Las afirmaciones de Pablito me hicieron recordar algo que don Juan me había dicho una vez, hablando de un anciano, amigo mío. Don Juan había asegurado, de modo tajante, que el hecho de que el viejo viviese o muriese no tenía la menor importancia. Me enfadé un tanto ante lo que me parecía una redundancia de parte de don Juan. Le respondí que no hacía falta señalar que la vida o la muerte de aquel hombre carecía de importancia, por cuanto nada en el mundo podía tener trascendencia alguna, salvo para cada uno personalmente.
– ¡Tú lo has dicho! -exclamó, y rió-. Eso exactamente es lo que quiero decir. La vida y la muerte de ese viejo no significan nada para él mismo. Podía haber muerto en mil novecientos veintinueve, o en mil novecientos cincuenta, o vivido hasta mil novecientos noventa y cinco, Eso no importa. Es absurdamente igual para él.
Así había sido mi vida antes de conocer a don Juan. Nada me había importado. Solía actuar como si ciertas cosas me afectasen, pero no dejaba de ser una estratagema para parecer un hombre sensible.
La voz de Pablito interrumpió mis reflexiones. Quería saber si había lastimado mis sentimientos. Le aseguré que no había nada de eso. Con el objeto de reiniciar el diálogo, le pregunté dónde había conocido a don Genaro.
– Mi destino era que mi patrón se enfermase -dijo-. Debido a ello hube de ir al mercado a construir una nueva serie de tiendas de ropa. Trabajé en ese lugar durante dos meses. Allí conocí a la hija del propietario de una de las tiendas. Nos enamoramos. Hice la tienda de su padre ligeramente más grande que las demás, de modo de poder hacer el amor con ella tras el mostrador mientras su hermana atendía a los clientes.
Un día Genaro llevó un saco de plantas medicinales a un comerciante del otro lado de la nave, y, mientras conversaba con él, notó que el puesto de ropas vibraba. Observó con atención el lugar, pero vio solamente a la hermana, dormitando en una silla. El hombre informó a Genaro de que cada día el puesto vibraba así alrededor de esa hora. Al día siguiente, Genaro llevó al Nagual, para que viese vibrar la construcción, y consiguió su propósito. Regresaron al otro día y volvió a vibrar. De modo que esperaron hasta que salí. Fue entonces que trabé relación con ella, y poco después Genaro me contó que era herborista y me propuso preparar para mí una poción merced a la cual ninguna mujer se me resistiría. Me gustaban las mujeres, así que piqué. Ciertamente me preparó la poción, pero ello le llevó diez años. En el ínterin llegué a conocerlo muy bien, y a quererlo más que si fuese mi propio hermano. Y ahora lo extraño como no te puedes imaginar. Como puedes ver, me hizo trampa. A veces me alegro de que lo haya hecho; no obstante, las más de las veces me irrita.
– Don Juan me dijo que los brujos debían contar con un presagio antes de decidirse por algo. ¿Hubo algo de eso contigo, Pablito?
– Sí. Genaro me contó que el ver temblar el puesto despertó su curiosidad y entonces vio que dos personas hacían el amor tras el mostrador. De modo que se sentó a esperar que salieran; quería ver quiénes eran. Al cabo de un rato apareció la muchacha, pero a mí no me vio. Pensó que resultaba muy extraño, tras estar tan decidido a ponerme los ojos encima. Al día siguiente regresó en compañía del Nagual; Genaro fue a pasearse por la parte de atrás del puesto, en tanto el Nagual aguardaba delante. Tropecé con Genaro cuando salía a gatas. Creí que no me había visto porque yo me hallaba aún detrás del trozo de tela que cubría la abertura que había dejado en la pared lateral. Comencé a ladrar, para hacerle pensar que debajo del trapo había un perrito. Gruñó y me ladró y me llevó a la convicción de que al otro lado había un enorme perro enfurecido. Me asusté tanto que salí corriendo por el lado opuesto y me di de bruces con el Nagual. Si hubiese sido un hombre corriente, lo hubiera derribado, dado que lo cogí enteramente de frente; en cambio, me alzó como a un niño. Me quedé absolutamente pasmado. Para ser un hombre tan viejo, era verdaderamente fuerte. Pensé que un hombre tan fuerte me podía servir para acarrear maderas. Además, no quería desprestigiarme ante la gente que me había visto salir corriendo de debajo del mostrador. Le pregunté si le gustaría trabajar para mí. Me dijo que sí. En esa misma jornada fue al taller y comenzó a hacer las veces de mi asistente. Trabajó allí cada día durante dos meses. No tuve una solo oportunidad frente a esos dos demonios.
