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El segundo con que me había topado era el aliado de don Genaro. Se trataba de un hombre incandescente, de largo rostro, calvo, extraordinariamente alto, con gruesos labios y ojos entrecerrados. Siempre llevaba pantalones demasiado cortos para sus largas y delgadas piernas.

Había visto a esos dos aliados en numerosas ocasiones, en compañía de don Juan y de don Genaro. El verlos daba inevitablemente lugar a una separación insuperable entre mi razón y mi percepción. Por una parte, no tenía motivo alguno para pensar que lo que me sucedía fuese real, y, por otra, no había modo posible de dejar de lado la certidumbre de mi percepción.

Puesto que siempre habían aparecido en momentos en que me encontraba cerca de don Juan y de don Genaro, los había clasificado como productos de la poderosa influencia que aquellos dos hombres habían ejercido sobre mi sugestionable personalidad. A mi entender, o bien se trataba de eso, o bien se trataba de que don Juan y don Genaro tenían en su posesión fuerzas a las que denominaban sus aliados, fuerzas capaces de manifestarse ante mí bajo la forma de esas horrendas criaturas.

Una de las características de los aliados era que nunca me permitían observarlos detenidamente. Había intentado muchas veces concentrar toda mi atención en ellos, pero siempre había terminado por encontrarme confundido y disociado.

Los otros dos aliados eran más esquivos. Los había visto sólo una vez: un jaguar de amarillos candentes y un voraz y enorme coyote. Las dos bestias eran en esencia agresivas y arrolladoras. El jaguar era de don Genaro y el coyote de don Juan.

La Gorda salió de la cueva. La seguí. Ella abría la marcha. Dejarnos atrás el sendero y nos vimos frente a una gran llanura rocosa. Se detuvo y me dejó ganar la delantera. Le dije que si me permitía abrir la marcha, iba a tratar de llegar al coche. Me dijo que sí con la cabeza y se pegó a mí. Sentía su piel fría y húmeda. Parecía hallarse muy agitada. Todo esto ocurría aproximadamente a un kilómetro del lugar en que había aparcado; para llegar allí, debíamos cruzar el desierto de rocas. Don Juan me había enseñado la situación de un camino oculto que discurría por entre grandes cantos rodados, casi junto a la montaña que cerraba el llano hacia el Este. Me dirigí a él. Cierto impulso desconocido me guiaba; de otro modo, habría seguido por la misma senda por la cual habíamos atravesado la planicie, sobre terreno raso.

Tuve la impresión de que la Gorda aguardaba algo espantoso. Se aferró a mí. Abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿Vamos por el buen camino? -pregunté.

No respondió. Se quitó el chal y lo retorció hasta hacerle cobrar el aspecto de una cuerda larga y espesa. Rodeó mi talle con ella, cruzó los extremos y rodeó el suyo. Hizo al cabo un nudo, de manera que quedamos unidos por un lazo que tenía forma de ocho.

– ¿Para qué hiciste eso? -quise saber.

Negó con la cabeza. Le castañeteaban los dientes, pero no podía decir una sola palabra. Su temor parecía ser extremo. Me empujó para que siguiese andando. No logré evitar preguntarme por qué yo mismo no estaba a punto de volverme loco de susto.

Cuando alcanzamos el sendero alto, el agotamiento físico comenzaba a hacer presa en mí. Jadeaba y tuve que respirar por la boca. Distinguí el contorno de los grandes cantos rodados. No había luna, pero el cielo estaba tan claro que permitía reconocer formas. Me di cuenta de que la Gorda también jadeaba.

