Les conté lo que me había hecho. Suponía que iban a apreciar el aspecto cómico de su magnífica actuación. Pero mi relato pareció caerles mal. Me escucharon como niños asustados; hasta Benigno abrió los ojos para atender a mis palabras.
– ¡Es tremendo! -exclamó Pablito-. Esas brujas son realmente horrorosas. Y sabes que su jefe es Cien Nalgas. Es ella quien arroja la piedra y esconde la mano y finge ser una niña inocente. Ten cuidado con ella, Maestro.
– El Nagual preparó a Josefina para que fuese capaz de hacerle todo en cualquier momento -explicó Néstor-. Puede fingir lo que se te ocurra: llanto, risa, ira… cualquier cosa.
– Pero, ¿cómo es cuando no hace comedia? -pregunté a Néstor.
– Está loca de remate -respondió Benigno con voz suave-. Conocí a Josefina el día de su llegada. Tuve que arrastrarla hacia la casa. El Nagual y yo solíamos tenerla atada a la cama. Una vez se echó a llorar por su amiga, una pequeña con la que en otros tiempos había jugado. Lloró tres días. Pablito la consolaba y le daba de comer como a un bebé. Ella es como él. Ninguno de los dos sabe cómo detenerse una vez que ha comenzado.
De pronto, Benigno empezó a olisquear el aire. Se puso de pie y fue hasta el fogón.
– ¿Es realmente tímido? -pregunté a Néstor.
– Es tímido y excéntrico -fue Pablito quién replicó-. Será así hasta que pierda la forma. Genaro nos dijo que tarde o temprano perderíamos la forma, de modo que no tiene sentido amargarnos la vida tratando de cambiar como nos indicó el Nagual. Genaro nos aconsejó divertirnos y no preocuparnos por nada. Tú y las mujeres se inquietan y se esfuerzan; nosotros, por el contrario, lo pasamos bien. Tú no sabes disfrutar de las cosas y nosotros no sabemos amargarnos la vida. El Nagual llamaba al amargarse la vida ser impecable; nosotros le llamamos estupidez, ¿no es así?
– Hablas únicamente por ti mismo, Pablito -dijo Néstor-. Benigno y yo no compartimos tu oposición.
Benigno trajo un tazón de comida y me lo puso delante. Sirvió a todos. Pablito examinó los recipientes y preguntó a Benigno de dónde los había sacado. Benigno le informó que estaban en una caja, en el lugar que la Gorda le había dicho que los tenía guardados. Pablito me dijo en confianza que aquéllos habían sido sus tazones antes de la ruptura.
– Debemos tener cuidado -comentó Pablito en tono nervioso-. Es indudable que estos tazones están hechizados. Esas brujas les ponen algo. Yo preferiría usar el de la Gorda.
Néstor y Benigno empezaron a comer. En ese momento advertí que Benigno me había dado el tazón marrón. Pablito parecía confundido. Quise tranquilizarle, pero Néstor me detuvo.
– No lo tomes en serio -dijo-. Le gusta ser así. Se sentará y comerá. Es allí donde tú y las mujeres fallan. No hay modo de hacerles entender que Pablito es así. Esperan que todo el mundo sea como el Nagual. La Gorda es la única que no se inmuta por él; no porque lo comprenda, sino porque ha perdido la forma.
Pablito se sentó a comer, y entre los cuatro dimos buena cuenta de toda la olla. Benigno lavó los tazones y volvió a ponerlos en la caja cuidadosamente. Luego, nos sentamos cómodamente en torno a la mesa.
Néstor propuso que, tan pronto como oscureciera, fuésemos a dar un paseo por un barranco cercano al que yo solía ir con don Juan y don Genaro. Por una u otra razón, me sentía poco dispuesto a ir. No tenía la suficiente confianza en ellos. Néstor afirmó que estaban acostumbrados a andar en la oscuridad y que el arte de un brujo consistía en pasar desapercibido aun en medio de la multitud. Le conté lo que en cierta ocasión me había dicho don Juan, antes de dejarme en un lugar desierto de las montañas, no lejos de allí. Me había pedido que me concentrase en tratar de no ser evidente. Decía que los lugareños conocían a todo el mundo de vista. No había mucha gente, pero quienes allí vivían andaban siempre de un lado para otro y eran capaces de distinguir a un extraño a varios kilómetros. Algunos de ellos poseían armas de fuego y no tenían el menor reparo en disparar.
