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– Sí, es cierto -dijo-. Ni siquiera yo hablo así.

– Bueno, si Eligio no murió, ¿dónde está? -pregunté.

– Soledad ya te lo ha dicho -respondió Néstor suavemente-. Eligio fue a reunirse con el Nagual y con Genaro.

Consideré conveniente no hacer más preguntas. No quiero decir con ello que mis indagaciones fuesen agresivas, sino que ellos siempre las tomaban como tales. Además, sospechaba que no sabían mucho más que yo.

De pronto, Néstor se puso de pie y empezó a andar de un lado para otro delante de mí. Finalmente, me apartó de la mesa cogiéndome por las axilas. No quería que escribiera. Me preguntó si era cierto que me había desmayado como Pablito en el momento del salto y no recordaba nada. Le dije que había tenido buen número de sueños vívidos o visiones que no podía explicar y les había ido a ver en busca de una aclaración. Me pidieron que les contara todas las visiones que hubiese tenido.

Tras escuchar mi relato, Néstor comentó que eran de un tipo muy extraño y que sólo las dos primeras eran de gran importancia y de esta tierra. Las demás eran visiones de mundos ajenos. Explicó que la primera tenía un especial valor porque se trataba de un presagio propiamente dicho. Agregó que los brujos consideraban el primero de los sucesos de toda serie como el anteproyecto del mapa de lo que iba a producirse a continuación.

En aquella visión en particular me encontraba delante de un mundo estrafalario. Había una enorme roca ante mis ojos, una roca que había sido partida en dos. A través de un ancho boquete en ella, alcanzaba a ver una llanura fosforescente y sin límites, una especie de valle, bañado en una luz amarillo verdosa. En un lado del valle, a la derecha, parcialmente oculto a mi vista por la enorme roca, había una increíble estructura en forma de cúpula. Era oscura, de un gris semejante al de la carbonilla. Si mi tamaño hubiese sido el mismo que en el mundo de mi vida corriente, su altura habría llegado a quince mil metros y su ancho a muchos kilómetros. Tal enormidad me deslumbró. Sentí vértigo y caí a plomo en un estado de desintegración.

Volví a experimentar el mismo rechazo y fui a dar sobre una superficie sumamente desigual y, sin embargo, lisa. Era una superficie brillante, interminable, tal como la llanura que había visto antes. Se extendía hasta donde alcanzaba la vista. No tardé en darme cuenta de que podía mover la cabeza en cualquier dirección que deseara sobre un plano horizontal, pero no hacia mí mismo. No obstante, me era posible inspeccionar los alrededores rotando la cabeza de izquierda a derecha y viceversa. Pero cuando pretendía volverme para mirar detrás de mí, no conseguía desplazar mi volumen.

La llanura se extendía monótonamente, igual a mi derecha que a mi izquierda. No había a la vista más que un infinito resplandor blanquecino. Quería ver el suelo que pisaba, pero no podía bajar los ojos. Alcé la cabeza para mirar al cielo; vi otra superficie ilimitada y blanquecina, que parecía unida a aquélla sobre la cual me hallaba. Experimenté una súbita aprensión e intuí que algo estaba a punto de serme revelado. Pero el repentino y devastador asalto de la desintegración lo impidió. Cierta fuerza me arrastró hacia abajo. Fue como si aquella superficie me tragase.

Néstor sostuvo que el haber visto una cúpula era de tremenda importancia porque esa forma en particular había sido referida por el Nagual y por Genaro como imagen del lugar en que se suponía que todos nos íbamos a reunir algún día con ellos.

Llegados a ese punto, Benigno se dirigió a mí, diciendo que había oído las instrucciones recibidas por Eligio en el sentido de dar con esa cúpula. Agregó que el Nagual y Genaro habían insistido en la cuestión, de modo que Eligio la entendiese cabalmente. Ellos siempre habían considerado a Eligio el mejor; por lo tanto, le prepararon para hallar esa cúpula y entrar a su bóveda blanquecina una y otra vez.

Pablito dijo que los tres habían sido instruidos para encontrar esa cúpula, si les resultaba posible, pero ninguno lo había logrado. Comenté en tono de queja que ni don Juan ni don Genaro me habían mencionado jamás nada semejante. Yo no había recibido enseñanza alguna relacionada con una cúpula.

Benigno, que se encontraba sentado a la mesa frente a mí, se puso de pie y vino a mi lado. Se situó a mi izquierda y me susurró al oído que tal vez los dos viejos me hubiesen instruido y yo no lo recordara, aunque también era probable que no me hubieran dicho nada para que no fijase mi atención en ella una vez encontrada.

– ¿Cuál era la importancia de la cúpula? -pregunté a Néstor.

– Allí es donde están el Nagual y Genaro -replicó.

– ¿Y dónde se encuentra esa cúpula? -inquirí.

– En alguna parte, sobre esta tierra -dijo.

Tuve que explicarle detenidamente la imposibilidad de que una estructura de esas dimensiones existiese en nuestro planeta. Le dije que mi visión había sido algo muy semejante a un sueño y que cúpulas de esa altura sólo eran concebibles como producto de la fantasía. Rió y me palmeó delicadamente la espalda, como si le siguiese la corriente a un niño.

