– ¿Se suponía que ellas también iban a matarme?
– Bueno… sí. Tú eres el lado masculino de su luminosidad. Su integridad es a veces su desventaja. El Nagual las trataba con mano de hierro y las mantenía en equilibrio, pero ahora que él se ha ido no hay manera de nivelarlas. Tu luminosidad podía lograrlo.
– ¿Y tú, Gorda? ¿Debo esperar que tú también trates de acabar conmigo?
– Ya te he dicho que soy diferente. He alcanzado un equilibrio. Mi vaciedad, que era mi desventaja, es ahora mi ventaja. Un brujo que ha recuperado su integridad está nivelado, en tanto que un brujo que siempre estuvo completo está un poco desequilibrado. Como lo estaba Genaro. Pero el Nagual estaba nivelado porque había estado incompleto, como tú y como yo; tal vez más que tú y que yo. Tenía tres hijos y una hija. Las hermanitas son como Genaro; están ligeramente desequilibradas. Y las más veces tan tensas que no tienen límites.
– ¿Y yo, Gorda? ¿Debo yo también perseguirlas?
– No. Solamente ellas podían haber sacado provecho al absorber tu luminosidad. Tú no puedes sacar provecho de la muerte de nadie. El Nagual te legó un poder especial, una suerte de equilibrio que ninguno de nosotros posee.
– ¿No les es posible aprender a tener ese equilibrio?
– Claro que sí. Pero eso no tiene nada que ver con la misión que las hermanitas debían cumplir. Esta consistía en robarte el poder. Por ello se fueron uniendo hasta llegar a constituir un solo ser. Se prepararon para beberte de un trago como un vaso de soda. El Nagual hizo de ellas seductoras de primer orden, especialmente de Josefina. Montó para ti un espectáculo sin par. Comparado con él, la tentativa de Soledad era un juego de niños. Ella es una mujer tosca. Las hermanitas son verdaderas brujas. Dos de ellas ganaban tu confianza, en tanto la tercera te asustaba y te dejaba indefenso. Jugaron sus cartas a la perfección. Te dejaste engañar y estuviste a punto de sucumbir. El único inconveniente era que tú habías lastimado y curado la luminosidad de Rosa la noche anterior, y ello la había puesto nerviosa. De no haber sido por su nerviosidad, que la llevó a morderte el costado con tanta fuerza, lo más probable es que ahora no estuvieses aquí. Lo vi todo desde la puerta. Llegué en el preciso instante en que las ibas a aniquilar.
– ¿Pero qué podía hacer yo para aniquilarlas?
– ¿Cómo lo voy a saber? No soy tú.
– Lo que te pregunto es qué me viste hacer.
– Vi a tu doble salir de ti.
– ¿Cómo era?
– Como tú, desde luego. Pero muy grande y amenazador. Tu doble las habría matado. Así que entré y lo interrumpí.
»Tuve que valerme de lo mejor de mi poder para tranquilizarte. Las hermanas no me podían ayudar. Estaban perdidas. Y tú estabas furioso y violento. Cambiaste de color delante nuestro dos veces. Uno de los colores era tan intenso que temí que me dieses muerte también a mí.
– ¿Qué color era, Gorda?
– Blanco, ¿qué otro, si no? El doble es blanco, blanco amarillento, como el sol.
La miré. La sonrisa era completamente nueva para mí.
– Sí -continuó-, somos trozos del sol. Es por ello que somos seres luminosos. Pero nuestros ojos no llegan a captar esa luminosidad porque es muy débil. Sólo los ojos de un brujo alcanzan a verla, y ello al cabo de toda una vida de esfuerzos.
Su revelación me había tomado totalmente por sorpresa. Traté de poner orden en mis pensamientos para formular la pregunta más adecuada.
– ¿Te habló el Nagual alguna vez del sol? -pregunté.
– Sí. Todos somos como el sol, aunque de modo muy, muy tenue. Nuestra luz es muy débil; no obstante, de todos modos, es luz.
– Pero, ¿dijo que tal vez el sol fuese el nagual? -insistí desesperadamente.
La Gorda no me respondió. Produjo una serie de sonidos involuntarios con los labios. Aparentemente, pensaba cómo contestar a mi inquisición. Aguardé, preparado para tomar nota de lo que dijese. Tras una larga pausa, salió a gatas de la cueva.
