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De repente, me aferró por la mano y prácticamente me arrastró hasta fuera de la casa. Me condujo hasta un barranco cercano, y allí vomitó.

Sentí el estómago descompuesto. Dijo que el poder de los aliados había sido demasiado grande y que debía tratar de devolver. La miré, esperando una explicación más clara. Me cogió la cabeza y me metió un dedo en la garganta, con la precisión de una enfermera que se ocupa de un niño; y consiguió que vomitara. Explicó que los seres humanos poseían, en torno al estómago, un delicado halo, muy sensible a las fuerzas externas. A veces, cuando el forcejeo era demasiado violento, como en el caso del contacto con los aliados, o incluso, en el caso de encuentros con gente fuerte, el halo era agitado, cambiaba de color o se desvanecía por completo. En circunstancias tales, lo único que se podía hacer era, sencillamente, vomitar.

Me sentía mejor, pero no enteramente recuperado. Me dominaba una impresión de cansancio, de pesadez en los ojos. Regresamos a la casa. Al llegar a la puerta, la Gorda husmeó el aire como un perro y declaró que sabía cuáles eran mis aliados. Su aseveración, que de ordinario no hubiese tenido otro significado que aquél de su alusión, o aquel que yo quisiese atribuirle, tuvo la especial cualidad de un mecanismo catártico. Puso mi capacidad pensante en marcha a velocidad explosiva. De pronto, recobraron su ser mis procesos mentales habituales. Me vi brincando como si las ideas tuviesen fuerza propia.

Lo primero que se me ocurrió fue que los aliados eran entidades reales, tal como había supuesto sin osar admitirlo, ni tan siquiera para mí mismo. Los había visto y percibido y me había comunicado con ellos. Estaba eufórico. Abracé a la Gorda y me lancé a explicarle el punto capital de mi dilema intelectual. Había visto a los aliados sin la ayuda de don Juan ni de don Genaro, y ese hecho tenía la mayor importancia del mundo para mí. Conté a la Gorda que en cierta ocasión había informado a don Juan haber visto a uno de los aliados; él se había echado a reír y me había dicho que no me diese tanta importancia y no hiciese caso de lo que había visto.

Nunca había querido creer que estuviese teniendo alucinaciones, pero también me negaba a aceptar que existiesen los aliados. Mi formación racionalista era inflexible. No era capaz de dar el salto. Esta vez, sin embargo, todo era diferente, y la idea de que hubiese sobre esta tierra seres realmente pertenecientes al otro mundo, sin ser ajenos al nuestro, rebasaba mis posibilidades de comprensión. Concedí a la Gorda, bromeando, que habría dado cualquier cosa por estar loco. Ello hubiese liberado cierta parte de mí de la aplastante responsabilidad de renovar mi concepción del mundo. Lo más irónico era que difícilmente nadie tuviese tanta voluntad como yo de rehacer su concepción del mundo, en un nivel puramente intelectual. Pero eso no bastaba. Nunca había bastado. Y ese había sido durante toda mi vida el obstáculo insuperable, la grieta mortal. Había tenido la esperanza de juguetear con el mundo de don Juan, pero sin terminar de convencerme; por esa razón, no pasaba de ser un cuasi-brujo. Ninguno de mis esfuerzos había pasado de corresponder a una fatua ilusión de defenderme con lo intelectual, como si me encontrase en una academia, donde todo puede hacerse entre las ocho de la mañana y las cinco de la tarde, hora en la cual uno, debidamente cansado, se va a casa. Don Juan solía hacer mofa de ello; decía: tras arreglar el mundo de un modo muy bello y luminoso, el académico se va a casa, a las cinco en punto, para olvidar su arreglo.

Mientras la Gorda preparaba algo de comer, trabajé febrilmente en mis notas. Me sentí mucho más sereno después de cenar. La Gorda estaba del mejor de los ánimos. Hizo payasadas, tal como hacía don Genaro, imitando mis gestos al escribir

– ¿Qué sabes de los aliados, Gorda? -pregunté.

– Tan sólo lo que el Nagual me dijo -replicó-. Que los aliados eran las fuerzas a las cuales los brujos aprenden a controlar. Él tenía dos en su calabaza, al igual que Genaro.

