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Describió y realizó la imitación del modo en que don Juan se sentaba junto a la puerta de la casa de don Genaro, profundamente aletargado, y volvía a la vida tan pronto como la pócima tocaba sus labios. Pablito me dijo que, a la vista de tal transformación, se vio obligado a probarla.

– ¿Qué había en esa fórmula? -pregunté.

– Hojas verdes -respondió-. Todas las hojas verdes que podía recoger. Así de demonio era Genaro. Solía hablar de su fórmula y me hacía reír hasta que me elevaba como una cometa. ¡Dios, cómo disfruté en aquellos días!

Reí para aplacar los nervios. Pablito sacudió la cabeza de uno a otro lado y se aclaró la garganta dos o tres veces. Parecía estar haciendo un esfuerzo por no llorar.

– Como ya te he dicho, Maestro -prosiguió-, me impulsaba la codicia. Secretamente planeaba deshacerme de mi socio tan pronto como aprendiera a preparar la fórmula por mí mismo. Genaro no ha de haber ignorado nunca mis designios; poco antes de partir, me abrazó y me dijo que era hora de cumplir mi deseo; era hora de deshacerme de mi socio, porque ya había aprendido a hacer la poción.

Pablito se puso de pie. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

– El hijo del diablo de Genaro -dijo con dulzura-, El maldito demonio. Le quise realmente, y, si no fuese tan cobarde, estaría preparando su brebaje.

No quise escribir más. Para disipar mi tristeza, recordé a Pablito que debíamos ir a buscar a Néstor.

Estaba recogiendo mis notas para partir cuando la puerta de entrada se abrió de un fuerte golpe. Pablito y yo dimos un salto instintivamente y nos volvimos a mirar. Néstor estaba de pie en el vano. Corrí hacia él. Nos encontramos en medio de la habitación delantera. Se abalanzó sobre mí y me aferró por los hombros. Me pareció más alto y fuerte que en nuestra anterior reunión. Su cuerpo, largo y delgado, había adquirido una elegancia casi felina. Por una u otra razón, la persona que tenía frente a mí, que me miraba fijamente, no era el Néstor que había conocido. Le recordaba como un hombre tímido, al que avergonzaba sonreír a causa de sus dientes torcidos, un hombre que había sido confiado a Pablito para que éste cuidase de él. El Néstor que estaba viendo era una mezcla de don Juan y don Genaro. Era nervudo y ágil como don Genaro, pero tenía el poder de fascinación de don Juan. Quise complacerme en mi perplejidad, pero todo lo que logré hacer fue echar a reír como él. Me dio unas palmaditas en la espalda. Se quitó el sombrero. Recién entonces me percaté de que Pablito no lo llevaba. Y también advertí que Néstor era mucho más moreno y más recio. A su lado, Pablito se veía casi frágil. Ambos llevaban tejanos, chaquetas gruesas y zapatos con suela de crepé.

La presencia de Néstor en la casa disipó instantáneamente lo opresivo del ambiente. Le propuse reunirnos en la cocina.

– Llegas en buen momento -dijo Pablito a Néstor con una enorme sonrisa cuando nos sentamos-. El Maestro y yo estábamos aquí sollozando, recordando a los demonios toltecas.

– ¿Es cierto que llorabas, Maestro? -preguntó Néstor con una sonrisa maliciosa.

– No te quepa duda -replicó Pablito.

Un suave crujido en la puerta delantera hizo callar a Pablito y a Néstor. Se pusieron de pie y yo hice lo mismo. Miramos a la puerta. Estaba siendo abierta con sumo cuidado. Pensé que tal vez la Gorda hubiese regresado y abriera la puerta poco a poco para no molestarnos. Cuando finalmente se abrió lo suficiente para dejar paso a una persona, entró Benigno, como si lo hiciese furtivamente en una habitación a oscuras. Tenía los ojos cerrados y andaba de puntillas. Me hizo pensar en un niño que tratase de entrar sin ser visto en un cine, por la puerta de salida, para asistir a una función, sin atreverse a hacer ruido y sin distinguir nada en la oscuridad.

