me robaron cierta pujanza, como yo, al decir del Nagual, la había robado a mis padres. Ese es nuestro destino. Un chico roba la mayor parte de su potencia a su padre; una niña, a su madre. El Nagual afirmaba que quien ha tenido niños puede decir, a menos que sea tan terco como tú, que echa de menos algo suyo. Cierta locura, cierta nerviosidad, cierto poder que antes poseía. Solía tenerlo, pero, ¿dónde se halla ahora? El Nagual sostenía que se encontraba en el pequeño que daba vueltas en torno de la casa, lleno de energías, lleno de ilusiones. En otras palabras, completo. Decía que, si observáramos a los niños, estaríamos en condiciones de aseverar que son valerosos, que se mueven a saltos. Si observamos a sus padres, les vemos cautelosos y tímidos. Ya no saltan. Según el Nagual, explicábamos el fenómeno fundándonos en la idea de que los padres son adultos y tienen responsabilidades. Pero eso no es cierto. Lo cierto es que han perdido cierta pujanza.
Pregunté a la Gorda qué hubiese dicho el Nagual si yo le hubiera comunicado que conocía padres con mucho más espíritu y más capacidad que sus hijos.
Rió, cubriéndose el rostro con fingido azoramiento
– Puedes interrogarme -dijo, sofocando una risilla-. ¿Quieres saber qué pienso?
– Claro que quiero saberlo.
– Esa gente no tiene más espíritu; simplemente han sido más fuertes y han preparado a sus hijos para ser obedientes y sumisos. Los han atemorizado para toda la vida; nada más.