Выбрать главу

Advertí una agitación nerviosa en su cuerpo, mientras le refería mi disposición de ánimo de aquel día.

– ¿Qué hubiese ocurrido en el caso de que dieras conmigo? -pregunté.

– Todo habría cambiado -replicó-. Localizarte habría significado para mí que contaba con el poder necesario para seguir adelante. Ese es el motivo por el cual me hice acompañar por las hermanitas. Tú, yo y ellas, juntos, habríamos partido ese día.

– ¿Hacia dónde, Gorda?

– ¿Quién sabe? Si mi poder hubiese bastado para encontrarte, también habría bastado para saberlo. Ahora te toca a ti. Quizás tengas el poder necesario para determinar a dónde debemos ir. ¿Me entiendes?

Me invadió entonces una profunda tristeza. Se me hizo presente, de modo más agudo que nunca, lo desesperado de mi fragilidad y mi temporalidad humanas. Don Juan había sostenido siempre que lo único que ponía límite a la desesperación era la conciencia de muerte, clave del esquema de las cosas propio de los brujos. Estaba convencido de que la conciencia de muerte podía dotarnos de las fuerzas necesarias para resistir la presión y el dolor de la vida y el temor a lo desconocido. No obstante, nunca había sido capaz de decirme cuál era el modo de hacer pasar a primer plano esa conciencia. Había insistido, cada vez que le interrogaba sobre el particular, en que mi voluntad era el solo factor determinante; en otros términos, debía disponer mi mente para que fuese testigo de tales actos de conciencia. Creía haberlo hecho. Pero, enfrentado a la decisión de la Gorda de dar conmigo para marchar juntos, comprendí que si ella lo hubiese logrado aquel día, yo jamás habría regresado a mi hogar, ni vuelto a ver a aquellos a quienes afirmaba querer. No estaba preparado para ello. Me había adaptado a la idea de la muerte, pero no a la de mi propia desaparición por el resto de la existencia en plena lucidez, sin ira ni desilusión, dejando a un lado lo mejor de mis afectos.

Me azoraba decir a la Gorda que yo no era un guerrero digno de poseer la clase de poder que debía necesitarse para ejecutar un acto de esa naturaleza: partir para siempre y saber hacia dónde y qué hacer.

– Somos criaturas humanas -dijo-. ¿Quién sabe qué nos espera o qué clase de poder merecemos?

Le confesé que me entristecía demasiado la idea de irse así. Los cambios sufridos por los brujos eran excesivamente drásticos y definitivos. Le referí la insoportable tristeza de Pablito ante la pérdida de su madre.

– La forma humana se alimenta de esos sentimientos -respondió secamente-. Me compadecí de mí misma y de mis pequeños durante años. No comprendía cómo el Nagual podía ser tan cruel como para pedirme que hiciera lo que hice: abandonarlos, destruirlos y olvidarlos.

Afirmó que le había llevado muchísimo tiempo entender que el Nagual también había tenido que abandonar la forma humana. No era cruel. Sencillamente, ya no experimentaba sentimientos humanos. Todo era igual para él. Había aceptado su destino. El problema de Pablito, y el mío propio, consistía en que ninguno de los dos había aceptado su destino. Agregó con desdén que Pablito lloraba al recordar a su madre, su Manuelita, especialmente cuando tenía que prepararse él mismo la comida. Me instó a rememorar a la madre de Pablito tal como era: una vieja estúpida que no sabía hacer otra cosa que servir a su hijo. Sostuvo que la razón por la cual todos ellos consideraban a Pablito un cobarde era su incapacidad para ser feliz al pensar que su sirvienta Manuelita se había convertido en la bruja Soledad, que podía matarlo como si aplastara un bicho.

La Gorda se puso en pie en actitud dramática y se inclinó sobre la mesa hasta que su frente estuvo a punto de rozar la mía.