Todos contemplábamos a Benigno en silencio. Abrió un ojo sólo lo necesario para echar una mirada fugaz y orientarse y se dirigió, siempre en puntillas, a la cocina. Pablito y Néstor se sentaron y me indicaron que hiciese lo mismo. Entonces Benigno se deslizó por el banco hasta llegar a mi lado. Me dio un leve cabezazo en el hombro, tan sólo un suave golpecito, para que me corriese y le hiciese lugar en el banco. Se sentó cómodamente, con los ojos aún cerrados.

Vestía tejanos, como Pablito y Néstor. Su rostro había engordado desde nuestro anterior encuentro, años atrás, y su pelo se veía diferente, aunque yo no supiera explicar por qué. Tenía una tez más clara que la que yo recordaba, dientes muy pequeños, pómulos altos, nariz breve y orejas grandes. Siempre me había dado la impresión de ser un niño cuyos rasgos no hubieran madurado.

Pablito y Néstor, que habían callado en el momento de la entrada de Benigno, siguieron conversando mientras éste se sentaba, como si nada hubiese ocurrido.

– Claro, lloraba conmigo -dijo Pablito.

– Él no es un llorón como tú -le replicó Néstor.

Entonces se volvió hacia mí y me abrazó.

– Me alegra muchísimo que estés vivo -dijo-. Acabamos de hablar con la Gorda y nos dijo que eras el Nagual, pero no nos explicó cómo te las arreglaste para salvar tu vida. ¿Cómo fue, Maestro?

Entonces se me presentó una curiosa elección. Hubiera podido seguir por el camino de lo racional, como siempre, y decir sin mentir que no tenía la más vaga idea. También podía haber dicho que mi doble me había librado de aquellas mujeres. Estaba estimando el probable efecto de cada una de las alternativas cuando Benigno me distrajo. Abrió ligeramente un ojo y me miró y sofocó una risilla y ocultó la cabeza entre los brazos.

– Benigno, ¿no quieres hablar conmigo? -pregunté.

Negó con la cabeza.

Me sentía cohibido con él allí a mi lado, y opté por preguntar qué problema había conmigo.

– ¿Qué hace? -pregunté a Néstor en voz alta.

Néstor frotó la cabeza de Benigno y lo sacudió. Benigno abrió los ojos y los volvió a cerrar.

– Es así, ya lo conoces… -me dijo Néstor-. Es extremadamente tímido. Tarde o temprano abrirá los ojos. No le hagas caso. Si se aburre, se quedará dormido.

Benigno hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, siempre con los ojos cerrados.

– Bueno, ¿cómo fue que te zafaste? -insistió Néstor.

– ¿No nos lo quieres decir? -preguntó Pablito.

Expliqué que mi doble había salido de mi coronilla por tres veces. Les hice un relato de lo sucedido.

No se mostraron en absoluto sorprendidos y tomaron mi narración como una cuestión de rutina. Pablito quedó encantado al considerar la posibilidad de que doña Soledad no lograra recuperarse y, a la larga, muriera. Quiso saber si también había golpeado a Lidia. Néstor le ordenó, mediante un gesto perentorio, que callara. Pablito dócilmente se interrumpió en mitad de la frase.

– Lo siento, Maestro -dijo Néstor-, pero no fue tu doble.

– ¡Pero si todo el mundo dijo que había sido mi doble!

– Sé a ciencia cierta que has interpretado mal a la Gorda, porque cuando Benigno y yo nos dirigíamos a la casa de Genaro, ella nos alcanzó y nos informó que tú y Pablito estabais aquí. Al referirse a ti, te llamó Nagual. ¿Sabes por qué?

Reí y le respondí que creía que ello era debido a su idea de que yo había recibido la mayor parte de la luminosidad del Nagual.

– ¡Uno de nosotros es un imbécil! -dijo Benigno con voz tronante, sin abrir los ojos.

El sonido de su voz era tan extraño que me aparté de él de un salto. Su declaración, completamente inesperada, sumada a mi reacción ante ella, hizo reír a todos. Benigno abrió un ojo, me observó un instante y luego enterró la cabeza entre los brazos.

– ¿Sabes por qué llamábamos el Nagual a Juan Matus? -me preguntó Néstor.

Le confesé que siempre había pensado que era un modo delicado de llamarle brujo.

La carcajada de Benigno fue tan estrepitosa que su sonido apagó las voces de todos los demás. Parecía estar divirtiéndose inmensamente. Apoyó la cabeza en mi hombro cual si se tratase de un objeto cuyo peso le resultara ya insoportable.