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Las afirmaciones de Néstor me pusieron de un humor singular. Hasta ese momento había estado en busca de confirmaciones para lo que había percibido por mí mismo. Pero, una vez logrado mi propósito, comprendía que no tenía la menor importancia. Saber que había saltado y temer lo que había percibido era una cosa; buscar para ello validaciones consensuales era otra. Entendí entonces que no había una correlación necesaria entre ambas. Había creído que el hecho de que alguien corroborase el salto liberaría a mi intelecto de dudas y temores. Estaba equivocado. Contra lo esperado, me sentía más inquieto, más inmerso en la cuestión.

Empecé por comunicar a Néstor que, si bien había ido a verlos con la finalidad específica de obtener de ellos la confirmación de mi salto, había cambiado de idea y no quería hablar más del asunto. Los dos se pusieron a hablar a la vez, de modo que la conversación se generalizó. Pablito sostenía que él no había sido consciente, Néstor gritaba que Pablito era un consentido y yo decía que no quería oír mencionar el salto ni una vez más.

Por primera vez, me resultó absolutamente ostensible que los tres carecíamos de serenidad y de dominio de sí. Ninguno de nosotros estaba dispuesto a prestar toda su atención al otro, como lo hacían don Juan y don Genaro. Puesto que me era imposible mantener un orden mínimo en nuestro intercambio de opiniones, me sumí en mis propias cavilaciones. Siempre había pensado que el único de mis defectos que me había impedido entrar de lleno en el mundo de don Juan era mi insistencia en racionalizarlo todo; pero la presencia de Pablito y de Néstor me acababa de dar una nueva visión de mí mismo. Otro de mis defectos era la timidez. Una vez apartado de los seguros rumbos del sentido común, me faltaba confianza en mí mismo y me dejaba intimidar por el terrible peso de aquello que tenía lugar ante mis ojos. Así consideré imposible creer que yo había saltado al vacío.

Don Juan había afirmado en numerosas ocasiones que en la brujería todo consistía en una cuestión de percepción; fieles a ese criterio, él y don Genaro habían montado un drama enorme, catártico, destinado a nuestro último encuentro en aquella cima arrasada. Cuando me hicieron expresar en palabras claras y audibles mi agradecimiento a cuantos alguna vez me habían ayudado, me embargó la alegría. En ese instante había captado toda mi atención, permitiendo a mi cuerpo percibir el único acto posible dentro de su marco de referencia: el salto al abismo. Ese salto era la realización práctica de mi percepción, no como hombre corriente, sino como brujo.

Estaba tan absorto poniendo por escrito mis pensamientos que no advertí que Néstor y Pablito habían dejado de hablar y los tres me estaban mirando. Les expliqué que, para mí, no había modo de comprender qué había ocurrido en ese salto.

– No hay nada que comprender -dijo Néstor-. Las cosas suceden y nadie puede decir cómo. Pregúntale a Benigno si quiere comprender.

– ¿Quieres comprender? -pregunté a Benigno en broma.

– ¡Puedes estar seguro de ello! -exclamó con voz de bajo profundo, haciendo reír a todos.

– Te complaces en afirmar que quieres entender -prosiguió Néstor-. Como Pablito se complace en afirmar que no recuerda nada.

Miró a Pablito y me guiñó un ojo. Pablito bajó la cabeza.

Néstor me preguntó si algo me había llamado la atención en el talante de Pablito en el momento previo al salto. Tuve que admitir que no me había visto en situación de reparar en cosas tan sutiles como el talante de Pablito.

– Un guerrero debe advertirlo todo -dijo-. Esa es su peculiaridad y, como decía el Nagual, en ello radica su ventaja.

Sonrió y fingió turbación, cubriéndose la cara con el sombrero.

– ¿Qué es lo que omití tomar en cuenta respecto del talante de Pablito? -le pregunté.

– Pablito había saltado antes de acercarse al abismo -respondió-. No tenía que hacer nada. Lo mismo hubiera dado que se sentase en el borde en vez de arrojarse.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Pablito ya se estaba desintegrando -replicó-. Es por eso que cree haber perdido el conocimiento. Pablito miente. Oculta algo.

Pablito comenzó a hablar, dirigiéndose a mí. Murmuró algunas palabras ininteligibles; luego se dio por vencido y se desplomó en la silla. Néstor también empezó a decir algo. Le hice callar. No estaba seguro de haber entendido correctamente.