Intenté detenerme para recobrar el aliento, pero me dio un ligero empellón y movió la cabeza negativamente. Estaba a punto de hacer una broma para quebrar la tensión, cuando oí un ruido sordo, desconocido. Moví en forma instintiva la cabeza hacia la derecha, para que mi oído izquierdo recorriese el lugar. Contuve la respiración un instante y entonces percibí con claridad que alguien más que la Gorda y yo respiraba pesadamente. Atendí de nuevo para asegurarme antes de comunicárselo. No había duda de que esa impresionante forma se hallaba entre las rocas. Cubrí la boca de la Gorda con la mano, sin detener la marcha y le indiqué que contuviese el aliento. Se podía haber afirmado que la forma estaba muy cerca. Aparentemente, se deslizaba con la mayor discreción que le cabía. Jadeaba con suavidad.

La Gorda estaba sobrecogida. Se echó al suelo, poniéndose en cuclillas; me arrastró con ella, debido al chal que llevábamos atado a la cintura. Metió las manos bajo las faldas un momento y luego se puso de pie; tenía los puños cerrados y, cuando los abrió, de las puntas de sus dedos surgió una lluvia de chispas.

– Méate las manos -susurró, a través de sus dientes apretados.

– ¿Qué? -dije, incapaz de comprender lo que me pedía.

Susurró la orden tres o cuatro veces, cada vez con mayor perentoriedad. Debió de haberse dado cuenta de que yo no entendía sus intenciones, porque se volvió a agachar y mostró a las claras que se estaba orinando las manos. La miré consternado, mientras las gotas de orina que salpicaba con los dedos se transformaban en chispas rojizas.

Mi mente quedó en blanco. No sabía qué era más apasionante, si la visión a que la Gorda daba lugar con su orina, o el jadeo del ente que se acercaba. No estaba en condiciones de decidir cual de los dos estímulos atraía más mi atención; ambos eran fascinantes.

– ¡De prisa! ¡Hazlo en las manos! -gruñó la Gorda entre dientes.

La oía, pero mi atención estaba dislocada. Con voz implorante, la Gorda agregó que mis chispas harían retroceder a la criatura que se nos aproximaba. Ella comenzó a gimotear y yo a desesperarme. Ya no solamente escuchaba, sino que percibía con todo el cuerpo a aquella entidad. Intenté orinarme las manos; mi esfuerzo fue inútil. Estaba demasiado cohibido y nervioso. La agitación de la Gorda hizo presa en mí y luché denodadamente por orinar. Al final, lo logré. Sacudí los dedos tres o cuatro veces, pero nada surgió de ellos.

– Hazlo nuevamente -dijo la Gorda -. Toma cierto tiempo hacer chispas.

Le dije que había expelido toda mi orina. En sus ojos lucía una mirada de la más profunda angustia.

En ese momento vi a la enorme forma rectangular moverse hacia nosotros. Por una u otra razón, no me resultaba amenazante, aunque la Gorda estuviese a punto de desmayarse.

De pronto desató el chal y, de un brinco, se situó sobre una roca a mis espaldas, aferrándose a mí desde detrás y colocando la barbilla sobre mi cabeza. Prácticamente, se había encaramado a mis espaldas. En el instante en que adoptamos esa posición, la forma cesó en su marcha. Siguió jadeando, a unos ocho metros de nosotros.

Yo experimentaba una enorme tensión, aparentemente concentrada en el tronco. Pasado un rato supe, sin ninguna duda, que de seguir en esa postura perderíamos toda nuestra energía y caeríamos en poder de lo que fuese que nos acechaba.

Le dije que debíamos echar a correr si queríamos conservar la vida. Ella negó con la cabeza. Parecía haber recobrado su fuerza y su confianza. Dijo entonces que debíamos enterrar la cabeza entre los brazos y echarnos, con los muslos contra el estómago. Recordé que una noche, años atrás, don Juan me había hecho hacer lo mismo, en un campo desierto de México Septentrional, al verme sorprendido por algo igualmente desconocido, y, sin embargo, igualmente real para mis sentidos. En aquella ocasión, don Juan me había dicho que huir era inútil, y que lo único que cabía hacer era permanecer en el lugar, en la posición que la Gorda acababa de recomendar.