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Le narré el caso de un hombre que conocía, padre de cuatro hijos, que a los cincuenta y tres años había cambiado su vida por completo. Ello supuso el que dejara a su esposa y su puesto ejecutivo en una gran corporación, al cabo de más de veinticinco años de esfuerzo en pro de su carrera y su familia. Arrojó todo por la borda osadamente y se fue a vivir en una isla de Pacífico.

– ¿Quieres decir que se fue solo? -preguntó la Gor da con sorpresa.

Había dado por tierra con mi argumento. Hube de admitir que se había marchado con su prometida, de veintitrés años.

– La cual sin duda está completa -agregó la Gorda.

Tuve que reconocer que era cierto.

– Un hombre vacío se vale permanentemente de la plenitud de una mujer -prosiguió-. La plenitud de una mujer es más peligrosa que la de un hombre. Ella se muestra informal, de ánimo inestable, nerviosa, aunque también capaz de grandes transformaciones. Mujeres así están en condiciones de sostenerse por sí mismas e ir a cualquier parte. No harán nada una vez allí, pero ello es debido a que de partida no habrá nada en ellas. La gente vacía, por otra parte, no puede dar saltos semejantes, pero es más digna de crédito. El Nagual decía que la gente vacía es como las lombrices, que miran a su alrededor antes de avanzar, retroceden y luego recorren otro brevísimo trecho. La gente completa siempre anda a saltos, da saltos mortales, y, las más de las veces, aterriza de cabeza, pero a ellos no les importa.

»El Nagual decía que, para entrar al otro mundo, uno debe estar completo. Para ser brujo es imprescindible disponer de la totalidad de la propia luminosidad, es decir, de toda la capacidad del espíritu, sin agujeros ni remiendos. De modo que un brujo vacío debe recobrar la plenitud. Hombre o mujer, ha de estar completo para entrar en ese mundo de allí fuera, esa eternidad en la cual, ahora, el Nagual y Genaro nos esperan.

Calló y se me quedó mirando durante un momento muy largo. La luz era escasísima para escribir.

– ¿Cómo recobraste tu plenitud? -pregunté.

Se sobresaltó al oír mi voz. Repetí la pregunta. Clavó la vista en el techo de la cueva antes de responder.

– Tuve que negar a aquellas dos niñas -dijo-. En una ocasión el Nagual te explicó cómo hacerlo, pero no quisiste escucharle. Todo consiste en volver a hacerse con la fuerza, robándola. Él decía que era así como se perdía, por el camino más arduo, y que se debía recuperar del mismo modo, por el camino más arduo.

»Él me guió, y lo primero que me obligó a hacer fue negar mi cariño por aquellas dos niñas. Tuve que hacerlo soñando. Poco a poco aprendí a no quererlas. El Nagual me dijo que eso era inúticlass="underline" se debe aprender a no preocuparse y no a no querer. Cuando las niñas ya no significasen nada para mí, debía volver a verlas, imponerles mis ojos y mis manos. Debía golpearlas con suavidad en la cabeza y permitir que mi costado izquierdo les arrebatase la fuerza.

– ¿Y qué les sucedió?

– Nada. Jamás sintieron nada. Se fueron a su casa y ahora parecen dos personas adultas. Vacías, como la mayoría de quienes las rodean. No les gusta la compañía de muchachos porque no les sirven de nada. Yo diría que su situación es cómoda. Las libré de toda locura. No la necesitaban; yo sí. No había sabido lo que hacía al entregársela. Además, aún conservan la pujanza robada a su padre. El Nagual tenía razón: ninguna advirtió su pérdida, en tanto yo tuve conciencia de mi ganancia. Al mirar hacia el exterior de esta cueva, vi todas mis ilusiones, alineadas como una fila de soldados. El mundo era luminoso y nuevo. Tanto el peso de mi cuerpo como el de mi espíritu habían desaparecido y yo era realmente un nuevo ser.

– ¿No sabes cómo fue que le arrebataste la fuerza a tus hijas?

– ¡No son mis hijas! Nunca tuve hijas. Mírame.

Salió de la cueva, se alzó la falda y me mostró su cuerpo desnudo. Lo primero en llamar mi atención fue lo delgada y musculosa que era.

Me instó a acercarme y examinarla. Su cuerpo se veía tan magro y firme que tuve que concluir que no era posible que hubiese tenido hijos. Apoyó la pierna izquierda sobre una roca más alta y me mostró la vagina. Su insistencia en demostrar su transformación era tal, que me vi impelido a reír para dar rienda suelta a mi nerviosismo. Dije que no era médico y, por tanto, no me hallaba en situación de aseverar nada, pero que estaba seguro de que decía la verdad.