– El Nagual decía que la buena suerte de Pablito era extraordinaria -dijo-. Madre e hijo luchan por lo mismo. Si no fuera tan cobarde, habría aceptado su destino y enfrentado a Soledad como un guerrero, sin miedo y sin odio. Al final, habría triunfado el mejor, alzándose con todo. Si Soledad hubiera sido la vencedora, Pablito habría debido sentirse feliz y desear su bien. Pero sólo un auténtico guerrero puede sentir ese tipo de felicidad.

– ¿Y qué siente doña Soledad al respecto?

– No se abandona a sus sentimientos -replicó la Gorda, sentándose nuevamente-. Ha aceptado su destino con más prontitud que cualquiera de nosotros. Antes de recibir la ayuda del Nagual, se encontraba peor que yo. Yo, al menos, era joven; ella era una vaca vieja, gorda y cansada, que sólo pedía morir. Ahora la muerte tendrá que dar batalla para llevársela.

El elemento temporal era un factor confuso para mí en relación con la transformación de doña Soledad. Expliqué a la Gorda que no hacía más de dos años que la había visto y seguía siendo la misma anciana que conocía desde un principio. La Gorda me aclaró entonces que la última vez que yo había estado en casa de Soledad, convencido de que aún era la madre de Pablito, el Nagual los había instado a actuar como si nada hubiese ocurrido. Doña Soledad me saludó, como siempre desde la cocina, pero en realidad no llegué a verla. Lidia, Rosa, Pablito y Néstor representaron sus papeles a la perfección para evitar que me diese cuenta de cuáles eran sus verdaderas actividades.

– ¿Por qué el Nagual se dio todo ese trabajo, Gorda?

– Te protegía de algo que aún no estaba claro. Te apartaba de nosotros de una manera deliberada. Tanto él como Genaro me ordenaron no mostrar mi rostro mientras estuvieses cerca.

– ¿Le dieron la misma orden a Josefina?

– Sí. Ella está loca y no puede contenerse. Pretendía hacerte una broma. Solía seguirte sin que tú te enterases. Una noche en que el Nagual te llevó a las montañas estuvo a punto de empujarte a un barranco. El Nagual la descubrió en el momento crítico. No hace esas cosas por maldad, sino porque le divierte ser así. Esa es su forma humana. No cambiará hasta que la pierda. Te he dicho que los seis están un poco idos. Debes ser consciente de ello si no quieres caer en su telaraña. Si te atrapan, no los culpes. No pueden evitarlo.

Guardó silencio por un rato. Capté un signo casi imperceptible de alteración en su cuerpo. Su mirada pareció desenfocarse y su mandíbula cayó como si los músculos de sostén hubiesen cedido. Quedé absorto contemplándola. Sacudió la cabeza dos o tres veces.

– Acabo de ver algo -dijo-. Eres idéntico a las hermanitas y a los Genaros.

Se echó a reír en silencio. No dije nada. Deseaba que se explicara sin mi intromisión.

– Todos se enfadan contigo porque aún no han caído en la cuenta de que no eres distinto de ellos -prosiguió-. Te consideran el Nagual y no comprenden que te complaces en ti mismo al igual que ellos.

Me comunicó que Pablito gimoteaba y se quejaba y representaba el papel de cobarde. Benigno se fingía tímido, incapaz de abrir los ojos. Néstor jugaba el rol del sabio, el que lo sabe todo. Lidia hacía las veces de la mujer dura, capaz de aplastar a cualquiera con una mirada. Josefina era la loca en quien no se podía confiar. Rosa era la muchacha de mal carácter que se comía a los mosquitos que la mordían. Y yo era el loco que venía de Los Angeles con una libreta y un montón de preguntas desatinadas. Y a todos nos gustaba ser como éramos.

– En una época yo era una mujer gorda y maloliente -siguió tras una pausa-. No me importaba que me patearan como a un perro, con tal de no encontrarme sola. Esa era mi forma.

»Tendré que contar a todos lo que he visto acerca de ti, para que nadie se sienta ofendido por tus actos.