– Te mostraré mi débil luz -dijo, con cierta frialdad.
Se dirigió al centro del pequeño barranco, frente a la cueva, y se sentó en cuclillas. Desde donde me encontraba no veía lo que estaba haciendo, de modo que también salí de la cueva. Me detuve a tres o cuatro metros de ella. Metió las manos bajo la falda, siempre en cuclillas. De pronto, se puso de pie. Unía los puños cerrados flojamente; los elevó por sobre su cabeza y abrió los dedos de golpe. Oí un sonido seco, como un estallido, y vi salir chispas de los mismos. Volvió a cerrar los puños y a abrirlos de golpe, y de ellos surgió otro torrente de chispas larguísimas. Se puso nuevamente en cuclillas y hurgó bajo la falda. Parecía estar extrayendo algo del pubis. Repitió el movimiento de los dedos, a la vez que ponía las manos por sobre la cabeza, y vi cómo de ellos se desprendía un haz de largas fibras luminosas. Tuve que ladear la cabeza para contemplarlas contra el cielo ya oscuro. Unían el aspecto de largos filamentos luminosos rojizos. Terminaron por perder el color y desaparecer.
Se puso en cuclillas una vez más y, cuando abrió los dedos, emanó de ellos una asombrosa cantidad de luces. El cielo estaba lleno de rayos de luz. Era un espectáculo fascinante. Absorbió por completo mi atención; no podía apartar los ojos de él. No observaba a la Gorda. Con templaba las luces. Repentinamente, un grito me obligó a mirarla, y alcancé a verla asir una de las líneas que generaba y subir hasta la parte más alta del cañón. Estaba allí convertida en una enorme sombra oscura contra el cielo, y luego descendió al fondo del barranco dando tumbos, como si bajara una escalera deslizándose sobre el viento.
Súbitamente la vi contemplándome. Sin darme cuenta, había caído sentado. Me puse en pie. Ella estaba empapada en sudor y jadeaba, tratando de recobrar el aliento. Durante un lapso considerable le fue imposible hablar. Comenzó a trotar sin moverse del lugar. No me atreví a tocarla. Finalmente, pareció serenarse lo bastante como para volver a entrar en la cueva. Descansó unos minutos.
Había actuado con tanta rapidez que casi no me había dado ocasión de considerar lo sucedido. En el momento de su exhibición, había experimentado un dolor insoportable, acompañado de cierto cosquilleo, exactamente debajo del ombligo. Yo no había hecho el menor esfuerzo físico y, sin embargo, también jadeaba.
– Creo que es hora de ir a nuestra cita -dijo, sin aliento-. Mi vuelo nos ha abierto a ambos. Tú sentiste mi vuelo en el vientre; eso significa que estás abierto y en condiciones de enfrentarte con las cuatro fuerzas.
– ¿A qué fuerzas te refieres?
– A los aliados del Nagual y de Genaro. Tú los has visto. Son horrendos. Ahora se han liberado de las calabazas del Nagual y de Genaro. La otra noche oíste a uno de ellos rondar la casa de Soledad. Te están esperando. En el momento en que caiga la noche, serán incontenibles. Uno de ellos llegó a seguirte a la luz del día en la casa de Soledad. Esos aliados nos pertenecen ahora, a ti y a mí. Nos llevaremos dos cada uno. No sé cuáles. Y tampoco sé cómo. Todo lo que me dijo el Nagual fue que tú y yo deberíamos atraparlos por nosotros mismos.
– ¡Espera! ¡Espera! -grité.
No me permitió hablar. Con suavidad, me tapó la boca con la mano. Sentí una punzada de terror en la boca del estómago. Ya en el pasado me había visto enfrentado con algunos inexplicables fenómenos a los que don Juan y don Genaro llamaban sus aliados. Había cuatro y eran entes tan reales como cualquier objeto. Su aspecto era tan extravagante que suscitaba en mí un temor incomparable toda vez que los veía. El primero que había conocido pertenecía a don Juan; era una masa oscura, rectangular, de dos metros y medio o tres de altura y uno o uno y medio de ancho. Se movía con la aplastante imponencia de una piedra gigantesca y respiraba tan pesadamente que me hacía pensar en un fuelle. Siempre lo hallaba en la oscuridad, de noche. Lo imaginaba como una puerta que anduviese mediante el expediente de girar primero sobre uno de sus ángulos inferiores y luego sobre el otro.