– Claro que digo la verdad -afirmó, y volvió a entrar a la cueva-. Jamás salió nada de mi útero.

Tras una breve pausa respondió a mi pregunta, que yo ya había olvidado bajo el impacto de su exhibición.

– Mi costado izquierdo me devolvió la fuerza -dijo-. Todo lo que tuve que hacer fue ir a visitar a las niñas. Estuve con ellas cuatro o cinco veces, para acostumbrarlas a mi presencia. Habían crecido e iban a la escuela. Pensaba que me costaría cierto esfuerzo el no quererlas, pero el Nagual me dijo que ello no tenía importancia, que debía quererlas si lo necesitaba. Así, que las quise. Pero las quise como se puede querer a un extraño. Mi mente estaba completa, mis propósitos eran firmísimos. Deseo entrar en el otro mundo estando aún viva, de acuerdo con las propuestas del Nagual. Para hacerlo, necesito únicamente la fuerza de mi espíritu. Necesito mi plenitud. ¡Nada puede apartarme de ese mundo! ¡Nada!

Me miró de modo desafiante.

– Deberías negar a los dos: a la mujer que te vació y al pequeño que contaba con tu cariño; eso, si aspiras a la plenitud. Te resultará fácil negar a la mujer. El niño es otra cosa. ¿Crees que aquel inútil afecto justifica tu imposibilidad para entrar en ese reino?

No tenía una respuesta para ella. No se trataba de que no quisiera pensar en ello, sino que me sentía totalmente confundido.

– Soledad debe quitar su fuerza a Pablito, si quiere entrar en el nagual -prosiguió-. ¿Cómo diablos va a hacerlo? Pablito, por muy débil que sea, es un brujo. Pero el Nagual concedió a Soledad una única oportunidad. Le dijo que ese momento único podía ser aquél en que tú entrases en la casa; a partir de entonces, no sólo nos indujo a cambiar de casa, sino que nos impuso ayudarle a ensanchar el sendero de entrada a su vivienda, para que pudieses llegar con el coche hasta la puerta. Le dijo que, si vivía una vida impecable, lograría atraparte y sorber toda tu luminosidad: todo el poder que el Nagual dejó en el interior de tu cuerpo. No le resultaría difícil hacerlo. Puesto que ella marchaba en la dirección opuesta, le era posible reducirte a la nada. Su gran proeza iba a consistir en llevarte a un instante de indefensión.

»Una vez te hubiese dado muerte, tu luminosidad habría incrementado su poder y ella se habría lanzado sobre nosotras. Yo era la única que lo sabía. Lidia, Josefina y Rosa le tienen cariño. Yo no; yo conocía sus designios. Nos habría destruido una a una, cuando se le ocurriese, puesto que nada tenía que perder y sí en cambio, qué ganar. El Nagual me dijo que no le quedaba otro camino. Me confió las niñas y me explicó lo que debía hacer en el caso de que Soledad te asesinara e intentase apoderarse de nuestra luminosidad. Suponía que aún me quedaba una oportunidad de salvarme y, quizás, salvar también a alguna de las otras tres. Verás: Soledad no es una mala mujer, en absoluto; simplemente está haciendo lo que le corresponde hacer a un guerrero impecable. Las hermanitas la quieren más que a sus propias madres. Es una verdadera madre para ellas. Eso era, decía el Nagual, lo que la ponía en ventaja. A pesar de mis esfuerzos no he conseguido separar de ella a las hermanitas. De modo que, si te hubiese matado, se habría apoderado de al menos dos de esas tres almas confiadas. Luego, al desaparecer tú del panorama, Pablito quedaba indefenso. Soledad lo habría aplastado como a un insecto. Entonces, completa y con poder, habría entrado en ese mundo de allí fuera. Si yo me hubiese encontrado en su situación, habría tratado de hacer exactamente lo mismo.

»Como ves, para ella la cuestión era todo o nada. Cuando llegaste, todos se habían marchado. Aparentemente, era el fin para ti y para algunos de nosotros. Pero todo terminó siendo la nada para ella y una oportunidad para las hermanitas. En cuanto supe que la habías derrotado, recordé a las muchachas, que era su turno. El Nagual había dicho que debían esperar hasta la mañana para cogerte desprevenido. Que la mañana no era un buen momento para ti. Me ordenó mantenerme aparte y no interferir a las hermanitas; debía intervenir únicamente en el caso de que intentases perjudicar su luminosidad.