– ¿Atraso con respecto a qué, Gorda?
– Con respecto a todo. Respecto de las mujeres, por ejemplo.
Rió y me acarició la cabeza.
– Por testarudo que seas -prosiguió-. Tendrás que admitir que tengo razón. Espera y verás.
– ¿Te dijo el Nagual que los hombres estaban atrasados respecto de las mujeres? -pregunté.
– Desde luego -replicó-. Todo lo que tienes que hacer es mirar a tu alrededor.
– Lo hago, Gorda. Pero no veo tal cosa. Las mujeres se hallan siempre detrás. Dependen de los hombres.
Se echó a reír. Su risa no revelaba desdén ni amargura; sonaba más bien a clara alegría.
– Conoces mejor el mundo de la gente que yo -dijo con firmeza-. Pero en este momento yo no tengo forma y tú sí. Te digo: las mujeres son mejores brujas que los hombres, porque hay una grieta ante sus ojos.
No parecía enfadada, pero me sentí obligado a explicarle que yo formulaba preguntas y hacía comentarios, no para atacar ni defender ningún punto en particular, sino porque quería que hablara.
Me replicó que no había hecho más que hablar desde el momento de nuestro encuentro, y que el Nagual la había preparado para hablar porque su tarea era idéntica a la mía: estar en el mundo de la gente.
– Todo lo que decimos -prosiguió-, es un reflejo del mundo de la gente. Descubrirás antes de que tu visita haya terminado que hablas y actúas como lo haces porque sigues unido a la forma humana, así como los Genaros y las hermanitas siguen unidos a la forma humana cuando luchan a muerte entre ellos.
– ¿Pero acaso no se esperaba que todas colaborasen con Pablito, Néstor y Benigno?
– Genaro y el Nagual nos dijeron que debíamos vivir en armonía y ayudarnos y protegernos mutuamente, porque estábamos solos en el mundo. Pablito quedó a cargo de nosotras cuatro, pero es un cobarde. De ser por él, nos dejaría morir como perros. No obstante, cuando el Nagual estaba aquí, Pablito era muy amable y cuidaba muy bien de nosotras. Todo el mundo solía tomarle el pelo y decirle, bromeando, que nos trataba como si fuésemos sus esposas. No mucho antes de su partida, el Nagual y Genaro le confiaron que tenía una buena oportunidad de llegar a ser el Nagual algún día, por cuanto era posible que nosotras llegáramos a ser sus cuatro vientos, sus cuatro lados del mundo. Pablito entendió esto como una misión, y cambió a partir de entonces. Se puso insufrible. Comenzó a darnos órdenes, como si realmente fuésemos sus esposas.
Le pregunté al Nagual por las posibilidades de Pablito y me respondió que todo en el mundo de un guerrero, como yo debía saber, dependía de la impecabilidad. Si Pablito fuera impecable, tendría una oportunidad. Me eché a reír cuando me dijo eso. Conozco bien a Pablito. Pero el Nagual me explicó que no debía tomarlo a la ligera. Dijo que los guerreros siempre tenían una oportunidad, no importa cuán pequeña sea. Me hizo ver que yo también era un guerrero y no debía estorbar a Pablito con mis pensamientos. Que debía desecharlos y dejar en paz a Pablito; que lo impecable, en mi caso, consistía en ayudar a Pablito sin preocuparme por lo que sabía de él.
»Comprendí sus palabras. Además, tengo una deuda personal con Pablito, y recibí con gusto la ocasión de tenderle una mano. Pero no ignoraba que, por muchos esfuerzos que hiciese en su favor, iba a fracasar. Siempre supe que él carecía de lo que hace falta para ser como el Nagual. Pablito es muy pueril y no aceptará su derrota. Es desdichado porque no es impecable, y, sin embargo, en su pensamiento sigue intentando ser como el Nagual.
– ¿Cómo fracasó?