– Tú quieres saber dónde está Eligio -dijo Néstor de pronto-. Pues bien: está en la bóveda blanquecina de esa cúpula con el Nagual y Genaro.

– Pero esa cúpula fue una visión -protesté.

– Entonces Eligio está en una visión -dijo Néstor-. Recuerda lo que Benigno acaba de decirte. Ni el Nagual ni Genaro te ordenaron hallar esa cúpula y regresar a ella. Si lo hubieran hecho, no estarías aquí. Estarías donde Eligio, en la cúpula de esa visión. Como ves, Eligio no murió como muere un hombre en las calles. Simplemente, no regresó de su salto.

Su declaración me resultó asombrosa. No podía apartar de mi memoria la intensidad de las visiones que había tenido, pero por alguna razón desconocida deseaba discutir con él. Néstor, antes de que me fuese posible decir nada, llevó la cosa aún más allá. Me recordó una de mis visiones: la penúltima. Había sido la más angustiosa de todas. En ella me perseguía una extraña criatura oculta. Sabía que estaba allí, pero no alcanzaba a verla, no porque fuese invisible, sino porque el mundo en que me encontraba era tan increíblemente nuevo que no podía determinar qué era cada cosa en él. Fueran lo que fueran los elementos que tenía a la vista, ciertamente no eran de esta tierra. La angustia que experimenté al saberme perdido en un lugar así estuvo a punto de superar mi capacidad emocional. En cierto momento, la superficie sobre la cual estaba parado comenzó a sacudirse. Percibí que cedía bajo mis pies y me aferré a una especie de rama, o un apéndice de algo que me hacía pensar en un árbol, que colgaba, exactamente sobre mi cabeza, en un plano horizontal. En el instante en que la toqué, la cosa me rodeó la muñeca, como si hubiese estado llena de nervios que lo captaran todo. Fui alzado a una tremenda altura. Miré hacia abajo y vi un animal increíble; comprendí que se trataba de la criatura que me había estado persiguiendo. Surgía de una superficie que parecía ser suelo. Distinguí su enorme boca, abierta como una caverna. Oí un rugido estremecedor, completamente sobrenatural, algo semejante a un grito estridente, metálico, sofocado, y el tentáculo que me había cogido me soltó para dejarme caer en aquella boca de aspecto cavernoso. La vi en todos sus detalles en el curso de la caída. Entonces se cerró, conmigo dentro. Inmediatamente, la presión redujo mi cuerpo a una pasta.

– Ya has muerto -dijo Néstor-. Ese animal te comió. Te aventuraste más allá de este mundo y diste con el horror mismo. Nuestra vida y nuestra muerte no son más ni menos reales que tu corta vida en ese lugar y tu muerte en la boca de ese monstruo. Esta vida que tenemos no es sino una larga visión. ¿Te das cuenta?

Espasmos nerviosos recorrieron mi cuerpo.

– No fui más allá de este mundo -prosiguió-, pero sé de qué hablo. No protagonicé cuentos de horror, como ustedes. Lo único que hice fue visitar a Porfirio diez veces. Si hubiese dependido de mí, habría vuelto allí siempre que me fuera posible; pero mi undécimo rebote fue tan violento que cambió mi dirección. Percibí que dejaba atrás la cabaña de Porfirio. En lugar de encontrarme ante su puerta, me hallé en la ciudad, muy cerca de la casa de un amigo mío. Me pareció divertido. Sabía que estaba viajando entre el tonal y el nagual. Nadie me había dicho que los viajes debían serlo de una clase especial. Así que sentí ganas de ver a mi amigo y decidí hacerlo. Comencé a preguntarme si realmente lograría verlo. Llegué a su casa y golpeé la puerta, tal como lo había hecho numerosas veces. Su mujer me hizo pasar como siempre; en efecto, mi amigo estaba en casa. Le dije que había ido a la ciudad por cuestiones de trabajo, e incluso me pagó un dinero que me debía. Me lo puse en el bolsillo. No ignoraba que mi amigo, y su esposa, y el dinero, y su casa, eran una visión, como la cabaña del Porfirio. No ignoraba que una fuerza superior a mí me iba a desintegrar en cualquier momento. De modo que me senté para pasarlo bien con él. Reímos y bromeamos. Y me atrevo a decir que estuve gracioso y brillante y encantador. Pasé allí un largo rato, esperando la sacudida. Como no se producía, decidí marchar. Me despedí y le agradecí el dinero y la hospitalidad. Me fui. Quería ver la ciudad antes de que la fuerza me llevara de allí. Vagué toda la noche. Recorrí el camino que llevaba a las colinas que dominaban la ciudad; en el momento en que el sol se alzó, caí en la cuenta de algo cuya realidad me golpeó como un rayo. Estaba de regreso en el mundo y la fuerza que me iba a desintegrar se había disipado y me permitía quedarme. Iba a ver mi maravillosa tierra natal por mucho tiempo. ¡Qué gran alegría, Maestro! No obstante, no podría decir que la amistad de Porfirio no me haya agradado. Ambas visiones tienen un mismo valor, pero yo prefiero la de mi forma y mi tierra. Tal vez ello se deba a mi tendencia a la comodidad.