– ¿Cómo se las arreglaban para mantenerlos dentro de sus calabazas?

– Nadie lo sabe. Todo lo que el Nagual sabía era que, antes de someter al aliado, era necesario dar con una calabaza pequeña, perfecta y con cuello.

– ¿Y dónde se puede hallar esa clase de calabaza?

– En cualquier parte. El Nagual me aseguró que, en caso de sobrevivir al ataque de los aliados, debíamos lanzarnos a la búsqueda de la calabaza perfecta, que debe ser del tamaño del pulgar de la mano izquierda. Ese era el tamaño de la calabaza del Nagual.

– ¿Has visto tú su calabaza?

– No. Nunca. El Nagual decía que una calabaza de esa clase no está en el mundo de los hombres. Es como un pequeño lío que se puede ver pendiendo de sus cinturones. Pero si se la observa deliberadamente, no se ve nada.

»La calabaza, una vez encontrada, debe cuidarse con gran esmero. Por lo general, las brujas las hallan en las parras de los bosques. Las cogen y las secan y las vacían. Y luego las desbastan y las pulen. Tan pronto como el brujo tiene su calabaza, debe ofrecerla a los aliados y persuadirlos para que vivan en ella. Si los aliados consienten, la calabaza desaparece del mundo de los hombres y los aliados se convierten en una ayuda para el brujo. El Nagual y Genaro eran capaces de hacer hacer a sus aliados todo lo que necesitasen. Cosas que no podían hacer por sí mismos. Como por ejemplo, enviar al viento en mi busca, u ordenar a aquel pollito que se metiese en la blusa de Lidia.

Oí un siseo peculiar, prolongado, al otro lado de la puerta. Era exactamente el mismo que había oído en casa de doña Soledad dos días antes. Esa vez supe que era el jaguar. No me asusté. En realidad, habría salido a ver al jaguar, si la Gorda no me hubiese detenido.

– Aún estás incompleto -dijo-. Los aliados te van a devorar si sales por tu propia iniciativa. Especialmente ese atrevido que vino a rondar.

– Mi cuerpo se siente muy seguro -protesté.

Me palmeó la espalda y me retuvo contra el banco sobre el cual estaba escribiendo.

– Aún no eres un brujo completo -dijo-. Tienes un enorme parche en el centro de ti y la fuerza de los aliados te lo arrancaría. Ellos no bromean.

– ¿Qué es lo que se supone que uno deba hacer cuando un aliado se le acerca de ese modo?

– No importa el modo en que lo hagan. El Nagual me enseñó a permanecer en equilibrio y no buscar nada con ansiedad. Esta noche, por ejemplo, yo sé qué aliados te corresponderían, si alguna vez consigues una calabaza y la preparas como es debido. Tú debes estar deseando hacerte con ellos. Yo no. Lo más probable es que nunca me los lleve. Son un verdadero problema.

– ¿Por qué?

– Porque son fuerzas y, como tales, pueden vaciarte hasta reducirte a la nada. El Nagual sostenía que se estaba mejor sin nada que no fuera nuestra resolución y nuestra voluntad. Algún día, cuando estés completo, tal vez debamos decidir acerca de la conveniencia de llevarlos con nosotros o no.

Le dije que, personalmente, me gustaba el jaguar, a pesar de que había algo de despótico en él.

Me miró con curiosidad. Había sorpresa y confusión en sus ojos.

– Realmente me gusta -dije.

– Dime qué viste -replicó.

Comprendí entonces que, hasta ese momento, había estado dando por descontado que ella había visto lo mismo que yo. Describí con gran detalle a los cuatro aliados, tal como los había percibido. Me escuchó con mucha atención y parecía embelesada por mi relato.

– Los aliados no tienen forma -dijo cuando terminé-. Son como una presencia, como un viento, como un brillo. El primero que hallamos esta noche era una negrura que pretendía introducirse en mi cuerpo. Por eso grité. Lo sentí a punto de treparse por mis piernas. Los demás eran solamente colores. Su luminosidad era tan intensa, sin embargo, que se veía el sendero como si estuviéramos a la luz del día.