– Tan pronto como el Nagual partió, Pablito tuvo una fatal discusión con Lidia. Años atrás, el Nagual le había encomendado la misión de ser el marido de Lidia, para cubrir las apariencias. La gente de por aquí creía que ella era su esposa. Esto a Lidia no le agradaba en lo más mínimo. Es muy dura. Lo cierto es que Pablito siempre le tuvo un miedo mortal. Nunca se llevaron bien, y se toleraron recíprocamente debido a la presencia del Nagual; pero cuando éste se fue, Pablito se volvió más loco de lo que ya estaba y se convenció de que poseía el suficiente poder personal para tomarnos por esposas. Los tres Genaros se reunieron y discutieron lo que Pablito debía hacer. Decidieron que primero tenía que tomar a Lidia, la más fuerte de las mujeres. Aguardaron a que estuviera sola y entonces los tres entraron a la casa, la cogieron por los brazos y la arrojaron sobre la cama. Pablito se puso encima de ella. Al principio, Lidia creyó que los Genaros estaban jugando. Pero cuando comprendió que sus propósitos eran serios, propinó a Pablito un cabezazo en el medio de la frente que lo puso al borde de la muerte. Los Genaros huyeron y Néstor pasó meses cuidando a Pablito a causa del golpe.
– ¿Hay algo que yo pueda hacer para ayudarles a entender?
– No. Desgraciadamente, su problema no es de comprensión. Los seis entienden muy bien. La verdadera dificultad no estriba en eso; se trata de otra cosa, algo muy feo en lo que nadie puede ayudarles. Se complacen en no tratar de cambiar. Desde que saben que no lo lograrán por mucho que lo intenten, o lo deseen, o lo necesiten, han abandonado por completo la parda. Eso es tan malo como sentirse desalentado por los fracasos. El Nagual les advirtió a todos ellos que los guerreros, tanto hombres como mujeres, deben ser impecables en su esfuerzo por cambiar, con el objeto de asustar a la forma humana y deshacerse de ella. Al cabo de años de impecabilidad llegará un momento, al decir del Nagual, en que la forma no soporte más y parta, como ocurrió conmigo. Al hacerlo, por supuesto, lastima el cuerpo y hasta puede llegar a matarlo, pero un guerrero impecable sobrevive, siempre.
El discurso de la Gorda se vio interrumpido por un golpe en la puerta delantera. La Gorda se puso de pie y fue a alzar el pestillo. Era Lidia. Me saludó con gran formalidad y le pidió a la Gorda que fuese con ella. Salieron juntas.
Me alegré de estar solo. Trabajé en mis notas durante horas. En el lugar al aire libre que se empleaba como comedor hacía fresco y había muy buena luz.
La Gorda regresó cerca del mediodía. Me preguntó si quería comer. Yo no tenía hambre, pero insistió en que lo hiciera. Me aseguró que los contactos con los aliados debilitaban mucho, y que ella misma no se sentía muy fuerte.
Después de comer, me senté junto a la Gorda, y estaba a punto de comenzar a interrogarla sobre el «soñar», cuando se abrió la puerta delantera estrepitosamente y entró Pablito. Jadeaba. Era evidente que había corrido y se le veía en un estado de gran agitación. Se detuvo un instante junto a la puerta para recobrar el aliento. No había cambiado mucho. Parecía un poco más viejo, o más pesado, o, tal vez, sencillamente, más fornido. No obstante, seguía siendo muy delgado y nervudo. Tenía la tez pálida, como si hubiese pasado mucho tiempo sin ver el sol. El castaño de sus ojos se veía acentuado por ligeras huellas de fatiga en su rostro. Recordaba a Pablito como dueño de una seductora sonrisa; al verle allí, ésta me resultó tan encantadora como de costumbre. Corrió hacia el lugar en que yo me encontraba y me cogió por los antebrazos durante un momento, sin decir palabra. Me puse de pie. Entonces me sacudió suavemente y me abrazó. Yo también experimentaba un enorme gusto al verle, y saltaba de un lado para otro con alegría infantil. No sabía qué decirle y fue él quien finalmente rompió el silencio.
– Maestro -dijo dulcemente, inclinando la cabeza como si se sometiese a mí.
El que me llamase «maestro» me cogió por sorpresa. Me volví como si buscase a alguien detrás de mí. Exageré mis movimientos para permitirle comprender que estaba perplejo. Sonrió, y lo único que se me ocurrió fue preguntarle cómo sabía que yo estaba allí.
Me dijo que él, Néstor y Benigno se habían visto forzados a volver a causa de un extraño temor, que les hizo correr día y noche, sin detenerse. Néstor se había dirigido a su casa, con el fin de averiguar si había allí algo que justificase el sentimiento que les había guiado. Benigno había ido a la de Soledad y él a la de las muchachas.