– ¿Se estaba desintegrando el cuerpo de Pablito? -pregunté.

Pasó un largo rato mirándome fijamente, sin decir palabra. Estaba sentado a mi derecha. En silencio, se fue a sentar al banco de enfrente.

– Debes tomar en serio lo que digo -sostuvo-. No hay modo de hacer retroceder la rueda del tiempo hasta antes de ese salto. El Nagual decía que es un honor y una satisfacción ser un guerrero, y que la fortuna del guerrero consiste en hacer lo que debe hacer. Te he comunicado impecablemente lo que presencié. Pablito se estaba desintegrando. Cuando corrieron hacia el borde del abismo, sólo tú eras sólido. Pablito era como una nube. Él cree que estuvo a punto de caer de bruces, y tú crees que lo sostuviste por el brazo para ayudarle a llegar al borde. Ambos se equivocan, y yo no dudo que hubiese sido mejor para los dos que no lo recogieses.

Me sentía más confundido que nunca. Le creía sincero en sus afirmaciones, pero recordaba tan sólo haber cogido a Pablito por el brazo.

– ¿Qué hubiera sucedido de no intervenir yo? -inquirí.

– No puedo contestar a eso -replicó Néstor-. Pero sé que cada uno de ustedes perjudicó la luminosidad del otro. En el momento en que le rodeaste el brazo, Pablito cobró cierta solidez, pero tú desperdiciaste tu precioso poder por nada.

– ¿Qué hiciste tú una vez que hubimos saltado? -pregunté a Néstor tras un largo silencio.

– Tan pronto como hubieron desaparecido -dijo- quedé con los nervios tan destrozados que no podía respirar, y también me desmayé; no sé cuánto tiempo permanecí inconsciente. Creo que fue tan sólo un instante. Al recobrar el sentido miré a mi alrededor en busca de Genaro y del Nagual; se habían ido. Corrí de un lado para otro por aquella cima, llamándoles hasta enronquecer.

Entonces comprendí que estaba solo. Fui hasta el borde del precipicio en busca del signo con que la tierra indica que un guerrero no va a regresar, pero ya era demasiado tarde. En ese momento, tomé conciencia de que Genaro y el Nagual habían partido para siempre. No me había dado cuenta antes de que, tras haberse despedido de ustedes, mientras corrían hacia el vacío, se habían vuelto hacia mí y me habían dicho adiós con la mano.

»Encontrarme solo a esa hora, en aquel lugar desértico, era más de lo que podía soportar. De un solo golpe había perdido a todos los amigos que tenía en el mundo. Me senté y lloré. Y según iba sintiendo más y más pánico iban aumentando en volumen mis chillidos. Grité el nombre de Genaro con toda voz. Para entonces todo estaba negro como boca de lobo. No alcanzaba a distinguir un solo accidente conocido. Sabía que como guerrero no tenía derecho alguno a ceder a mi aflicción. Para serenarme, comencé a aullar como un coyote, a la manera en que el Nagual me había enseñado a hacerlo. Al cabo de un rato de aullar me sentí mucho mejor; tanto, que olvidé mi tristeza. Olvidé la existencia del mundo. Cuanto más aullaba, más fácil me resultaba percibir el calor y la protección de la tierra.

»Deben haber pasado horas. De pronto sentí un golpe en mi interior, detrás de la garganta, y el sonido de una campana en los oídos. Recordé lo que el Nagual había dicho a Eligio y a Benigno antes de que saltaran. Que esa sensación en la garganta se presentaba en el instante inmediatamente anterior a aquel en que uno se dispone a cambiar de velocidad, y que el sonido de la campana era el vehículo del que era posible valerse para lograr cualquier cosa que uno deseara. Lo que yo deseaba era ser un coyote. Me miré los brazos, apoyados en el suelo frente a mí. Habían cambiado de aspecto y semejaban los de un coyote. Vi piel de coyote en ellos y en mi pecho. ¡Era un coyote! Ello me hizo tan feliz que lloré como debe llorar un coyote. Sentía mis dientes de coyote, mi hocico largo y puntiagudo y mi lengua. De algún modo, sabía que había muerto; pero no me importaba. No me importaba haberme convertido en un coyote, ni estar muerto, ni estar vivo. Anduve como un coyote, en cuatro patas, hasta el borde del precipicio, y me arrojé a él. No me quedaba otra cosa por hacer.