Lo incongruente de la imagen del Nagual trabajando para Pablito me resultaba extremadamente cómico. Pablito empezó a remedar el modo en que don Juan se echaba los maderos sobre los hombros. Tuve que coincidir con la Gorda en que Pablito era tan buen actor como Josefina.
– ¿Por qué se dieron todas esas molestias, Pablito?
– Tenían que engañarme. No creerás que yo estaba dispuesto a irme con ellos así como así ¿no? Había pasado la vida oyendo hablar de brujas y curanderos y hechiceros y espíritus, sin creer jamás una palabra de ello. Quienes hablaban de esas cosas no eran más que ignorantes. Si Genaro me hubiese dicho que él y su amigo eran brujos, me hubiera alejado de ellos. Pero eran demasiado inteligentes para mí. Los dos zorros eran realmente astutos. Hicieron las cosas sin prisa. Genaro decía que hubiese esperado por mí así pasaran veinte años. Es por eso que el Nagual entró a trabajar para mí. Yo se lo pedí, de modo que le entregué la llave.
»El Nagual era un trabajador diligente. Yo era un tanto pícaro por entonces, y creía ser quien le tendía una trampa a él. Estaba convencido de que el Nagual no era más que un viejo indio estúpido, de modo que le comuniqué que pensaba decir al patrón que era mi abuelo, para que lo contratara; a cambio, debía entregarme un porcentaje de su salario. El Nagual me respondió que era muy amable por mi parte el hacerlo así. Me daba una parte de los pocos pesos que ganaba cada día.
»Mi patrón estaba impresionado por la capacidad de trabajo de mi abuelo. Pero los demás se burlaban de él. Como sabes, tenía la costumbre de hacer crujir todas sus articulaciones de tanto en tanto. En el taller lo hacía toda vez que acarreaba algo. Naturalmente, la gente creía que era tan viejo que siempre que se echaba algo a la espalda su cuerpo chirriaba.
»Con el Nagual como abuelo me sentía bastante desdichado. Pero para entonces Genaro ya había seducido mi avaricia, diciéndome que proporcionaba al Nagual una mezcla de plantas especial que lo hacía ser fuerte como un toro. Cada día acostumbraba llevarle un pequeño montón de hojas maceradas. Aseveraba que su amigo no era nada sin el brebaje, y, para demostrármelo, pasó dos días sin dárselo. Sin las hojas el Nagual parecía ser un viejo común y corriente. Genaro me convenció de que a mí también me era posible utilizar su pócima para que las mujeres me amasen. Ello despertó todo mi interés, sobre todo cuando me dijo que podíamos ser socios si le ayudaba a preparar la fórmula y dársela a su amigo. Un día me mostró unos dólares y me contó que había vendido su primer lote a un norteamericano. Eso me terminó de atraer y me convertí en socio suyo.
»Mi socio Genaro y yo teníamos grandes planes. Él sostenía que yo debía tener mi propio taller, porque con el dinero que íbamos a hacer con su fórmula podría comprar lo que quisiera. Compré un local y mi socio pagó por él. De modo que me entusiasmé. Sabía que hablaba en serio y comencé a trabajar en la preparación de su mezcla de hojas.
A esa altura, yo tenía la seguridad de que don Genaro había empleado plantas psicotrópicas en su receta. Razoné que debía de haber dado a Pablito su producto para garantizarse su sumisión.
– ¿Te dio plantas de poder, Pablito? -pregunté.
– Desde luego -replicó-. Me dio su preparado. Tragué toneladas de él.