– No te preocupes por los seres del otro mundo -había dicho don Juan riendo-. Los peligrosos son los mexicanos.
– Eso sigue siendo válido -dijo Néstor-. Siempre fue cierto. Esa es la razón por la cual el Nagual y Genaro eran artistas tan consumados. Aprendieron a pasar inadvertidos por en medio de todo eso. Conocían el arte del acecho.
Aún era demasiado temprano para nuestro paseo por lo oscuro. Quería aprovechar el tiempo para formular a Néstor mi problema crucial. Lo había estado posponiendo hasta ese momento; cierta extraña sensación me había impedido hacerle la pregunta. Era como si la respuesta de Pablito hubiese agotado todo mi interés. Pero el propio Pablito vino en mi ayuda: de pronto, trajo a colación el tema, como si hubiera leído mis pensamientos.
– Néstor también saltó al abismo él mismo día que nosotros -dijo-. Y así fue como se convirtió en el Testigo, tú te convertiste en el Maestro y yo en el tonto del pueblo.
Con tono despreocupado pedía Néstor que me hablara de su salto al vacío. Traté de aparentar poco interés. Pablito era consciente de la verdadera naturaleza de mi forzada indiferencia. Rió y comentó con Néstor que yo procedía con cautela porque su propio relato de los hechos me había decepcionado profundamente.
– Yo lo hice después de ustedes -dijo Néstor, y se quedó mirándome como si esperara otra pregunta.
– ¿Saltaste inmediatamente detrás de nosotros? -inquirí.
– No. Me llevó bastante rato disponerme -respondió-. Genaro y el Nagual no me habían dicho qué hacer. Ese era un día de prueba para todos nosotros.
Pablito parecía desalentado. Se levantó de la silla y echó a andar por la habitación. Volvió a sentarse, sacudiendo la cabeza en un gesto de desesperación.
– ¿Realmente nos viste arrojarnos al abismo? -pregunté a Néstor.
– Soy el Testigo -replicó. En el presenciar estaba mi camino al conocimiento; contarte impecablemente lo que presencié es mi deber.
– ¿Pero qué es lo que viste en verdad? -insistí.
– Los vi aferrarse el uno al otro y correr hasta el límite del abismo. Y luego los vi, como a dos cometas, recortados contra el cielo. Pablito se alejó en línea recta y luego cayó. Tú ascendiste un poco y te alejaste un corto trecho del borde, antes de caer.
– Pero, ¿saltamos con nuestros cuerpos? -quise saber.
– Bueno… no creo que haya otra forma de hacerlo -dijo, y rió.
– ¿No pudo haberse tratado de una ilusión? -pregunté.
– ¿Qué es lo que estás tratando de decir, Maestro? -preguntó a su vez en tono seco.
– Quiero conocer la verdad de lo ocurrido -dije.
– ¿Acaso padeces amnesia, como Pablito? -inquirió Néstor con un destello en la mirada.
Intenté explicarle la naturaleza de mi dilema respecto del salto. No se pudo contener y me interrumpió. Pablito intervino para llamarle al orden y se lanzaron a una discusión. Pablito la eludió mediante el expediente de comenzar a pasearse, semisentado, arrastrando la silla alrededor de la mesa.
– Néstor no ve más allá de sus narices -me dijo-. Benigno es igual. No obtendrás nada de ellos. Al menos cuentas con mi simpatía.
Pablito soltó una risilla aguda que hizo temblar sus hombros y se cubrió la cara con el sombrero de Benigno.
– Por lo que a mí se refiere, ambos saltaron -dijo Néstor en un súbito estallido-. Genaro y el Nagual no les habían dejado otra salida. En eso consistía su técnica: en acorralarlos y guiarlos hacia la única puerta abierta. Por eso ustedes dos se arrojaron al vacío. Eso es lo que yo presencié. Pablito dice que él no sintió nada; eso es discutible. Sé que era perfectamente consciente de todo, pero él prefiere negar su experiencia.
– Yo no era verdaderamente consciente -me aseguró Pablito en tono de disculpa.
– Puede ser -dijo Néstor secamente-. Pero yo sí, y vi sus cuerpos haciendo lo que debían hacer: saltar.